El contacto

La madre de André ya se había ido a la ciudad temprano y eran alrededor de las diez cuando la admitieron como segunda visitante del señor.
—Entre, señora, tome asiento.
Viene de D., ¿no es así?
La señora Hendriks asintió con la cabeza.
—Ya sabía que iba a venir, pero cómo y de dónde lo sé, le será contado más adelante.
La quiero convencer de algunas cosas sin pretender averiguar nada de usted.
Así que solo contésteme con sí o no según lo acertado o no de lo que vaya a decir, y también a las preguntas que le haré.
¿Entiende lo que quiero decir?
—Sí, señor.
—Entonces escúcheme.
Viene a verme por su hijo, ¿no es así?
—Sí.
—Trajo un retrato suyo.
La señora Hendriks no entendía cómo podía saberlo ese hombre, pero lo sacó de su bolso y se lo dio.
Después de que el señor Waldorf hubiera tenido el retrato de André en las manos durante unos minutos, le pregunto:

—¿No piensa que su hijo se está portando raro? (—preguntó.)
La señora Hendriks empezó a llorar.
—Vamos, tiene que controlarse, no es para tanto.
Vamos, tranquilícese, porque todo volverá a ser como antes; puede confiar en mí (—le dijo).
La madre no pudo contenerse más y las lágrimas le brotaron en abundancia.
—Vamos, madre, no es para tanto, sea fuerte.
Le voy a contar algo bonito.
Su muchacho tiene un don preciado, que le obsequió Dios.
Está perfectamente, lo que le pasa es otra cosa.
Dígale que venga a verme un día.
Le aseguro que haré que se recupere pronto; pero entonces quiero hablar con él cuanto antes.
Tal vez le parezca extraño que esté enterado de su condición, aunque nunca la haya visto a usted ni a su hijo.
—Sí, señor, no entiendo nada.
—Luego su propio hijo le explicará todo.
Le repito, mándemelo lo más pronto posible, y sea feliz porque a él, como a mí, le esté concedido hacer este trabajo.
Agradezca que Dios le haya dado la fuerza para que pueda servir como instrumento.
Igual que yo, será un instrumento para convencer a las personas de la vida después de la muerte material.
Está ahora bajo influencia espiritual, lo que usted todavía no entiende.
Pero esto ya tampoco durará mucho: su propio hijo le revelará el hermoso significado de todo esto.
Me alegra haberla conocido; esto también lo entenderá mejor más adelante.
Todo no es más que Dirección.
Le repito: sea feliz por el hijo que tiene.
Ahora vaya a casa y mándemelo cuanto antes.
La señora Hendriks estaba impresionada por todo lo que había escuchado.
Le preguntó lo que le debía, pero el señor Waldorf no quiso saber nada.
—Nada, señora, lo ayudaré con gusto.
Toda esa pesadumbre, todo ese silencio pronto se le quitará y luego podrán volver a ser felices.
Ahora deshágase de toda esa tristeza y dígale a su marido que él también debe agradecer a Dios que su muchacho haya recibido ese glorioso y precioso don.
La señora Hendriks se fue.
No sabía qué decir; no entendía nada.
Todo le parecía tan extraño, pero había algo que había hecho desaparecer toda la pena con la que había llegado aquí hace un rato.
Oh, ¡si fuera verdad!
No deseaba que su hijo recibiera algo como el señor Waldorf, ¡si tan solo su muchacho se recuperara!
Eso era lo más importante.
Iba a ser un día soleado para la familia Hendriks, pero eso se sabría solo después.
Su mujer informó de inmediato al padre Hendriks de todo, y en la mesa quería poner al día a André también.
Primero a Hendriks le había dado risa.

—¡Imagínate esa clase de disparates!
¡André también tendría que hacer algo así!

Luego, sin embargo, sí que le pareció muy extraño.
—Bueno, Marie, ya veremos, ¿te parece?
Y además, ¿qué hago entonces con el negocio?
¿Acaso tiene que llegar a otras manos cuando ya no pueda yo encargarme, después de todos esos cientos de años que mi abuelo y mi padre trabajaron en él?
No, Marie, no puede ser, y no pasará.
¡Qué diría mi padre de seguir vivo! (—exclamó.)
Hendriks no podría soportar la idea, ni quería hacerlo.
Si se mejoraba André primero, luego ya vería.
—No, Marie, me parece muy lindo, pero el negocio me vale más que todas esas otras cosas.
Hay que ver primero qué pasa, porque creo que ese hombre te embrujó a ti también.
—Vaya, vaya, las cosas que dices, Willem.
Yo no dejo que me embrujen y el señor Waldorf es un hombre decente.
—Ya veo, es un hombre decente; creo que ya lo idolatras y ahora sí que me dio risa (—replicó).
Hendriks no paraba de refunfuñar.
André no se encontraba bien y ahora su mujer iba por el mismo camino, porque le llegaba con unas historias que para él no tenían pies ni cabeza.
Por más lindo que fuera, a él no le daba sosiego.
—Mira lo que haces, Marie, me parece ridículo.
—En todo caso, Willem, piensa lo que quieras, pero André va a ir a verlo, porque ese señor me dijo que pronto mejoraría y creo que no tenemos por qué no intentarlo.
—Pues sí, para ti es fácil decirlo; siempre que él mismo quiera.
Si ese hombre lo puede curar, me parece bien; aunque no crea en todo lo demás.
Ya veremos lo que pasa.
La señora Hendriks no sabía de qué manera contarle a André y hacerlo en la mesa no era opción.
Tal vez él ni siquiera lo creía; la ponía nerviosa.
Aun así había que hacerlo.
Lo haría al rato, cuando estuviera a solas con él; si no, su marido tal vez se reiría, echándolo todo a perder.
André se sentó en la mesa y no pronunció palabra.
Sin embargo, se veía un poco mejor; no estaba tan cansado y anoche había dormido un poco mejor.
Al terminar la cena, su padre se fue y su madre tuvo oportunidad de hablar con él.
—André, escucha, tengo que contarte algo; fui a la ciudad por ti, a ver a un tal señor Waldorf.
Este señor es un médico de almas —mintió— y ayuda con gran éxito a mucha gente.
Entenderás, André, que nos preocupamos por ti.
¿No te gustaría ir a verlo?
Hablé con él y pidió que fueras lo antes posible.
Estoy convencida de que ese hombre podría ayudarte y es una persona amable y buena; ya lo verás por ti mismo.
Lo hice por ti, hijo.

—Está bien, mamá, iré a verlo.
‘Que bien estuvo eso’, pensó su madre, ‘fue fácil’; no había esperado que fuera tan rápido.
—¿Tengo que ir a verlo mañana, mamá?
—Sí, André, si quieres ve mañana.
La señora Hendriks se alegraba de que hubiera sido tan fácil.
Se había convertido en el chico más extraño!
André estaba absorto en cavilaciones y había contestado las preguntas de su madre sin pensarlo.
Ni siquiera sabía bien a bien sobre qué le había hablado.
—¿Cómo dice, mamá, dónde tengo que ir?
¿Dónde vive ese hombre?
¿Tiene su dirección?
—Espera, André, voy por su tarjeta, porque la tengo en mi bolso; aquí está.

Y se la entregó.
André leyó: G. H. Waldorf, psicometrista, clarividente y médium sanador. Calle Van Heelstraat 24 en G.
—¿Qué significan estas palabra, mamá, este es el psiquiatra?
Una sensación interior le dijo que no, pero no insistió y para evitarle a su madre una decepción, ya no tocó más el tema.
Esa noche se le reveló mucho de lo que le pasaba y de por qué toda esa tristeza lo había invadido.
En cuanto llegó a su habitación, percibió algo extraño a su alrededor.
Parecía que algo crujía suavemente, como si el viento soplara moviendo las hojas caídas en el bosque.
Nunca antes había sentido nada parecido y le pareció muy extraño.
El viento también lo había atemorizado; sentía que esa corriente fría no venía de fuera, porque todas las ventanas estaban bien cerradas.
Apenas había pasado esto cuando la tabla en la que estaba tallando a San Antonio se movió.
Y ahora también escuchó claramente unos golpes y volvió a sentir ese viento frío.
Otra vez se movió la tabla e incluso iba de un lado a otro.
Después otra vez oyó los golpes y entonces una sensación de miedo lo acaparó.
Tenía la cabeza febril y el corazón le latía con vehemencia.
Sin embargo, intentaba pensar.
Nunca antes le había pasado algo así; esto era lo mismo que si hubiera fantasmas.
Pero no, eso no existía ni creía en esas cosas; por eso se sacudió ese pensamiento.
Allí lo vio de nuevo.
Ya era la tercera vez.
Hubiera querido quitar la tabla de San Antonio de su lugar, pero no se atrevía.
Había algo que lo mantenía firme en el lugar en el que estaba.
De nuevo escuchó los golpes, que ahora incluso se iban haciendo más regulares.
Eran tres golpecitos suaves que oía caer en la mesa.
Cada vez se sentía más aterrado, esto era horrible.
Era como si el miedo lo ahorcara, cerrándole la garganta.
De repente oyó que alguien dijo:

—André, tranquilízate y reza.

No sabía cómo explicarlo ni por qué lo hizo, pero se arrodilló y empezó a rezar.
En su angustia le rezó con fervor a Dios desde su corazón, desde lo más profundo de su corazón, para que le quitara todo lo misterioso que lo rodeaba.
De nuevo se sobresaltó.
¿Había oído bien?
¿Acaso no había oído que a su lado alguien más rezaba?
La voz que oía era suave y tierna.
Pronunció las siguientes palabras:

—Padre, ayúdame a convencerlo.
Ayúdame, Padre, para que también se le pueda quitar toda la tristeza.
Eso lo conmovió profundamente, porque ahora estaba seguro de que ya no estaba solo en su propia habitación.
—Ay, Dios, en el nombre del cielo, hay fantasmas aquí.
¿Qué es lo que he hecho?
Últimamente lo mío ya no es vida.
Ay, Dios, protégeme del mal.
Ayúdame, no he hecho nada malo (—imploró).
Lloraba mientras le rogaba a Dios por protección.
Su cuerpo entero se sacudía por todas estas emociones.
—¿Ya no se escuchan acaso las plegarias de un hijo (Tuyo)?
Si no soy malo; no he hecho nada malo ni soy consciente del mal.
Padre, ¡ayúdame, ayúdame!
Y después de rezar y haberse tranquilizado un poco, volvió a oír cómo esa dulce voz decía:

—André, no te preocupes, tranquilízate; mantén la calma, hijo mío.
Venimos a ayudarte y te traemos el bien.
Ahora le ganó la sensación de despertar de un sueño, por lo suave que sonaba la voz.
Pero ¿qué quería decir con esto?
Le seguía siendo un misterio.
Sin embargo, sintió que se había tranquilizado un poco y pensó: ‘Parecía que unas manos se me hubieran posado en la cabeza’.
De nuevo oyó claramente que una voz dijo:

—Mantén la calma.
André, no vayas a echar a perder ahora el contacto que nos ha costado meses y meses de trabajo y que ahora vemos casi cumplido.
Sé feliz, porque no venimos desde el mal, sino desde el bien y te traemos la gloriosa verdad: la realidad de la vida después de la muerte.
Vinimos a decirte que no hay muerte, sino que los supuestos muertos viven.
Siguen viviendo en la eternidad, del otro lado de la tumba.
Nuevamente, quédate donde estás y no interfieras en nosotros con tu inquietud.
No venimos con malas intenciones, sino que queremos llevar a las personas al camino correcto, usándote a ti como instrumento.
Contigo como médium, queremos quitarles a las personas su ignorancia y darles a cambio nuestro saber.
La gran verdad que enseña que nosotros, que partimos de la tierra antes que ustedes, que hemos muerto como lo llaman ustedes, seguimos vivos, aunque en una vida llena de felicidad, amor y luz.
Una vida de pureza, que en algún momento será perfecta, con la que Dios nos obsequió.
Y te pedimos que nos ayudes para convencer a nuestros hermanos y hermanas de esa verdad.
Les queremos probar que no hay muerte, sino que seguimos perviviendo en una vida espiritual (—explicó la voz).
Estas palabra conmovieron mucho a André; no se pudo controlar y lloró de emoción y felicidad.
Aun así todavía no podía entregarse por completo, pues bien podía ser el diablo el que le estaba hablando.
También llegaba a las personas con palabras bonitas y con las promesas más magníficas y lo hacía tan solo para destruirlas.
Primero suscitaba su vanidad, con tal de tirarlos luego al suelo, una vez que los tuviera por completo en su poder.
Entonces quedaban irremediablemente perdidos.
—No somos diablos —escuchó André que decían—, porque venimos para el bien (—oyó).
Estas palabras lo sobresaltaron mucho, pues allí se estaban pronunciando sus propios pensamientos.
Eso lo superaba.
Ya ni siquiera sus propios pensamientos estaban a salvo.
Eran las fuerzas de Satanás; no había otra explicación.
De nuevo habló la dulce voz:

—Hijo mío, no somos diablos (—se repitió).
“Hijo mío”, ¿acaso estaban diciendo “hijo mío”?
¿Lo había oído bien?
¿Quién, además de su padre y madre, lo llamaría “hijo”?
¿Qué significaba todo esto?

—No temas, hijo mío.
¿Por qué no me quieres creer?
¿Acaso mi voz es tan poco armoniosa, suena tan diabólica?
¿No somos todos hijos de Dios?
¿Piensas que Dios no llama así a todos sus hijos?
De nuevo te digo: no temas, venimos con buenas intenciones y quiero convertir toda la tristeza de estos últimos tiempos en felicidad.
Guiaré todos tus caminos, convertiré toda tu inquietud en dulce deseo.
Escúchame, y luego te pregunto: ¿soy diabólico?
Te decía que queremos anunciarles a las personas esta feliz noticia, porque aquellos que vienen del bien ofrecen amor, felicidad y confianza.
Ahora tranquilízate; me haré visible y quiero intentar manifestarme a ti.
Pero quédate donde estás, mírame y recíbeme en tu corazón.
De la esquina de la habitación, donde había escuchado el sonido del viento, André vio ahora aparecer una gran nube blanca.
En medio de la nube ya se hacía más y más claro y en esa luz se empezó a formar una figura, haciéndose cada vez más grande.
Ya era completamente visible y ahora vio con claridad frente a él la figura de un espíritu, rodeada de toda la hermosa luz que irradiaba de ella misma.
Esta gloriosa visión conmovió mucho a André y lo tranquilizó, porque todo el temor, toda la tristeza de repente se le habían quitado.
Bien quisiera hablar, pero no se atrevía.
La aparición estaba ahora en una gran luz blanca y la nube en la que había aparecido había desaparecido por completo.
—Mira, hijo mío —escuchó que se decía—, ¿tengo aspecto de diablo? (—preguntó.)
Las lágrimas de felicidad que corrían por las mejillas de André bien le demostraban al espíritu que el temor de haber sido tomado por sorpresa por fuerzas diabólicas había ahora desaparecido por completo.
Ahora oyó que decía:

—Hijo mío, ¿ahora sí quisieras ser mi hijo?
André asintió con la cabeza de una manera que dejaba claro que se entregaba por completo a él.
—Registra bien en tu interior mi apariencia, mi persona, pues por un tiempo no me podrás ya ver de esta manera.
Registra bien todo en tu interior, para que no confundas a otro conmigo cuando no esté visible.
Como te decía, serás mi instrumento, y yo tu líder espiritual, y juntos anunciaremos la gran nueva de que la muerte no existe, sino que los muertos están vivos.
No será lo único, pues te ayudaré en todo.
Y no solo quiero ser tu líder espiritual, sino también tu hermano, apoyándote en todo.
Ya hemos llegado al punto en que te has hecho clariaudiente y clarividente y después se te dará la aclaración de lo que ha sucedido aquí esta noche.
Solo esto, y luego me iré: ve mañana a la dirección que te dieron.
A ese señor se le ha avisado de que irás, puesto que él también está bajo nuestra protección y tú harás el mismo trabajo que él viene haciendo desde hace bastante tiempo.
Ahora duérmete, hijo mío, ya nada perturbará tu descanso.
Nunca en su vida André había visto un ser humano tan bello como el que tenía frente a él y lo reconocería entre miles.
Ahora se hizo oscuro a su alrededor y la figura había desaparecido.
Aun así, escuchó de nuevo que la dulce voz decía:

—Te diré ahora mi nombre; escucha bien el timbre de mi voz, para que la distingas entre otras voces, en caso de que alguien quisiera pretender ser yo.
Esas cosas también pasan.
Pero entonces podrás oír de inmediato que no soy yo el que te habla.
Mi nombre es Alcar, Alcar.
Recuérdalo bien.
Y ahora ves: cuando un hijo le reza a Dios, cuando se arrodilla en humildad, Dios escuchará esa oración.
Rezaste desde lo más profundo de tu alma; así hazlo siempre, hazlo cada vez.
Eso era lo que me faltaba decirte.
Buenas noches, hijo mío.
Dios te bendiga.
Tu Alcar.
La voz había dejado de hablar.
Ahora le dio pena que hubiera acabado.
¡Oh, qué sonido!
Ahora ya no tenía miedo; dentro de él, todo era tranquilidad.
¿Bajaría todavía para contarles a sus padres qué habían sido todos sus problemas y qué significaban?
No, era demasiado tarde, porque ya era más de la una.
Se acomodó y hundió la cabeza en las almohadas, llena de pensamientos gloriosos dedicados a este hombre, que no era un diablo como había pensado en un principio.
Era un hombre bello, que le había hablado en cuanto enviado de Dios.
Le habría gustado seguir hablando toda la noche con esta magnífica aparición.
Se sentía lleno de una gran felicidad.
Le pareció glorioso.
Ese hermoso hombre era su amigo, lo había dicho él mismo, era su hermano.
Y luego ese otro señor, que ya sabía del asunto.
Él también estaba bajo su dirección.
Cansado por todas las emociones, pronto se quedó profundamente dormido y amaneció al otro día lleno de felicidad, dedicándole sus primeros pensamientos a su nuevo amigo, su líder espiritual con el bello rostro y la hermosa luz.
Claramente volvió a ver toda la aparición ante sus ojos espirituales.
¡Y qué bello era su nombre!
Ahora André se podía reír de nuevo; se atrevía otra vez a vivir.
Toda la tristeza lo había dejado.
Qué dura había sido la vida últimamente.
Ahora le parecía casi incomprensible haberlo aguantado.
Qué felices se pondrían sus padres cuando les contara todo.
También para ellos había sido insoportable.
Pero ¿de qué manera lo habría acaparado esa tristeza, cómo habría sucedido?
Todo esto seguía siendo incomprensible para él.
Aun así, le gustaría saberlo.
Rápido saltó de la cama y se vistió.
Su madre ya estaba abajo.
—Buenos días, mamá.
—Hola, hijo.
André todavía no quería decirle nada, porque ahora no le alcanzaba el tiempo para contárselo todo.
Tenía curiosidad por saber lo que ese señor le fuera a decir.
Así que no hubo muchas palabras entre los dos.
Su madre, que lo observaba, pensó que se veía un poco mejor.
No le pasó desapercibido que se rió.
Hacía mucho tiempo que no veía algo así en él.
Su muchacho se estaba riendo.
‘Oh’, pensó, ‘tal vez ahora se avisten otros tiempos’.
¡Cuánto significó para ella esa risa!
Le anunciaba que las cosas iban a cambiar.
André se despidió y se apresuró al tren.
La señora Hendriks sintió algo que no había sentido en mucho tiempo.
Tal vez volvería la armonía a la casa.

—Oh, ¡si tan solo fuera cierto!

Esas palabras se las dijo a sí misma.
Sin embargo, las escuchó Hendriks, que había bajado.
—¿Qué cosa, Marie, si tan solo fuera cierto?
—Ay, papá, quiero decir lo de André; lo vi diferente esta mañana; noté que volvió a reír.
—¿De verdad?
Esa es una buena señal.
—Me da la sensación, papá, de que los tiempos van a volver a cambiar; que toda esa miseria ya habrá pasado.
—Ojalá, Marie; ojalá tengas razón.
André tocó el timbre del señor Waldorf y pronto lo dejaron entrar.
Estaba ansioso por ver al hombre que ya sabía de él, pero se controló, porque quería dar una impresión de tranquilidad.
Se abrió la puerta y el señor Waldorf entró a la habitación.
—El señor Hendriks, ¿no es así?
—¿Cómo sabe que soy yo?
André se había propuesto enterarse de todo.

—Ya se lo diré; siéntese.
Hace algún tiempo, en una visión me mostraron la casa de sus padres, a su padre y madre y también a usted mismo.
Y en el momento de ver eso, aún no sabía lo que significaba.
Pero en la noche, cuando estábamos en una sesión de espiritismo, me dijo mi líder espiritual, es decir, mi control, que tenía que ayudarlo.
Me dijo que usted estaba muy triste y que desde hacía tiempo estaban incidiendo en usted.
Sus padres ya no sabían qué hacer por usted y usted mismo no sabía qué era lo que lo oprimía e incomodaba tanto.
Pero lo pusieron bajo influencia y tenía que pasar por algunas cosas.
Era la incidencia desde el “otro lado”.
También me dijeron que pronto recibiría mensajes usted mismo.
André empezó a reír.

—Me parece maravilloso, señor Waldorf, que sus mensajes sean tan eficaces y que lo haya visto de manera tan clara, porque anoche todo se me reveló; y le digo sinceramente que me siento en las nubes.

Contó todo lo que había vivido.
—Oh, es hermoso, hermoso; me parece maravilloso.
¡Qué progreso!
No había pensado que vendría tan pronto.
Debe estar feliz, señor Hendriks, por este bello don.
Ya vio a su líder espiritual.
Ocurrió al estar en estado de clarividencia; supongo que ya lo sabe.
André asintió.
—Se dio muy rápido y lo más bello de todo es sin duda que se pasaron mensajes desde dos lados al mismo tiempo.
Conmigo y con usted.
Podemos aceptar tranquilamente las pruebas que hemos recibido, porque esto ya no es una coincidencia.
Sabe lo que le dije a su madre.
Todo esto está sucediendo para convencerlo, porque a nosotros, las personas que seguimos en la tierra, se nos hace muy difícil aceptar esto tan grande, tan increíble, si no se nos dan hechos y evidencias que nos conecten directamente con la vida después de la muerte.
Puede creerme sin dudarlo si le digo que no hay muchas personas que reciben ese tipo de evidencias.
Pero en este caso era necesario, visto que sus padres habrían pensado que todo esto era obra del diablo.
Usted es una buena fuerza y lo desarrollarán desde el “otro lado”.
También me dijeron que tiene un líder espiritual.
Esto lo pudo ver y escuchar anoche.
Qué cosa tan gloriosa.
Esté agradecido, porque créame, se le ha obsequiado con un don divino.
Yo mismo y también mi mujer, a quien verá pronto, estamos felices de estar bajo esta dirección.
Ya volverá a escuchar a su líder espiritual tarde o temprano, pero si puedo darle un consejo, espere con paciencia.
Me parece glorioso que todo se esté cumpliendo de manera tan bella, y el trabajo que hará es el mismo que el mío; y tal vez reciba muchas cosas más.
No lo sé aún, pero me da la sensación de que llegará lejos, si hace lo que digan sus líderes espirituales.
No haga nada por su cuenta; espere.
Supongo que ahora está feliz, ¿no es así?
—Vaya que sí, me dan ganas de dar gritos de júbilo y no me gustaría tener que pasar de esto, no ahora ni nunca.
Aunque ciertamente he pasado tiempos terribles, señor.
—Ya lo creo, y si algún día me necesitara, puede contar conmigo.
Y ahora acompáñeme a ver a mi mujer, porque también a ella tendrá que conocerla.
Ya no tengo mucho tiempo, porque estoy escuchando que han llegado pacientes.
Venga, acompáñeme.
Mire, allí está.
Aquí está André Hendriks, Anna.
Mi mujer ya sabe muchas cosas y al rato la pondré al tanto de todo lo demás.
Conózcanse, y yo iré a ayudar a mis pacientes.
Y escríbame si me necesita.
Se dieron la mano cordialmente y el señor Waldorf se fue.
—¿No le parece glorioso, señor, que posea algo tan bello?
Oh, amo tanto a las personas que poseen este don y que lo usan bien.
Aquí está el pequeño Tom, nuestro muchacho.
Espero que Dios también le dará ese don a él, porque no existe un trabajo más bello ni mejor que pueda hacer.
Y creo que pasará, porque él ya ve a niñitos a su alrededor y pasa a menudo que habla con ellos.
Muchas veces dice: “Allí, papá, niños.”
Y entonces mi marido ve a niños del reino de los espíritus que juegan con él y están a su alrededor.
Sí, señor, es algo bello.
De los cuatro vientos vienen personas a ver a mi marido; es que lo ve todo tan gloriosamente.
Siempre da bonitas evidencias.
Pero no es fácil, señor, luego lo experimentará.
La gente es muy ingrata y siempre quiere más.
Lo vivirá usted mismo, pero sea fuerte y sobrepóngase a eso; es lo mejor que le puedo aconsejar.
Mi marido está bajo una alta influencia y si usted también está protegido así, debe estar muy agradecido.
Pero ahora se tiene que ir, porque ya es hora.
Son casi las doce y mi marido dijo que su tren saldría a las doce y media.
¡Cómo había pasado el tiempo!
André estaba feliz.
También estas personas estaban felices con él.
—Señora, ¿cuánto les debo?
—Nada, señor, nada.
Gerard no quiere eso.
Nos ayudaron exactamente igual y a mi marido le alegra poder servirle.
—No señora, no puede ser, no puedo aceptarlo.
Y es que no hay manera de que enmiende lo que su marido ha hecho por mí y por mis padres.
—Ni hace falta, porque en todo hay Dirección; para nosotros la coincidencia no existe.
La Alta Dirección que también a nosotros nos trajo el espiritismo lo dirige todo.
Esta es una gran fe y nos da una nueva confianza y una nueva felicidad.
Váyase tranquilo, señor, nuestra casa es su casa; es ayuda mutua (—le dijo).
La señora Waldorf no quiso aceptar nada, rechazando tajantemente todo.
—Si podemos ayudarlo, lo hacemos con gusto; yo me resigno ante todo lo que se nos regala desde el otro lado, porque mi marido es el instrumento que recibe mensajes desde el mundo elevado; no puedo ni debo cambiar nada en ello.
Oh, es tan bello, señor.
Ya hemos recibido una cantidad tan grande de evidencias.
André se fue, dándole las gracias también a ella desde lo más profundo de su corazón.
Se apresuró al tren y en el camino ordenó una hermosa canasta de flores para ella.
Le confortó poder hacer por lo menos eso.
Ya no tener contacto con estas personas, a las que ayer todavía no conocía, le parecería terrible.
Qué bella se le hacía la vida ahora.
En el tren reflexionó acerca de todo lo ocurrido.
Oh, ¡ojalá sus padres quisieran creerlo!
Haría su mejor esfuerzo por contarles todo de la manera más fiel.
Y es que era la cosa más gloriosa y el señor Waldorf hacía un trabajo tan hermoso.
Ahora él podría empezar a hacer lo mismo y lo haría feliz.
Sería otra vida que la de muchos de sus amigos, quienes buscaban la felicidad en los bares y no pensaban en ningún Dios, aunque frecuentaran la iglesia, porque era una obligación, no porque sintieran la necesidad.
Así que esta nueva vida le traía el espiritualismo, del que ya había escuchado tantas veces.
La gente decía que era obra del diablo, pero eso se explicaba obviamente por su ignorancia y porque no lo entendían.
No podía ser cosa del mal; lo entendía ahora después de la conversación con la familia Waldorf.
Era sencillo, inmaculado, verdadero y sagrado.
Sentía júbilo por dentro y le hacía bien poder pensar ‘Lo muerto no está muerto; los muertos viven.
Qué cosa más hermosa; qué perspectiva tan gloriosa de que, después de haber sido enterrado, uno siga viviendo en toda la eternidad’.
Así filosofaba durante el rato que pasó en el tren.
Por fin llegó a casa.
Les contó a su padre y madre lo que había vivido con el señor Waldorf.
No sabían qué pensar.
No obstante se alegraban de que su hijo se hubiera recuperado.
André habló con convicción:

—Sí, mamá, este es el espiritualismo; se le injuria llamándolo obra del diablo y ya ve lo mucho que nos ha ayudado.
Sus padres no ahondaron en lo que dijo, pero sí se alegraban de que estuviera feliz de nuevo.
Ahora de nuevo había armonía en la casa y André volvió a ser su chico cariñoso, que compartía sus penas y alegrías con ellos.
También les contó lo que había ocurrido la noche anterior en su habitación.
Tampoco entendieron mucho de eso, aunque no podían decir que lo había enfermado más; más bien al contrario: lo había curado.
Así que esperaban lo mejor y tenían que confiar en que iba por buen camino.
Les aseguró que todo era Dirección desde el más allá.
El espíritu que lo había visitado y que había hablado con él lo había liberado de malas influencias.
André ya podía cantar y silbar de nuevo, su voz resonaba alegre por la casa.
También podía trabajar de nuevo, con más gusto incluso que antes.
Así pasó algún tiempo sin que ocurriera nada particular.
Pero pronto se daría cuenta de que no se le dejaba solo.
Los últimos días, su madre había tenido unas severas jaquecas como consecuencia de los problemas que habían pasado, y a André se le ocurrió ayudarla.
Como en un fogonazo le vino la idea: ‘Ayúdala, ponle las manos en la cabeza y la curarás gracias a tu fuerza magnética’.
Lo hizo y poco a poco el dolor se fue apaciguando.
Su madre lo miró y rió.
Fue a ver a su marido, sacudiendo la cabeza, para contarle.
—¿Qué te parece, papá?
André hizo que desapareciera mi dolor de cabeza (—dijo).
Hendriks también se rió.
—Ríete si quieres; desapareció.
En verdad, ha desaparecido.

—No sé qué decirte, Marie; todo esto nos es tan nuevo, tan incomprensible.
André estaba feliz por su primera sanación.
De inmediato pensó en su líder espiritual, porque seguramente Alcar lo había ayudado.
Le pareció glorioso que fuera precisamente su madre la primera persona a la que hubiera podido ayudar.
Últimamente había reinado el silencio en su habitación; por las noches ya no había ocurrido nada allí, de modo que podía dormir a gusto, como antes.
Tampoco había escuchado ya ese golpeteo.
Sin embargo, anhelaba ver a su líder espiritual.
¿Dónde estaría?
Pensaba sin cesar en él, colmado de todo lo que tenía que ver con lo invisible.
¿Dónde estaba Alcar?
Una mañana estaba en el taller, otra vez deseando mucho verlo, cuando de repente escuchó un golpe tan fuerte que hizo a su padre alzar la mirada.
André estaba convencido de que era una respuesta a sus pensamientos no pronunciados; que quería decir: “Aquí estoy”.
Le causó frío, pero no quería decirle nada a su padre.
Y es que pasaba con tanta frecuencia que algo crujiera en el taller.
Así pasaron semanas sin que pasara nada más que fuera particular, de manera que su deseo de ver a Alcar iba en aumento.