La sanación y la utilidad de las fuerzas buenas

Poco después de la partida de su tía, llamaron a André para que fuera a ver a un niño.
Los padres estaban preocupados y pedían su ayuda.
Los médicos que lo habían tratado no habían logrado curarlo.
La fiebre que tenía al niño de catorce años en cama desde hacía un largo tiempo no quería ceder y no eran capaces de dar con la causa.
Cuando pidieron la ayuda de André, estaba en casa de unos amigos que vivían a aproximadamente siete kilómetros de distancia de la casa del enfermo.
Un tío del muchacho lo había buscado esa noche y lo había encontrado allí.
Había llevado una foto con la que André debía establecer el diagnóstico.
Mantuvo el retrato entre las manos durante unos minutos; luego le dijo al visitante:

—Escuche, entiéndame bien.
En estos momentos el niño tiene fiebre de 39,4 ºC, que se midió hace cinco minutos.
Preste atención a la hora; lo único que me interesa es ofrecerle evidencias de que veo claramente que esto ha pasado.
¿Tendría la bondad de averiguar por teléfono si es correcto?
El tío llamó y lo que había dicho André resultó cierto; unos pocos minutos antes, la temperatura había sido en efecto de 39,4 °C.
Entonces fueron juntos a la casa del niño enfermo.
Allí se produjo una situación nerviosa.
Algunas personas lo tomaron por un médico y cuando se enteraron de que no era sí, varias se alejaron de él.
La madre del chico le ofreció una silla, pero vio sentada allí a una mujer mayor, como espíritu.
Pronto había establecido contacto con este espíritu y ella le contó que era la abuela del chico enfermo.
Este espíritu, que se le manifestaba claramente, también le dijo en qué lugar estaba el enfermo y a dónde tenía que ir para encontrarlo.

—Vine aquí —dijo ella—, para ayudarlos a ellos; las cosas no van bien así, señor.

Esto le había llegado como un fogonazo, de modo que pudo contestar de inmediato cuando la madre le ofreció la silla:

—Ay, gracias señora, ya me quedaré de pie.

Así rechazó el ofrecimiento.
No quería sentarse en un lugar donde había ya alguien más, aunque no fuera visible para los otros.
La situación tensa duró cierto tiempo y le nació la sensación de que había personas que hubieran preferido que se fuera.
Sentía que no le tenían confianza.
Sin embargo, quiso poner fin a esto y preguntó:

—Señora, ¿qué es lo que quieren que haga aquí, por qué me mandaron traer?
Que su cuñado cuente lo que pude constatar desde la distancia.

Así que este contó lo que André había visto y a algunos les impresionó por un momento, pero sintió que los demás no querían tener trato con un charlatán así.
¿Qué sería lo que tendría que decir el médico al respecto?
Esos fueron los pensamientos que captó.
Sin embargo, de repente le dijo la madre:

—Señor, por favor acompáñeme.
André la detuvo y le dijo que sabía cómo tenía que llegar a la habitación del enfermo desde donde estaba.
—¿Conoce mi casa? —preguntó—.
¿Ha estado aquí antes?
¿O se lo contó mi cuñado?
—Su cuñado no me contó nada, señora; nunca he estado aquí ni quiero saber nada.
Solo dígame si esta descripción es correcta.
—Sí —contestó.
Entonces le dijo a ella que se lo había contado su madre, pero esta información también careció de valor para ella.
Ella sonrió e hizo caso omiso.
No sabía nada de que hubiera una vida después de la muerte.
André precedió a los presentes hacia la habitación del niño enfermo.
—Mire, señora, su chico tiene 39,4 °C de fiebre.
Lo ayudaré y si luego le toma la temperatura, habrá bajado hasta 37,6 °C.
Se lo digo de antemano para convencerla; también a mí se me comunica de antemano.
Se acercó al niño y le puso las manos en la cabeza.
Luego rezó fervorosamente a Dios para pedir fuerza para Alcar, y así poder ayudar al chico.
El tratamiento duró alrededor de diez minutos.
Luego volvieron a la habitación delantera.
André habló un momento más con la madre y le pidió que tomara la temperatura.
Todos tenían curiosidad de saber si la predicción se cumpliría.
El termómetro marcaba 37,6 °C.
—Otra prueba maravillosa para usted, señora, de que aquí no se dice cualquier cosa.
Todo lo que le he contado primero se me dio.
De lo contrario no podría saberlo.
A mí lado está un médico espiritual, que usted no puede ver, pero que yo oigo y veo.
Esta persona, que solía vivir en la tierra y ahora está en el más allá, asumió la tarea de curar desde las esferas a los habitantes de la tierra y de convencerlos del gran valor de la riqueza espiritual que les regala el espiritualismo.
Soy su instrumento y gracias a mis dones lo oigo y lo veo.
El médico espiritual ve a través de todo, porque es espíritu.
Para el ser humano material es imposible.
De esta manera también ve lo que le pasa a su hijo.
Así pudo constatar de antemano que la fiebre bajaría hasta 37,6 °C.
Usted ha visto que es la verdad.
Se lo cuento para convencerla.
Como dice, nunca ha oído de estas cosas y no puede entregarse sin más.
Se preocupa y quiero quitarle esta preocupación con evidencias (—dijo).
Se despidió diciendo que volvería a la mañana siguiente.
En ese momento, la temperatura era de 38,4 °C.
Después del tratamiento subió de inmediato, y un cuarto de hora después, cuando la madre puso el termómetro, marcó 40,1 °C.
A ella y a los demás compañeros de casa les entró un pánico tremendo y ya no quisieron saber nada, ni de André ni de magnetizar.
Pero él no se quería rendir así como así.
Sentía que si no se esforzaba, si no lo intentaba todo, el niño lo padecería y eso no podía ni iba a pasar.
—Escuche, señora, les quiero decir algo a todos ustedes.
Ayer, al tratar al chico, la fiebre bajó de inmediato, lo vieron, y mientras lo ayudaba hoy, hubo un aumento.
Les diré lo que esto significa.
Saben que los médicos no pudieron quitar la fiebre.
Su hijo ya lleva tres semanas en la misma condición y nada, nada ha ayudado.
Pero ¿qué pasó ayer?
Inmediatamente después del tratamiento, la fiebre bajó, lo que logramos gracias a las magnetizaciones.
Los médicos han intentado todo lo que se puede según su ciencia; sin embargo, todos sus intentos, sus medicinas, no tuvieron resultado; la fiebre no bajó, mientras que sí fue el caso en los diez minutos que lo magneticé ayer.
Ahora se preocupa porque ha habido una subida.
Esto se debe a que no sabe, no entiende, lo que ha pasado.
Pero a mí me parece hermoso, porque ahora la temperatura ha diferido de su altura fija.
¿Cuál es la razón?
La irradiación magnética intensifica la enfermedad.
El aumento se origina porque el fuerte magnetismo afecta a los gérmenes patógenos.
Y automáticamente se da entonces un rozamiento en el proceso de la enfermedad.
Esto pasa en muchas personas; en otras no es así.
Tiene que ver con el estado nervioso del enfermo.
Ahora su hijo está tan débil que no lo soporta.
Pero dese por afortunada, porque mi fuerza es tal que la fiebre no puede resistirse a ella.
Sin embargo, si no confía en mí, aquí no puedo hacer nada.
Se fue, pero al cabo de dos días fueron a buscarlo de nuevo.
—¿Le importaría acompañarnos otra vez, señor? Hemos hablado con el médico de cabecera y ha oído de usted.
Al escuchar su nombre, dijo que tal vez podría ayudar a nuestro hijo.
“¿Se llama André?”, preguntó el médico, y cuando se enteró de que es su nombre, dijo: “He oído hablar de él en otras ocasiones; al parecer es muy bueno”.
Así que he venido a buscarlo de nuevo, señor.
Por favor, no nos tome a mal lo que pasó; sabemos tan poco de estas cosas.
Los acompañó de inmediato.
En el camino habló con la madre, y dijo entender que no tuvieran mucho conocimiento de este tipo de asuntos.
—El mundo es ignorante, señora, e incluso muchas personas con estudios siguen sin más en esta ignorancia.
Por eso no me parece nada extraño que usted sea tan incrédula, a pesar de que le haya dado pruebas de mis dones.
No soy ningún charlatán, pero hago curaciones en pequeño, como en algún momento lo hizo Cristo en grande.
Hace dos mil años se produjeron milagros, pero también se dan hoy en día.
Usted misma puede verlos y experimentarlos, si tan solo sabe dar con las personas correctas.
Estas pueden ayudarla por medio de sus oraciones y su fuerza magnética.
Yo no puedo hacer nada yo mismo, sino que hago mi trabajo con la ayuda de mi líder espiritual.
Este trabajo es un don de Dios, don que me es sagrado y del que no permito que se burle la gente que no sabe nada ni cree nada de él, porque ellos mismos no son clarividentes ni entienden nada de la fuerza que tenemos los médiums.
Este es un don sagrado, señora, y cuando queremos usarlo bien, recibimos mucha ayuda desde arriba.
El ser humano material, cuyo espíritu no está todavía sintonizado con lo elevado, cree solamente lo que puede percibir con sus sentidos materiales y por tanto no puede aceptar la existencia de las cosas espirituales.
Cuando André volvió donde el chico enfermo, este seguía con mucha fiebre, pero se alegró muchísimo de que hubiera vuelto.
Le había dicho a su madre:

—Mamá, ese hombre me puede curar.

Y después de que dijera eso, ella había empezado a llorar.
El chico miró a André cariñosamente.
Le estaba pidiendo con los ojos que lo curara.
Eso conmovió a André, porque ese chiquillo intuía lo bello de la fuerza que él le había ofrecido.
¿Acaso eso no era suficientemente elocuente?
Debía de ser todo para los padres.
Su hijo enfermo percibía por intuición que él podía ayudarlo.
La ignorancia de sus padres estaba obstruyendo la recuperación.
Amaban al niño y querían hacer lo que fuera por ayudarlo, pero su ignorancia les hacía una mala jugada.
André no era médico; no habían vivido nunca nada parecido e ignoraban que un magnetizador destacado no hará nada que no sepa justificar, porque está bajo dirección espiritual.
André lloró por dentro al ver al chico postrado como estaba y al ver la mirada del pobre niño que pedía compasión.
Le dolió.
Luego oyó que Alcar dijo:

—Así es el mundo, André.
Por tercera vez le puso las manos en la cabeza y después del tratamiento la temperatura era de 38,6 °C.
A la mañana siguiente le llegó un mensaje de Alcar, diciendo que la fiebre había vuelto a subir hasta alcanzar los 40,2 °C y que pronto vendrían a buscarlo, lo que les comentó enseguida a sus padres.

—Escuche, mamá.
Si viene alguien, dígale lo que le estoy comentando ahora, porque quiero ofrecerles cada vez más evidencias a las personas, porque resulta imposible convencerlas.
Quince minutos después tocó el timbre el tío que había ido a buscarlo la primera vez y le pidió que lo acompañara.
Entonces André le solicitó que fuera primero a ver a sus padres un momento, pues querían decirle algo.
Al hombre no le parecía mal.

—Pero —dijo—, ya no necesito más pruebas y me parece una pena que en casa de mi hermano a usted no lo entiendan.
Me es inexplicable que sigan tan reacios.
André lo llevó donde sus padres y lo que oyó de parte de ellos fue otra evidencia más, aunque ya estuviera convencido de sobra de los dones especiales de André.
Juntos se dirigieron a la casa del chico enfermo y al llegar André se acercó de inmediato a él.
Entre todas las conversaciones de las personas que tenía a su alrededor, oyó que Alcar dijo:

—André, volveré a examinar al chico y ahora quiero hacer algo.
Fíjate bien.
André tomó la mano derecha del muchacho en la suya y se sentó en el borde de la cama.
A su lado estaban los familiares, todos ellos con mucha expectativa.
Cuando tenía que fijar un diagnóstico así, normalmente entraba en trance, estado en que Alcar podía mirar dentro del cuerpo del enfermo y en que él mismo adoptaba todo lo que padecía el enfermo.
Eso era intuir la enfermedad.
Por lo general, este estado de trance duraba poco y nunca más de diez o doce minutos.
En ese estado no solo intuía la enfermedad del paciente, sino que también veía sus padecimientos.
Y cuando luego se había recuperado del estado de trance, Alcar le controlaba de qué manera había visto la enfermedad y oía hablar a Alcar; todo esto pasaba muy rápidamente.
Ahora, mientras sostenía la mano del niño, Alcar le contó que había una infección en el pulmón derecho, lo que él ya había intuido.
Alcar, su líder espiritual y control, le dio a entender que lo había sentido y visto bien.
—Es una infección, André, que no provoca tos ni flemas; no hay síntomas que permitan constatarla, y no es de extrañar que los médicos no la hayan podido ver, puesto que no tienen indicios para poder constatarla.
Hay que actuar pronto y ahora volvemos a entregarles al chico.
Pero antes de que nos retiremos, daré algo a sus padres.
Toma lápiz y papel, André.
André hizo lo que se le pidió.
Alcar tomó posesión de su brazo derecho y en algunos segundos se dibujó un pulmón con un punto negro en la esquina superior derecha, rodeado de círculos.
André sabía lo que tenía que decir, pues Alcar ya se lo había transmitido.
—Acompáñenme —dijo, y todos fueron a la otra habitación—.
Señores —prosiguió—, ya no puedo ayudar a su hijo y entrego mi tarea a su médico de cabecera.
No pierdan tiempo.
Hagan todo lo que puedan y encárguense de que se tome una radiografía del pulmón derecho, mañana antes del mediodía.
Háganme caso, pues de lo contrario las consecuencias serían incalculables.
Su hijo tiene una infección en el pulmón derecho, que los médicos no han podido detectar.
Actúen lo más rápido que puedan y entréguenles este dibujo (—concluyó).
¿Se tomaría en cuenta su consejo?
Si no lo hacían, había que temer lo peor.
Al otro día, a las cuatro de la tarde, le fueron a dar la gran noticia de que lo había visto bien, pues la infección estaba exactamente en el lugar que había indicado en el dibujo.
El examen de radiografía lo había demostrado.
Los médicos habían preguntado quién había hecho el dibujo y el médico de cabecera, que lo había llevado, contestó:

—Este dibujo lo hizo el hijo de un carpintero, que es clarividente y magnetizador.
Esto es sumamente curioso.
Aquí tenemos la prueba de que no se puede dudar de la existencia de este tipo de poderes.
A André le pareció glorioso escucharlo y fue a su habitación para darle gracias a Dios por la gran ayuda que Alcar había recibido.
Rezó intensamente porque en su calidad de instrumento hubiera podido dar esta gran prueba a la ciencia.
Pasaron cuatro semanas sin que recibiera ninguna otra noticia, pero un día fueron a buscarlo de nuevo y le preguntaron por qué no iba a visitarlos otra vez.
Primero, el chico había mejorado gloriosamente.
No estaba en la cama, volvía a jugar y se sentaba en la ventana a mirar.
Había estado enfermo durante mucho tiempo y tenía ganas de salir, así que ahora que estaba tan bien, su madre le había pedido permiso al médico.
El médico había dicho que estaba bien; si hacía sol y el tiempo seguía igual, podía estar fuera durante cinco minutos, entre las doce y la una.

—Pero recuerde —había dicho—, no más de cinco minutos; y no puede estar quieto; tiene que estar en movimiento.
La madre se alegró y alrededor de las doce y media había salido a caminar con él durante cinco minutos.
El niño lo disfrutó mucho y estaba contento cuando volvieron a subir.
Pero por la tarde se sintió molesto, cada vez estaba más callado, hasta que quiso ir a la cama alrededor de las seis.
Al otro día no tenía ganas de levantarse, y ya llevaba así tres días.
Además le había vuelto un poco la fiebre.
André volvió a tomar la mano derecha del chico en la suya y se quedó así, hasta que oyó que Alcar dijo que el chico estaba perdido.
Se asustó mucho, pero no lo mostró.
Se levantó y se lavó las manos para quitarse la influencia del niño y así deshacerse del dolor suyo que había adoptado.
Después se despidió de su pequeño paciente y le dijo a la madre que hablaría con el médico.
—¿Cree que está peor, señor?
—De ninguna manera —mintió, porque no sabía qué contestarle.
Le dolía.
Alcar le había mostrado que el pequeño haría la transición, pero no quería lastimar a los padres antes de que hubiera llegado el momento.
—No se preocupe aún, señora, todavía no hay nada que decir al respecto.
Aunque le puedo decir que no estuvo bien que el niño saliera.
Se fue con el ánimo triste.
Ya se estaba imaginando a los padres, quebrados por el enorme sufrimiento que les esperaba.
Sufría con ellos y le brotaron las lágrimas.
‘Sí que es pesado’, pensó.
‘Será muy duro para ellos, pero el cariñoso chiquillo será feliz.
Llegará al más allá y seguirá viviendo allí’.
Llamó al médico, pero no lo encontró en casa.
Volvería a intentarlo por la noche.
Mientras tanto, buscó contacto con Alcar; había algo que le preocupaba.
Quería saber qué era y qué significaba.
Con su voz interior llamó con insistencia:

—Alcar, Alcar, ven, ayúdame.

De inmediato oyó a su fiel líder espiritual y como siempre se tranquilizó enseguida.
—¿Por qué te preocupas, hijo?
¿A qué viene ese temor?
—Alcar, tengo miedo de no haber visto bien.
¿Qué le tengo que decir al médico?
Mi voz interior me dice que el niño hará la transición y sin embargo tengo miedo.
—Ven, recemos, André.
Sabes que la oración nos ayuda en tiempos difíciles, en los momentos de temor.
Le rogaremos a Dios por fuerza y volveremos a elevar la sencilla oración que le mandamos en nuestro primer viaje.
Esa oración te la di.
Te dará fuerza y te quitará el temor (—dijo).
André rezó con fervor y cuando terminó, Alcar continuó:

—Gran Padre, Todopoderoso.
Hubo un tiempo en que nuestra fe en ti se tambaleó.
Hubo un tiempo en que la tormenta sacó a nuestra pequeña embarcación de su rumbo y nos convirtió en el juguete de las olas de un océano de dificultades y sufrimiento.
Pero ahora sabemos que nosotros mismos controlamos nuestra brújula y que Él, que está por encima de las tormentas, nos conducirá a buen puerto, a Su Reino, al Reino de los Cielos.
Estamos tan agradecidos por nuestro conocimiento, pero seguimos teniendo tantos defectos y nos queda tanto por aprender y tanto por cargar.
Hay tiempos, Gran Padre, en que el bastón en que nos apoyamos se dobla; que las cosas se nos hacen pesadas y que nos sentimos como niños a los que se les ha prohibido algo.
Pero gracias al conocimiento dejamos de buscar y por medio de la búsqueda llegamos al conocimiento.
Oh, Dios, que Tu velo de amor nos cubra.
Elévanos hasta Tu gran amor y hasta Tu Grandiosa Creación.
Padre, escúchanos, perdónanos, ayúdanos y danos Tu verdad, Amén.
André suspiró hondo; todo el temor había desaparecido por su oración y la de Alcar, por lo que los dos habían vuelto a recibir fuerza.
Ahora oyó que Alcar dijo:

—Observa bien, André.
De nuevo vio al pequeño, pero ahora veía que se lo llevaban.
Había coronas de flores en el féretro y todos iban vestidos de negro.
—Dile al médico que esto pasará dentro de cuatro semanas, André.
—Sí, Alcar, pero ahora también sé qué me angustiaba tanto; tenía miedo de predecir.
—Ahora haz tus predicciones, hijo mío.
No a los padres, sino a aquel que debe saberlo.
Puse mi temor en ti y quise que sintieras cómo me repugnan los que abusan de este don para la materia.
Me repugnan aquellos que fuerzan a los médiums a predecirles el futuro, por lo que no se pueden hacer responsables, por lo que destruyen muchas almas nobles y muchísimas cosas bonitas, tan solo por avaricia y por sensacionalismo.
Enturbian su don; eso era lo que te quería mostrar.
Me parece glorioso que también hayas vuelto a intuirlo.
Nunca te prestes a hacer predicciones de tipo material.
Podemos predecir y lo haremos, pero solo en el terreno espiritual.
Entonces se nos concede hacerlo, porque es cuando puedo pedirle ayuda a mi maestro.
Yo también tengo a mi maestro, André, y no se me ocurriría molestarlo con preguntas cubiertas de lodo y polvo terrenales.
Puedo pedirle cosas espirituales; entonces puedo pedirle a Dios por fuerza y se nos concederá.
Recuerda, André: evita siempre predicciones, el futuro, las respuestas a preguntas materialistas, aunque te ofrezcan los tesoros más grandes.
Veremos el futuro a gran distancia, pero solo en materia espiritual.
Entonces podremos pedirle apoyo a Dios y llegaremos a buen puerto, aunque nos encontremos en una tormenta en el gran océano.
Nunca lo olvides, hijo mío, si no quieres causarme sufrimiento ni tristeza (—concluyó).
André le prometió a Alcar, por encima de todo, que nunca se le olvidaría esto.
—Esto es lo que vi, André, esto es lo que me han mostrado los Líderes espirituales más elevados.
Como en un fogonazo se va mi pregunta y vuelve la respuesta; lo veo como lo han visto ellos y como lo viste tú también ahora.
Esta es la gran cadena de la que todos somos eslabones.
Nuevamente, dile al médico lo que has visto.
Por la noche André volvió a llamar; el médico estaba en casa.
—Hola, habla André, doctor.
—¿Qué pasa, André?
—Doctor, me llamaron para que fuera a ver de nuevo al niño.
¿Sabe lo que ha desencadenado?
Le permitió salir.
—Sí, así es.
¿Te parece tan grave?
Por qué no vienes a verme, André.
—No tengo tiempo, doctor, pero solo le quería decir que debido a que le ha permitido al niño salir, morirá antes de que transcurran cuatro semanas.
Luego oyó una risa del otro lado de la línea.
‘Allí vamos de nuevo’, pensó, y luego oyó que el médico le decía:
—Si alguna ves has visto bien, André, y aunque habrás visto bien más de una vez, ahora mismo sí que estás equivocado.
—Vaya, ¿eso piensa?
—Sí, sin duda, ¡mi pequeño paciente está bien!
—Pues déjeme que le diga, doctor, que el chico morirá de tuberculosis pulmonar.

Le colgó.
De nuevo André sintió que no se le creía, pero al mismo tiempo oyó a Alcar, que lo apoyaba en todo y que siempre lo acompañaba, diciendo:

—Muy bien, André, deja que espere: ya verá lo que pasará.

Después de lo cual volvió a desaparecer todo el desánimo, porque creía a Alcar y no al médico.
Pasaron dos semanas.
Se convirtieron en tres y seguía sin noticias acerca del niño.
Pasaron de nuevo unos días y estaba en ascuas por saber si la predicción se cumpliría o bien si habría razones para que la gente se burlara de él.
Pero dos días antes de que hubiera pasado la cuarta semana, a las nueve de la noche, el chico hizo la transición.
Y los médicos que lo habían tratado, junto con el director del hospital al que lo habían llevado finalmente, constataron que había muerto de tuberculosis pulmonar.
Quince días más tarde, su madre llevó flores a André y le dio las gracias por la manera tan amorosa en que lo había ayudado.
Estaba profundamente afligida y la pena y el dolor que André había intuido de antemano la aplastaban.
André le dio las gracias desde lo más profundo de su corazón y le deseó fuerza según la cruz que le tocara cargar.
Se fue a su casa arrastrándose, abatida, porque a pesar de que André hubiera hablado con ella y le hubiera dicho que el chico era feliz ahora, aún no se le había concedido lograr consolarla.
Sin duda que este triste suceso demuestra con mucha claridad la utilidad de las fuerzas buenas y también se puede aprender de él lo necesaria que es la colaboración entre los señores médicos y los magnetizadores de prestigio y clarividentes para la humanidad que sufre.
A pesar de que aquí y allá ya hay un rayito de luz penetrando la oscuridad, seguimos lejos de que los dones espirituales y la ciencia vayan de la mano.
Ojalá algún día la plena luz penetre la oscuridad.
¡Sería tan beneficioso para tanta gente!
Con la ayuda de Dios, Alcar y André seguirán por el camino que han emprendido.
Es su deseo más elevado poder ofrecer curación espiritual y corporal allí donde esta haga falta, además de poder ayudar a poner el mundo en el camino que lleva hacia arriba.