André ve a su hija

André se había quedado mudo por toda la belleza que se le había revelado.
Le esperaba mucho al ser humano después de su vida terrenal cuando entrara allí.
De este lado se sabía por qué la tierra estaba poblada de seres animales y también que allí en algún momento reinaría la felicidad de las esferas.
Aquí se sabía por qué se agotaban otras vidas, destruyendo su felicidad.
Se sintió aturdido con todas estas verdades.
¿Qué era la tierra en comparación con los muchos otros planetas que había observado?
Era insignificante en el universo.
Pero ¿cómo se sentía el ser humano en la tierra?
Allí, un solo ser humano tenía el poder de aniquilar a mil otros.
¿No era triste?
¡Cuánto le quedaba por aprender al ser humano de la tierra!
Qué lejos estaba todavía del amor verdadero, puro.
Lo que había recibido ahora era sabiduría en el espíritu.
Qué feliz se tenía que sentir el ser humano por poder recibir todo esto.
André estaba agradecido con Dios, el Padre de toda la vida, después de lo que se le acababa de mostrar.
Tomó la mano de Alcar en la suya y con fervor le agradeció toda la belleza.

—Me ha dado mucho, Alcar, una gran felicidad para toda la gente.

—Esperemos que despierten unos cuantos, con eso ya queda recompensado nuestro trabajo.
Ahora nos desplazaremos rápidamente a otro estado, donde te espera lo más bello de este viaje.
Pronto te quedará claro a dónde nos dirigimos ahora.
Siguieron planeando y de pronto André sintió a dónde iban.
Esto lo superaba; lo conmovió profundamente el amor grande y sagrado de su líder espiritual; ¡iban camino de la esfera de los niños!
Ya estaban cerca de la esfera de conexión donde en su viaje anterior había podido contemplar a los niños espirituales.
—Alcar, qué bueno es conmigo, ¿por qué merezco todo esto?
—Tranquilo, hijo mío, de lo contrario no podrías visitar a tu hija.
Se requiere tranquilidad completa.
Pero André ya no se pudo controlar y lloraba.
Ahora se cumpliría y se haría verdad lo que tanto había deseado.
Vería a su hija, que había dejado la tierra un año antes.
A él, como ser humano terrenal, se le concedería visitar a su hija en la vida después de la muerte.
¿A quién no le conmovería esto?
Estaba agradecido con su líder espiritual hasta en lo más profundo de su alma.
—Me da tanto, su bondad no tiene límites.
—Pronto podrás saludar al pequeño ser, joven aún.
—¿Podría cargarla en brazos, Alcar?
—Creo que es posible, hijo mío.
‘Posible’, pensó André, ‘¿entonces no era todavía muy seguro?
¿Qué quería decir Alcar con posible?’.
Pero quiso mantener la calma y esperar lo que vendría.
Oh, ¡qué feliz estaba!
La pequeña vivía en belleza radiante.
Había dejado la tierra en un estado de felicidad y luz.
Había hecho frío la mañana en que la había enterrado.
Se le había mostrado entonces una hermosa visión, había podido observar la vida espiritual.
La nieve había cubierto la tierra, pero aquí había solo luz y felicidad.
La muerte no estaba “muerta”, la muerte era vida.
Aquí su hija muerta vivía eternamente, para siempre.
Volvería a la tierra con un hermoso mensaje para ella, la madre de Gommel.
Podría decirle que Gommel vivía y que había crecido convirtiéndose en un ser bello e inmaculado.
Entraron a la esfera de los niños; reinaba un sosiego tan intenso, tan celestial como nunca había sentido.
Amor y flores de colores fantásticos por todas partes; los edificios y los templos donde vivían los pequeños eran de un blanco inmaculado.
¿Qué aspecto tendría después de ese año?
La reconocería entre miles.
El amor, el lazo espiritual era la conexión eterna con esta joven vida.
Desde lejos vio a los pequeños, que jugaban en la naturaleza.
André sintió que el silencio se acaparó de él ahora que se acercaba el gran momento.
Lo invadió un sosiego desconocido.
¿Dónde estaba su pequeñita?
¿Qué aspecto tenía?
Muchas reflexiones le revoloteaban por la cabeza.
¿Podría cargarla en brazos?
La vez anterior que había estado allí con Alcar, no había sido posible.
Se le había concedido verla desde una gran distancia, una emanación azulada la ocultaba para sus ojos.
Era casi increíble, ¿le sería concedido cargar en brazos a un ser espiritual?
¿No era demasiado abrumador para él?
¿No significaría demasiada felicidad?
A cierta distancia de él caminaban muchas madres adoptivas con sus pequeños.
Eran como soles luminosos, todas irradiaban amor, solo amor.
Todos estos niños no sabían nada de una vida terrenal; lo sabrían solo más tarde, visto que también ellos sentían cualquier conexión.
Caminaban por una hermosa avenida, rodeados de flores de las esferas y todo esto era para la vida que existía aquí.
La naturaleza era bella, los pájaros cantaban sus melodías gloriosas e inmaculadas.
Las flores despedían su aroma, todo irradiaba luz.
Era celestial.
Allí veía a los pequeños que habían alcanzado la edad de tres años.
Más adelante irían a las otras esferas para algún día entrar a la esfera existencial con la que tenían sintonización.
Luego proseguirían su camino hacia regiones más elevadas, donde les esperaba incluso más felicidad.
A la izquierda y derecha de André, hermosas esculturas representaban cuentos de hadas, que servirían de aprendizaje para los pequeños.
Así irían conociendo la vida.
No aprendían un idioma como en la tierra; aquí hacían la transición directamente a la vida.
Su amor era su sabiduría; podían conectarse con todo, en eso hacían la transición.
Sus sentimientos eran su ciencia; aquí no hacía falta que aprendieran a sumar.
Aquí se les enseñaba a amar al Creador de todo esto.
Apreciarían la belleza, sentirían amor por todo lo que vive, para darlo a otros, por lo que se sintonizaban con Dios.
No habría nubes negras para oscurecer su felicidad.
Aquí había tranquilidad, felicidad espiritual que no podría ser perturbada por ningún ser.
Las puertas de este paraíso permanecerían cerradas para los que no llevaran esta sintonización interiormente.
Esto era una tierra sagrada; allí vivía ella y se le concedía a él permanecer, porque lo ayudaba su líder espiritual.
Estaban rodeados por hermosos parques, por templos construidos con mármol níveo y otras piedras.
Por esta tierra sagrada corrían varios arroyos blancos como la plata, cuyas orillas estaban adornadas con flores y en los que nadaban aves.
Era una grandeza gloriosa.
Aquí vivía el ser humano, el ser humano joven; habían llegado aquí desde la tierra.
Aun así las madres no querían desprenderse de sus pequeños, porque querían conservar el hijo como su posesión personal.
Pero quien “sabía” podría cargar más fácilmente con el sufrimiento, deponiendo todo en las manos seguras de Dios.
Aquí vivían miles de niños de la tierra, los había de todas las nacionalidades.
Aquí vivían hijos de reyes y también los más pobres de la tierra.
Aquí no se hacían ni se sentían distinciones.
Aquí todos eran uno solo; vivían en felicidad, desconocían la envidia y los celos como sienten los niños en la tierra.
Todo era imponente.
Si las madres en la tierra pudieran ver por un momento cómo se cuidaba a sus pequeños, podrían entregar todo.
Si aceptaran, significaría felicidad durante toda su vida en la tierra; entonces el sufrimiento que Dios les había impuesto sería aguantable.
Dios acogía la joven vida con Él y le daba estos cuidados.
Pero los deseos humanos eran tan distintos.
El ser humano quería poseer y este no era el camino, no era la sabiduría ni la verdad, no era la intención de Dios; el ser humano tenía que vivir y viviría en entrega, confiándose a la dirección sagrada de Dios.
El hombre olvidaba y no quería aceptar que algún día sus hijos serían sus hermanos y hermanas; incluso que el amor maternal se disolvería en este amor elevado.
Pero eso no lo quería la gente, en la tierra se conocía solo el amor terrenal; no se quería saber de amor espiritual y por eso no entendían nada de todo esto sagrado.
Sus sentimientos estaban sintonizados en la materia.
Ahora que veía y sabía que se cuidaba de esta manera de su hija, no quisiera poseerla en la tierra.
No podía darle esta felicidad.
Significaría privarla de la felicidad.
Él era el padre terrenal, Dios era el Padre en la vida eterna.
Ahora habían llegado a un edificio grande, construido con mármol níveo y con un estilo potente.
El edificio era una obra de arte en sí y allí era donde vivían los pequeños.
Casi no se atrevía a acercarse.
Cómo irradiaba, en todo estaba la felicidad que los pequeños llevaban interiormente y que era su sintonización.
Mirara donde mirara, en todos lados descubría hermosos templos.
¿Acaso era imaginable un arte todavía más elevado?
Esto era para él lo más perfecto que el ser humano podría llevar a cabo.
El edificio estaba sobre una plataforma y lo ceñía una terraza; además se habían plantado flores y árboles frutales alrededor de todo el edificio, todo para adornar y apoyar a la humanidad y por tanto también para aumentar su felicidad.
En la escalinata de la entrada vio a un espíritu radiante, que por lo visto los estaba esperando.
¿También aquí estaban avisados de su llegada?
En la tercera esfera había sentido algo parecido.
El ser llevaba una hermosa túnica de luz.
No se atrevía a mirarla por cuánto resplandecía, y temía que su mirada perturbara los rayos brillantes.
Desde lejos el espíritu le sonreía a su líder espiritual.
Oh, qué belleza, ¿quién era?
Alcar se acercó al ser y André vio que su líder espiritual se arrodilló ante el ser.

—Hermano Alcar —oyó que dijo ella—, Dios esté con usted.
En todas partes de este espacio infinito se conocía a Alcar.
André también se arrodilló y esperó lo que iba a pasar.
Alcar sostenía con el Ángel una conversación de la que no quería oír nada.
Pensaba en Dios y pedía fuerza para este acontecimiento sagrado.
De pronto oyó un murmullo y algo que se le venía acercando.
Una suave voz celestial le dijo:

—Levántate, André, y mírame.
André alzó la mirada, dos ojos radiantes lo miraban, le entró un amor como nunca antes había sentido.
‘¿Dónde vive este ser’, pensó, ‘era Dios mismo?’.
El espíritu sonrió; André sintió que ella había adoptado sus pensamientos.
—André, ¿desde la tierra a un reino celestial para visitar a su hija? —dijo.
¿Entonces se sabía aquí para qué venía?
—¿Cree que no sabríamos para quién viene? —le dijo el ser de inmediato.
Lo miró a él y luego a su líder espiritual y entendió esa mirada.
Era él, su Alcar, el que se había encargado de todo.
André vería a su hija.
—Vive, André, es bella y feliz; será incluso más feliz cuando conozca a su padre.
André estaba temblando.
—Sé fuerte, André, así no podrá acercarse a su hija luego.
Miró al bello ser y un sosiego profundo se asentó en él.
—Vaya a la naturaleza, André, e intente conectarse con la vida.
En un rato más vendremos a buscarlo para guiarlo hacia su hija.
Dios le permitirá acercarse a su hija si quiere usted sintonizarse con su estado.
Pronto se le dará esta felicidad.
Sintonícese con la vida; lo ayudaremos a hacerlo.
Así que ¡esté tranquilo y feliz, André!
Récele a Dios, para que lo conecte y sintonice.
El ser no debe sentir nada de su vida terrenal.
Nada de su interior debe hacer la transición a ella, porque no conoció la tierra.
Sabe que esta esfera no es su posesión y que tendrá que sintonizarse con ella.
Pídale apoyo a Dios, André, solo Él puede ayudarlo, darle esta fuerza para que se le conecte con ella.
Vaya, hijo mío.
Entre toda esta belleza es posible conectarse.
Llámenos cuando sienta que está conectado.
Ser uno solo con todo significa acercarse a la vida en amor.

André se había quedado solo, Alcar y el ángel de las esferas se habían ido.
Le lloraba el corazón, grandes lágrimas le corrían por las mejillas, lo había conmovido profundamente.
Al rato vería a su hija, cuando le fuera posible conectarse.
Aquí no podía irrumpir sin más y ahora entendía por qué su líder espiritual decía que esto también era “posible”.
Ahora sentía la posibilidad de este gran acontecimiento.
Oh, quería ver a su hija; no volvería aquí pronto.
Tenía que prepararse para que se le admitiera a su propia hija.
También ella, la madre de su hija, viviría el mismo estado luego, cuando hiciera la transición en la tierra.
No solo ella, sino muchas otras madres tendrían que sintonizarse si querían volver a ver a sus hijos.
Tenía que prepararse; no había pensado en eso, no se le había ocurrido.
Nadie que no conociera esta vida pensaría en eso.
Lo dejaron solo para que pudiera conectarse por completo; tenía que llegar a sí mismo y nadie quería interferir en él mientras lo hacía.
Al contrario, querían ayudarlo porque aquí se sabía que sus fuerzas eran insuficientes.
Tenía que sintonizarse, ¿con qué?
Pensó profunda y largamente.
¿Sintonizarse con su hija, con otra vida?
Tenía que intentar acercarse a Dios en sencillez y humildad por una vida que poseía una sintonización más elevada.
¿No era amor, amor inmaculado, lo que tenía que poseer?
Así estaba conociendo otras leyes espirituales más.
El ser humano en la tierra no quería aceptar estas leyes.
Sin embargo, tenía que ser así; no vería a su hija antes de que hubiera aprendido a inclinar la cabeza para acercarse a ella en humildad, y a sentir amor por toda la vida.
Su posesión vivía aquí en esta belleza.
¿Era esta niña su posesión?
Él era el padre, sí, un padre terrenal; un Padre celestial le estaba permitiendo conocer otras leyes espirituales.
Con qué fervor y cuánto amaba a su pequeño ser espiritual.
Él no era más que la conexión que lo conectaba con este ser.
En la visión se le había mostrado con suficiente claridad, esto era cierto para todos, para todos los padres de la tierra.
Solo ahora entendía lo que significaba ser padre y madre en la tierra.
¿Qué era lo que conservaba el mundo, el planeta tierra?
El padre y la madre.
¿Quién deponía el intelecto en el ser?
Dios, solo Dios.
Por eso la vida era Dios, y el ser humano no debía ni podía pensar que era su posesión.
El ser humano no tenía posesión; la única que tenía era su estado interior.
En la tierra todavía estaban muy alejados del amor por todo lo que vivía.
Duraría otros cientos de años más para que el ser humano viviera de acuerdo con este saber.
Entonces perseguiría su camino, como Alcar se lo mostraba, enseñaba y aclaraba.
Ese camino era el camino de la vida eterna, el camino hacia arriba.
En la tierra, el ser humano exigía.
Era inconsciente.
No se conocía la vida en la que se vivía, de esta manera no se llegaba a conocerla, como sin embargo sí era la intención, pues para eso se estaba en la tierra.
Una madre podía despertar recibiendo un hijo.
Pero muchas lo vivían de manera material; lo espiritual de todo aquello no se percibía.
Solo ahora que se encontraba en este estado, entendió lo que le había aclarado su líder espiritual acerca del gran problema, que una madre en la tierra podía despertar dando a luz.
¿Cuántas despertaban en la tierra gracias a este acontecimiento sagrado, en esta sintonización?
Una de cada millón.
Solo aquí despertaría la madre, pero entonces era demasiado tarde.
No se entendía el proceso imponente.
Qué grande le parecía este momento, qué poderosa la posesión de un hijo.
Veía llegar aquí a muchas madres de la tierra, todas con la idea de que así nada más verían a sus seres queridos.
En la tierra oía tantísimas veces que, al hacer la transición, sus hijos las estarían esperando.
Ay, cuando entraran aquí, la decepción sería grande.
Se pedía de ellas lo que ahora se le pedía a él, pero muchas necesitaban para eso una vida terrenal completa, porque se habían olvidado durante esa vida.
Veía sus caras afligidas; sus dolores eran horribles, incomparables con los terrenales.
Lo que sentían aquí era dolor del alma.
Se les desgarraba el alma porque siempre tenían que esperar, esperar cada vez más, dándose para otros, lo que en la tierra habían olvidado o no habían querido hacer.
Este paraíso permanecía cerrado para ellos.
Tenían que aprender a ponerse en un segundo plano y eso no era posible tan de golpe.
En el espíritu no era posible saltarse partes.
Estaban destrozadas en cuerpo y alma.
Se alegraba porque se le diera la posibilidad de comunicárselo a ellas.
Ay, madres de la tierra, lo más preciado que ha perdido en la tierra vive aquí de este lado en la vida después de la muerte terrenal.
¡Madres de la tierra, miren lo que se espera de mí, miren lo que debo hacer para volver a ver a mi hija!
Tengo que conectarme con ella, sintonizarme con su estado interior, si quiero volver a verla.
Mi hija no vio el amanecer en la tierra, como les pasa a muchos; pero todos viven aquí, en este paraíso.
Como me siento ahora no puedo acercarme a ella.
Madres, ¿sienten lo que les espera?
¿Sienten que también ustedes deberán sintonizarse con sus pequeños si quieren volver a verlos?
Una vez que mueran allí y entran aquí, también ustedes conocerán estas leyes.
Madres, Dios no hace ni conoce distinciones.
Conéctense con la vida que vive alrededor de ustedes y con ustedes, den amor y desarrollen su cuerpo interior.
Aquí, uno se arrodilla para el amor elevado y si no saben hacerlo, tendrán que esperar y aprenderlo en otras esferas.
Antes de eso no se le admitirá a donde estén todos aquellos a quienes aman.
Ninguna ciencia de la tierra podrá ayudarlas; para esto hace falta amor.
Sintonización con el ser que sienta su amor de padre y madre, y conozca su sintonización.
Ningún ser de la tierra que no sienta amor por toda la vida en sí mismo volverá a ver su propia posesión.
André caminaba entre las flores en innombrables colores, intentando conectarse con la vida.
Necesitaba y quería recibir conexión; quería hacer lo que fuera para eso.
¡Qué bella era esta esfera!
La felicidad inundaba su alma.
Ahora percibía profundamente la vida, con la que quería ser uno solo para que se le admitiera a esa niña espiritual.
Ahora sintió que se iba serenando y calmando.
La vida también lo acogía a él; Dios descendía en su alma.
Sentía que se iba haciendo uno con la naturaleza.
Todo le hablaba y la naturaleza le recitaba bellos poemas.
Ahora era uno con las flores con las que en su momento había hablado en la tierra.
Le contaban algo y también entendía el canto de los pájaros.
Le decía todo, él era uno con ellos, con todo lo que vivía.
Ahora podía seguir la vida en plantas y flores.
El arroyo que pasaba allí le decía lo que había vivido y que seguiría su camino alegremente.
Corría pero al mismo tiempo cantaba; era la canción de las esferas.
Los pájaros le decían lo que significaba su vida, y en ella veía a Dios.
¡Dios vivía en todo!
Qué diferente veía y sentía ahora la vida que cuando estaba en la tierra.
Allí la gente pasaba de largo la vida, la pisoteaba, la desgarraba sin quererlo, así como así, en pensamientos.
Se mandaban pensamientos horrendos hacia el ser humano, inconsciente de todo.
Disparaban flechas, allí no se veía que los pensamientos interiores, los que estaban sin pronunciarse, herían profundamente la vida, lo que se vería sin embargo en la película de su vida de este lado.
Nada se perdía.
Rezaba con fervor, larga e intensamente, para que se le concediera conectarse.
Dentro de él se fue haciendo cada vez más la calma; un silencio celestial lo inundó.
—Oh, Dios, conéctame con mi hija, déjame descender en la vida, me acercaré a Tu vida en sencillez y humildad.
Padre, si en algún momento quieres escucharme, hazlo entonces ahora.
Si en algún momento quieres hacerme feliz, hazlo entonces ahora, gran, santo Padre.
Seré como un niño y feliz con Tu sabiduría; que Tu amor entre en mí.
Padre, déjame volver a la tierra con este saber, por el que podré convencer a muchas madres, incluida la madre de este ser, sobre cómo pueden encontrarse con sus seres queridos de este lado.
Padre, dame la fuerza de que se me conceda ver a mi hija.
Deja que consuele y apoye a las madres en la tierra, deja que lo viva para ellas.
Pon en mí esa fuerza sagrada, conéctame con mi hija.
Escucha mi oración. Amén.
Dentro de él se había hecho un silencio todavía más grande que el de hace un rato.
Lo inundaba una felicidad pura; sentía que cada vez más se iba hundiendo en la vida.
¡Cuánto se había alejado ahora en sus sentimientos de la tierra!
Se le ayudaba, porque no era posible percibir plenamente esta felicidad solo.
Las fuerzas de seres más elevados lo ponían en este estado.
Sus pensamientos eran inmaculados; no se le obstruía en nada.
Él también era un niño de las esferas; una misma sensación estaba ahora en él.
Sentía amor, amor inmaculado y puro por la vida que se había depositado en todo.
No había en él otros pensamientos además de que esto tan bello, lo sagrado y el amor eran solo felicidad, que lo abrumaba.
No podía comparar su felicidad con la terrenal, no podía representarla en palabras.
¿Qué era la gran felicidad allí en comparación con sus sentimientos?
Esto era imponente, esta era la luz, la luz dorada de las esferas en las que vivía su hija.
No sabía cuánto había rezado allí, pero de pronto sintió otras fuerzas y cuando miró en la dirección de donde venían, vio que su líder espiritual se venía acercando.
Alcar había venido por él.

—Ven, hijo mío, tu oración se ha escuchado.
Podemos entrar.
Dios no solo oyó tu oración, sino que te ha conectado con tu hija.
Ahora se te concede verla.
Tu deseo de acercarte en sencillez y humildad te puso en esta sintonización.
Nos espera, André.
Ven, sígueme.
André siguió a su líder espiritual hacia el hermoso edificio.
Cuánto se había desviado.
A lo lejos veía el hermoso edificio; no obstante, pronto habían llegado y entraron.
Atravesaron muchas salas y llegaron a un espacio grande.
Vio a muchos niños y los pequeños llevaban hermosas túnicas.
Todos irradiaban como soles, posiblemente convivían aquí miles de niños.
En un recibidor en el que estaban reunidos muchos seres, vio al bello ser que le había hablado.
Ella tomó en brazos a una bella niña angelical y se alejó de los demás.
Su líder espiritual y él la siguieron de cerca; pasaron por varias otras salas hasta que de repente salió, a la naturaleza.
Este edificio también era abierto, podía mirar hacia afuera por todas partes.
Llegados fuera, ella entró en un tipo de pérgola, rodeada de flores y verdor, de aves y otra vida.
¿Era su hija a la que llevaba cargando?
Oyó una suave vocecita angelical, lo que le aceleró el corazón.
Su hija vivía, había crecido y era bella.
La oyó reír, era increíble.
Su líder espiritual entró y después de un instante Alcar fue a buscarlo.
André entró a la pérgola.
Cómo se sentía, no se atrevía ni a pensar.
Alcar estaba a su lado; allí ante él estaba un ser angelical, en los brazos llevaba a una niña y esa niña era su Gommel.
‘Gommel’, pensó, ‘yo... estoy aquí... tu padre...’.
Allí estaba, aturdido de felicidad, impotente porque lo estuviera mirando un ser celestial, y parecía que ni siquiera él mismo hubiera nacido todavía.
Sintió surgir en él un silencio celestial.
Dos ojos lo miraban y pensó ver a Dios.
—Lydia —oyó decir—, Lydia vela por tu hija y la cuida, André.
No se atrevió a mirar al espíritu elevado, pero ella le habló como una madre, por lo que se sintió revivir.
—Ven conmigo, André, tu hija te espera, tómala de mis brazos.
Rebosando gratitud, uno en amor, se acercó al ser, tomó su hija de sus manos y la abrazó.
Había llegado el gran momento.
El espíritu se fue, su niña espiritual estaba contra su pecho.
A su lado estaba Alcar, había pájaros a su alrededor, flores de las esferas adornaban los entornos, había sido admitido en el paraíso de Dios.
Su hija, a la que en la tierra no había podido cargar, era bella y cariñosa.
La apretaba contra su pecho, ella reía y hablaba y era sabia y sentía que eran uno solo.
Una niña espiritual descansaba en sus brazos.
Oh Dios, ¡cómo agradecerte!
Apretó su negra y reluciente cabecita de ángel contra él y le sonrió a Alcar.
Era cómo si lo conociera desde hacía años.
Luego se volvía a incorporar, sonriéndole y acariciándolo con sus manos espirituales, y a él le costaba un esfuerzo enorme poder controlarse.
No podía volver a hundirse en su sintonización anterior, la suya propia.
Qué milagrosamente bella era la vestidura que llevaba.
No había más que luz y vio que iba cambiando constantemente.
A veces era malva, luego rosa claro.
El ser era inmaculado y le resplandecían los ojitos como esmeraldas en un suave brillo cautivador.
Este ser era sagrado y luego sería su hermana.
Se mantendrían conectados a lo largo de siglos cuando él hubiera alcanzado la sintonización de ella.
Ahora tenía un año según el tiempo terrenal, aun así era más grande que un niño de esa edad que viviera en la tierra.
En las esferas el desarrollo era más rápido, no se detenía en nada.
Aquí no se tenían que enfrentar a enfermedades; aquí todo era solo felicidad; en nada sentían obstáculo alguno.
Aquí todo era diferente.
Su vida era espiritual y la niña crecía en tranquilidad celestial.
En pensamientos volvía de ella hasta su madre, que vivía en la tierra y que siempre estaba pensando en ella.
¡Oh, qué felicidad!
Vio que de la madre salía una luz hacia ella y entendió que era la fuerza de sus pensamientos para su hija.
André la veía muy claramente.
Estos pensamientos en luz la envolvían en rayos pero chocaban contra el ser, pues de esta manera no podía alcanzar a su hija.
¿Cuánto no había tenido que descender él para encontrarse a sí mismo y desconectarse?
Ella también tenía que hacerlo si quería que se percibiera su amor en las esferas.
Aun así era feliz de poder ver esto.
Era la conexión con todo, era su amor por su Gommel.
Qué lejos estaba la tierra de él; aun así sus pensamientos sí que alcanzaban la esfera de los niños.
Sus sentimientos estaban sintonizados nítidamente; no obstante, sus pensamientos no alcanzarían a su hija misma.
No se le perturbaba al ser en nada.
Pero había un lazo, un solo sentir, un solo comprender.
Y todo esto era amor.
Fue uno con su hija durante largo tiempo; pronto vendrían por ella de nuevo.
¿Por cuánto tiempo sería entonces este adiós?
Ella también lo sentía y se acurrucaba todavía más contra él.
André sentía que sus fuerzas fueron disminuyendo.
Allí veía que venía a su encuentro el espíritu Lydia, como un sol.
Miró a su hija una vez más.
Descendió profundamente en el ser.
Gommel lo miró, luego cerró sus ojitos de ángel y estaba inmersa en profundo sosiego.
Demasiado profundo para él; allí le era imposible sondarla.
Su hija vivía muy por encima de él en fuerza espiritual.
Sentía todavía más claramente la gran gracia de este acontecer.
El ángel la tomó de sus brazos y se fue.
En ese mismo lugar le agradeció a Dios todo lo que se le había dado.
Esta silenciosa, gran felicidad sagrada.
Como último adiós le había besado las manitas a Gommel; el gran acontecer había pasado.
Alcar le hizo sentir que seguirían.
André se despidió de la esfera en la que vivía su hija.
Siguieron planeando tomados de la mano, hacia otra sintonización, más elevada todavía.
Le esperaban todavía muchas cosas.