Frederik, ¿estás seguro ahora de lo que quieres?

Tengo las maletas hechas, listas para empezar conmigo un viaje placentero, del que la meta final es la Navidad en casa, para celebrar entre nosotros la fiesta de “Cristo”.
Todavía no sé cómo he llegado a eso.
Era un impulso que parecía dominar golosamente mi vida pensante, y al que no podía resistirme.
Así es como decidí que sería mejor volver a casa para Navidad, siempre que una necesidad anterior me obligara a cambiar la decisión.
Me entrego por completo al futuro, con la tranquila conciencia de que vivo para algo, de que tengo una meta, lo cual muy poca gente puede decir de sí misma.
Anna, Erica y Karel me llevan al tren.
Están preparados, hemos tenido suficiente tiempo para despedirnos.
A René le va bien, allí se siente cómodo, ya está aprendiendo algo, ya no le queda nada de su antigua fiereza, aunque esperamos —como dice su médico— que en cualquier momento haga gala de sus talentos.
En cualquier caso, no podemos quejarnos.
Mientras está así entre los chicos se revela otra personalidad: los muchachos lo elevan en su vida, explora el trabajo, el día, la hora, busca, habla poco, pero eso es comprensible.
A Karel se le dijo realmente: “Estamos satisfechos”.
Y no había nuevos fenómenos.
Come bien... una sorpresa, ciertamente.
Y también escucha.
Podría uno pensar que el cambio de ambiente abre nuevos aspectos para el alma, el espíritu y la materia.
“No tiene usted por qué preocuparse, y dele a la señora la sagrada seguridad de que hago todo lo que está a mi alcance para ayudar a su chico.
Pero una cosa sí: no se acerquen, de momento.
Si es buenamente posible: nada de visitas.
Les informaré cuando puedan venir.
Ahora solo lo alterarían”.
Eso fue unas semanas atrás.
Anoche Karel llamó un momento.
El deseo nos hizo enmudecer a todos.
¿Cómo está nuestro hijo?
Karel oyó:
—Exactamente igual todavía.
Le ha entrado un silencio, un poco más de apatía, pero no de carácter permanente, aún no hemos vivido horas de salvajismo, pero ya nos encargaremos de evitarlo.
De modo que no hace falta la sábana de fuerza.
Sí que está algo más taciturno, pero no da problemas al enfermero, confío en que ya encontrará en Van ‘t Zand a su camarada.
Todo el tiempo oímos el nombre “Frederik”... también cuando duerme.
De todas esas cosas he dejado constancia.
El enfermero lo oyó decir mientras dormía:
“¿Dónde estás, tío Frederik? ¿No me ves?”.
Quizá usted lo comprenda mejor que nosotros.
¿No es este el nombre del amigo que estaba con usted?
También a él le aconsejo que no venga.
Tiene que soltar su vieja amistad si queremos construirle una nueva vida, lo cual es el propósito, ¿no es así, colega?
Por lo demás no hay noticias, ya los contactaré.
—René pregunta por ti, Frederik.
—Ya lo oigo.
Pues que siga preguntando, cuando el deseo se intensifique eso obligará —según creo— a lo otro a que se adormezca.
Una vez me dejé convencer de eso por una abuelita común y corriente que iba a visitar a su hijo en la cárcel.
Que si tiene razón es otra historia, pero no me parece una tontería.
En cualquier caso, puedo irme de viaje con tranquilidad.
También deberíamos haber aceptado lo contrario: podemos estar contentos.
Estamos juntos y hablamos de René y mi viaje.
Están convencidos de que primero voy a visitar Suiza.
Allí vive un amigo de Hans que enviará mis cartas, que primero se destinarán a él, a Holanda.
Quiero oírlo todo, saberlo todo sobre René y la familia en casa.
A Hans no le parece mala idea y creo que le está empezando a divertir.
Hansi se fue a la calle.
Hans se ha sintonizado por completo con sus enfermos.
Ha tenido que aceptar la sangría; pero queda bastante bien demostrado cómo van las cosas —una vez que se nace para el bienestar material— por el hecho de que gracias a la herencia de una tía recuperó prácticamente el importe entero.
Hans dijo:

—Sin duda que todavía tengo una larga vida, o todavía me quedan por hacer unas cuantas cosas aquí; este lodo me ha supuesto una bendición.

Hansi todavía soltó unas imprecaciones, armó un escándalo como un gato salvaje, pero Hans la obligó a irse si quería conservar la vida.
Y para poner fin a todo, Hans le mostró el engañó; ella no perdió el tiempo en echarse en otros brazos, para empezar de nuevo su demolición.
Hans dijo:
—Esa terminará en un opulento burdel, pero que se olvide de mí.
Desde ese momento Hans se convirtió en otra persona.
Por medio de una violencia interior se vuelve a abalanzar sobre sus estudios; creo que este golpe lo está enviando a las alturas más elevadas, y ya puede empezar a encargar su toga.
Hoy estamos a siete de octubre.
Ahora son las nueve de la noche y hablamos de nuestro hijo y mi viaje, de Hans y Hansi, de miles de cosas más.
Una cosa la sentimos todos: hay un vacío.
Anna y Erica me echarán en falta.
Karel lo supera a golpe de esfuerzos, aunque reconoce con franqueza que él también me extrañará.
Para él un cambio para bien.
El Karel de antes ya desde hace mucho que no vive, ese murió.
Repasamos todo lo que hemos ido viviendo juntos en estos años.
Fueron horas increíbles.
Horas dolorosas, miserables, sanguinarias, de mucha bajeza, pero también acontecimientos sobrenaturales para mí y para ellos, horas amistosas y llenas de amor, para las que un ser humano en el fondo vive, lo más hermoso que uno puede experimentar.
Una sola cosa de nuevo: echamos de menos a René.
Pero ¡todo va bien!
Hemos hablado como nunca antes habíamos mantenido una conversación.
Anna me miraba como si se le largara el marido.
Erica era como una madre para mí.
Karel, un amigo de verdad.
Y mientras tanto fuimos penetrando de nuevo, aún más, en la elocuente existencia y personalidad del pequeño René, para sacar de allí lo que se pudiera.
A Anna le salió de nuevo en las mejillas el rubor interior del alma, Erica hablaba de sus horribles abluciones, de las que aún no entiende nada: volvemos a vernos en el gallinero de los vecinos, montamos otra vez a caballo con los Ten Hove, de los que —gracias a Dios— nos hemos deshecho y a los que por cierto ya no quieren en ninguna parte, porque estas lombrices ya deberían estar desde hace mucho en la tierra para empezar su tarea para esta vida: de todas formas lo único que saben es hacer rabiar a los demás con su bienestar.
Basta con ver esas máscaras unos instantes para sentir asco por la sequedad, la vacuidad de esos morros altaneros.
También a los otros médicos los hemos perdido, al menos, así parece.
Karel asegura que los hizo sentir demasiado, que a la larga los seres humanos no quieren instintos caninos.
En tu propia casa te echan a la calle, te sepultan bajo su pesadez y vaciedad, como si no tuviéramos ya suficiente miseria.
A René lo seguimos en todo.
Estamos ante su nacimiento, volvemos a estar sentados ante el piano de cola de Erica, vivimos de nuevo a Franz, atravesamos la jungla, acariciamos serpientes y charlamos con osos pardos, vemos chacales por los aires y a ras de suelo, vivimos en medio del puterío y directamente entre asuntos sagrados, aunque místicos, y sientes, finalmente, que estás cerniendo el cielo y la tierra.
Vamos navegando por el Antiguo Egipto, visitamos las pirámides de Giza... a donde quiere ir Erica si el pequeño René mejora, porque a ella le encanta esa masa de piedras, y que sea tan alta, y porque quiere jugar una vez en la vida al camellito.
Pero René tiene que cabalgar a su lado; yo tengo que ir detrás con Anna, y Karel, delante, para guiarnos, porque de estas cosas él entiende mucho.
Entre todos pasamos unas horas apacibles, porque no hay más que un solo deseo: ¡vivimos para René!
Cuando hacemos el balance final llegamos a la conclusión de que no querríamos que faltara nadie de nosotros, ni por todo el oro del mundo.
Entonces Erica de pronto nos dijo a mí y a Anna:
—¿Por qué no se casan (os casáis)?
¿Por qué no nos conceden (concedéis) esa felicidad?
Y, por cierto, Frederik, ¿por qué tienes que salir solo?
¿No podríamos haber ido juntos?
No..., claro, ¡eso es imposible!
Pero ¿por qué no te casas?
Anna ya sube corriendo las escaleras.
Karel murmura algo entre dientes y Erica siente que se ha precipitado metiendo las narices en asuntos que no le importan un comino.
¡Menudas tonterías que puede hacer el ser humano!
Erica va a buscar a Anna.
Bajan todavía un ratito, pero aun así media hora después estamos todos metidos en el sobre.
Me quedo dormido y ya no pienso en nada.
Y ¿ahora?
Allí está el conductor.
Erica y Anna se van con Karel, Hans también se viene.
Nos subimos.
El tren se va, pero en la siguiente estación vuelvo a bajarme.
Toman una decisión optimista: Frederik necesita descansar, ahora no pensarán que yo mismo tomé la decisión incondicional de detenerme.
Salgo, pero eso es cosa mía.
Estoy esperando.
Hans pregunta:
—Frederik, ¿ya sabes lo que quieres?
—Desde luego que lo sé, Hans.
Primero iremos a tu castillo.
Allí me encierras unos días, hasta que me crezca la barba y haya aprendido a hacerme el loco.
Después me entrego a ti.
Accederé a tu santuario con aspecto descuidado.
¿Te lo esperabas de otra manera?
Los enfermeros no deben reconocerme, porque entonces para mí pierde la gracia; no quiero que nada me moleste.
¿Qué puedes hacer por mí?
—De eso ya me encargaré yo.
Los días que fueron transcurriendo los usé para prepararme.
Hans me dejó hacer.
Sentía cómo me iba hundiendo, la tierra empezó a temblarme bajo los pies, pero sentía cómo se me iba acercando el pequeño René.
Empecé a comprender en lo que vivía nuestro hijo.
Le hablaba.
Hans, que me sigue, realmente piensa que tengo la cabeza llena de pájaros.
Me refiero a mi palomita...
Cuando alzo la mirada me la sigue con el ceño fruncido.
Quiero alcanzar el punto en que piense que estoy loco, porque ve que mi vida está cambiando.
Ya no soy yo mismo, me estoy convirtiendo en otro.
Pero un Hans mejor, ¡uno que vuela!
Puedo calarlo..., puedo seguirlo, puedo escuchar cómo piensa.
Ya me está soltando.
Aun así, le digo lo siguiente:
—No te olvides, Hans.
Pase lo que pase, ni una sola palabra a Karel sobre esto.
Tú no te metas en cómo pasaré yo esos meses.
Sin duda que actuaré como un loco, pero eso es cosa mía.
Solo cuando ya no sea capaz de pronunciar ni una sola palabra podrás avisarlos.
Así que, haga lo que haga, ¡es cosa mía!
—Cuenta conmigo, Frederik.
Cuando se cerró la puerta a mis espaldas de un golpe, Hans pensó: ‘Frederik está volviéndose loco’.
Hasta ese punto lo dejé en la estacada... tanto me había alejado de su vida.
Hans desaparece, yo pensaba en mi palomita.
Estoy agradecido al hijo de Noé.
Veo a René, y luego él me verá a mí.
Lo veo con más nitidez que antes.
Eso me anima, me da fuerza y amor.
Me llamo “Van Zeulen”.
Un cuarto de hora después ya se ha convertido en “Zeul”, y otros cinco minutos después “Zeultjes”.
Ahora me toca bañarme.
El enfermero me obliga a hacerlo.
El hombre piensa que estoy loco y así es como me trata.
Desde lo normal observo los líos locos del servidor de los locos.
Vaya mundo que estoy viviendo.
¿Soy yo el loco? O ¿lo es él?
Se me hace una locura que los normales me laven.
Con un cepillo se me raspa la espalda; pienso en Anna, que haría esta tarea de otra manera si tuviera la oportunidad.
Ay, madre, ¿te esperabas esto de tu hijo?
Le estoy agradecido a ese hombre, estoy en el agua y me lanza espuma de jabón.
Es una sensación deliciosa.
Cuando me pregunta algo aflora mi naturaleza de loco y digo “jááááá”, como si quisiera morderlo.
Me pregunta si soy un erudito.
Hago una mueca...
Río y lloro a la vez, y me sale como si llevara haciéndolo años.
Empiezo a sentir que estoy perdiendo el juicio.
Cuando el hombre me ordena abandonar el baño y oigo sus palabras “Vamos, afuera de allí, señorito” lo que hago precisamente es echarme para mimarme un poco más.
Me da un toque en el hombro y dice:
—Vamos, inventor, a salir..., a salir, vamos, ya, déjate de tonterías.
Gruño, doy aullidos, silbo como una serpiente.
Y de pronto me brota este sentimiento, con el que me crearé una coartada.
Cómo no se me había ocurrido antes.
Vamos, hay que salir gruñendo.
Él ya me comprende, y dice:
—¿Desea el señor ir a los animales?
¿Está el señor de caza?
¿El señor Zeultjes fue alguna vez cazador?
¿Te asustaron los animales?
Vamos, hombre, déjate de cuentos.
Venga, acción.
No hago nada.
Me lanza una sábana blanca por los hombros, sigue un pantalón, después un traje viejo mío por encima, y listo está Zeultjes.
Ahora me dan algo de beber.
Cuando se abre la puerta y queremos marcharnos, se encuentra frente a Hans.
Dice:
—Hay que guardar la calma y no perder los nervios.
Nada de agitación, todo lo asusta.
Hay que observar todas sus reacciones y transmitirlas al enfermero en jefe.

Y a mí me dice:
—Bueno, Van Zeul, ¿qué tal?
Le gruño.
El enfermero quiere ayudar a Hans, y dice:
—¿El señor es un trotamundos?
Imita los animales.
Hans me mira a los ojos.
No sabe si reír o llorar.

—Jááá..., jáááááááá... —me sale de la boca, seguido de unos fuertes aullidos.
Soy como una fiera.
Hans ya no sabe qué pensar de esto y desaparece por la puerta.
Acompaño al enfermero a la sala.
Son las diez de la mañana, me traen café.
Los hombres están ocupados en sus cosas, comienzan las tareas de mi jornada.
Pero ¿por dónde he de comenzar?
Miro a todos estos locos, los sigo.
Veo que sus edades oscilan entre los treinta y setenta.
Entre ellos hay hombres calvos, pero también veo cabezas con el pelo rizado, rubio, gris, oscuro: hijos de un solo Dios, de un solo Padre.
Están parados y sentados, hacen algo y no hacen nada, pero todos hacen algo, están ocupados en ellos mismos.
Todos esos ojos están vacíos, aunque estén asilvestrados.
No sé cómo estarán los míos.
Observo a un grandullón...
Habla mucho y cuenta cosas de sus enfermos.
Sé por Hans para qué están aquí.
Él es el médico... todavía emite sus recetas y echa la vida a las tinieblas a base de insultos.
La religión y la erudición le han retorcido el pescuezo.
Ese hombre ya lleva tres años aquí.
Unos ocho padecen enajenación mental.
Hay un poeta, un tendero, un teólogo que perdió a su Dios por miserias y desgracias, que se estrelló él mismo por la pena y el dolor de esta humanidad.
Tenemos un creyente, un hombre de cuarenta años, fuerte como un león, que “besó a Jehová”, que sucumbió en amor y felicidad.
Allí tenemos a Frans, el rentista, el señorito.
Se estrelló por su dinero.
Está bajo tutela...
Ahora ya no le queda nada más que su yo loco, su personalidad grandilocuente.
Y allí está sentado un joven de unos treinta y cuatro años.
Oigo que lo llaman “pulgarcito”, un joven erudito.
Sabe no menos de veinte idiomas y es tan docto que tuvieron que encerrarlo.
Cita a los griegos clásicos, habla francés, alemán e inglés con fluidez, es un comediante, apto para el teatro, si no fuera porque se porta tan raro.
No han pasado ni tres horas y ya puedo escribir un libro, los conozco a todos y cada uno.
Y lo que todavía no sé ya lo oiré.
Estoy pensando y observando desde un rincón, pero no me dejan en paz.
Cuando quiero deshacerme del viejo Piet y lo intento calar un momento produciendo un intenso gruñido, me abandona corriendo, como si lo tuviera agarrado un oso.
¿Viste ese tigre?
Yo lo vi.
Vi ese león.
Vi ese gato, mira, allí está.
Señala en mi dirección, lo comprendo completamente y aprovecho la ocasión para instalarme.
Suelto un grito.
Produzco aullidos y maullidos como los de un gato salvaje, imito un oso, hago ruidos de serpiente, me arrastro un poco por el suelo, hago movimientos como de una experta bailarina india, pero ya me siento extenuado y me siento.
Aún sigue, y del todo por si solo, un sonido carraspeante, ni yo sé qué animal es, jamás he visto semejante monstruo.
Doy ladridos cuando el viejo Piet amaga con volver a acercarse a mí.
Contraigo los dedos a modo de garra y le lanzo mordidas.
Es como si lo hubiera alcanzado, Piet se retuerce mientras agarra su brazo y no para de gritar.
Grita igual que si lo hubieran mordido.
Cuando el enfermo llega corriendo sabe de un solo vistazo lo que pasa.
En el brazo de Piet hay señales de mordeduras y arañazos.
El enfermero ve los arañazos, que, rojos como la sangre, delatan la pelea entre él y yo.
Se me acerca.
Me pego un susto de muerte.
Me puse tan mal de repente que el hombre debe de tenerme pena.
Me mira, se mantiene a unos metros de distancia, pero me perfora con la mirada.
Es como si quisiera saber quién soy y lo que en el fondo poseo.
Sigue mirándome.
Lo sigo, siento lo que quiere y me entrego a su voluntad.
Se me cae de la boca:

—¡Gracias!
No lo volveré a hacer.

Pero Piet quería tomarme preso y yo no me dejo apresar, quiero seguir en la jungla.
La situación se prolonga un poco más, pero lo suficiente para darme la sensación como si el enfermero estuviera asesinándome.
Me mira fijamente, como queriendo decir: “¡Déjalo ya!
¡Se acabó!
¡No estás en la jungla! ¡Eres un ser humano!”.
Se va volando porque gruño y ladro, porque hago maullidos, porque retraigo la cabeza, lloro, suelto soplidos; porque actúo tan locamente como jamás en la vida imaginé ser capaz.
Exhibo los dientes superiores y pongo caras de mono.
Es como si la jungla entera se manifestara por medio de mi vida.
El viejo Piet, que era muy aficionado a las mujeres, me acaricia el brazo y llora ahora como un niño.
Los demás se han alborotado.
Saben que soy un animal, que soy más de uno.
Soy una serpiente, un tigre, un lobo, un león.
Me tienen miedo.
De golpe, sin darme cuenta, he conseguido que se me respete.
Pero el enfermero ya no está y ya sé a dónde fue el hombre.
No han pasado ni diez minutos cuando ya tengo a Hans frente a mí, y con él, a su ayudante en jefe.
Viene a verme.
Estoy en mi rincón y hago como si no lo viera.
Dice mi nombre; oigo:
—Frederik..., esto...
Van Zeulen...
¡Van Zeulen!
Me doy cuenta de que ha metido la pata hasta el fondo.
Gracias a Dios, los demás no han oído mi nombre... grita muy fuerte y es severo conmigo:
—¡Van Zeulen...!
¿No me oyes?
¿No me ves?
¿No me oyes?
Hans mira al viejo Piet.
Sigue llorando, porque ha recibido un mordisco.
Hans observa las marcas y los rasguños que tiene en el brazo.
Mira largo tiempo, con detenimiento.
Entonces pregunta al enfermero:
—¿Es cierto esto?
—Pero ¿es que no lo ve?
Ahora se acerca el poeta, y grita:
—Oh, egregia mía..., cómo temerla a usted..., ¿dónde está aquella que consuela mis angustiosos temblotores?
¿Alcanzaré a verla?
¿La felicidaré...? ¿La felicidaré?
No, “dios aquí y allá”, así no es..., es felicitar, ¿Zumo Hacedor...?
No es eso...
¡Me callo!
¡Mi Zumo Hacedor!
Sale escopetado hacia otro rincón de la sala y se coloca allí como un colegial que espera su castigo.
Todos miramos al poeta...
Hans vuelve a mirar el brazo derecho del viejo Piet.
Mira con tanta atención los rasguños que pareciera que está viendo un gran milagro.
Su ayudante también mira, de los rasguños a mí, y en su rostro leo: “¡Ese está loco de remate!”.
Esto ya no es una comedia, no es una investigación científica, esto es de una seriedad sagrada.
Hans me mira.
Se clava profundamente en mi ser.
Llora y veo que se le están arrasando los ojos en lágrimas verdaderas.
Tengo que hacer algo, pero en primer lugar pienso en mí mismo.
Soy como un relámpago, pero aun así no me desgarro para que haya truenos.
Sin embargo, así ha de ser.
Ladro, luego unos maullidos, y entonces de pronto digo:
—Cuando se me acerquen mis amigos déjelos entonces tranquilos, señor experto.
No quiero ver a nadie y no quiero que sepan nada de mí.
Si se diera el caso de que les escribiera, entonces usted dejará mis cartas en paz.
¡Lo golpeo contra el suelo..., guau..., guau..., paf..., paf..., shu, shu..., huááááá..., grrrrrr... rrrrrr..., magia chunda..., puf!
Ahora Hans lo sabe.
Estoy loco de verdad...
No consigue desprenderse de mí, quiere ver en mí a ese otro al que conoce, pero que ya no está.
Allí está, como un escolar.
Si el poeta y el viejo Piet no lo hubieran devuelto a la realidad, creo que Hans habría permanecido inmóvil durante horas de lo apabullado que estaba por mis actos y todo mi ser.
El poeta ha entrado en acción:
—Oh, buen Samaritano, lo amo más que a mí mismo.
Coronaré su cabeza y aportaré piedras de muchos colores para su tumba.
No lo estoy espiando.
¡Solo pregunto si amo!
Oh, risa de mi corazón..., mi tiovivo..., ¡maldita sea!
Ya lo sé: el hombre ha vuelto a desinflarse.
Esa cabeza está llena a rebosar o completamente vacía.
Estoy disfrutando.
Estoy viviendo aquí una verbena y jamás me he sentido tan feliz, pero eso Hans no lo ha de ver, no debe saberlo.
Siento que este es mi camino.
Lo único que no comprendo es por qué el viejo Piet está tan alborotado.
Ese caso lo investigaré yo mismo en cuanto se hayan ido Hans y su ayudante.
Entonces empieza el médico:
—Fuera de aquí, espécimen tóxico, apestados... especie de tuberculoso.
¿Me creías un perro tan sarnoso como para dejarte reventar?
Toma aquí, mi receta.
Y deja de besar las enfermedades.
Jajá..., acércate a Franciscanus... tengo una pócima para ti.
El palurdo está recto como una vela y dicta:
—Por las mañanas: tres cucharadas de azúcar.
Esta tarde tres granos de carne picada con cebolla, y dejar que se derritan en la lengua, para que pruebes su rojo y verde.
Que no te dé vergüenza, ponlo encima de la lengua y después te vas o bien a pasear, o bien a descansar.
Allí te puedes echar, en mi jardincito, o en mi veranda, así te podré visitar de cuando en cuando, ustedes (vosotros)... no...
A ustedes les (a vosotros os) daré otro trabajito.
Tú, Sofie, te encargarás de mis enfermos.
No dejes solo a Franciscanus en todo.
Ay, pero mis enfermos.
Qué cansado estoy.
De los demás, unos ocho están en un corrillo, mirando, y hacen como si lo comprendieran todo y les pareciera de una necesidad apremiante.
Hans está en medio de su manicomio.
Nunca me imaginé que ser psiquiatra fuera un trabajo tan miserable.
No sabe por dónde empezar.
Sigue al poeta, al médico, al viejo Piet y a mí.
El poeta está tranquilo.
El viejo Piet se me acerca.
La vida pregunta:
—Ya, bicho, tranquilo, no te haré nada.
¿Vas a morderme otra vez?
—Yo no —digo—, a ver, déjame ver.
Hans nos observa.
Ve que alzo la mirada y que froto el brazo del viejo Piet.
Piet dice:
—Qué gusto da eso.
A ver, házmelo otra vez.
Hago lo que me pide Piet y le froto el brazo.
Veo los rasguños.
Son de un profundo morado.
Entonces se me ocurrió una idea por la que yo mismo casi me caigo de espaldas:
‘Eres un hipnotizador, Frederik’.
‘¿Qué?’ me pregunto a mí mismo.
‘¿Que soy qué?’.
Pero mientras tanto el viejo Piet mantiene su brazo extendido, se lo magnetizo y veo que las rayas rojas van desapareciendo.
Hans tiene los ojos como platos mientras observa este drama.
Cree sin duda que estoy loco de verdad.
Estoy completamente disuelto en esta gente y además participo, ¡parezco otro más!
Piet me deja.
Muestra el brazo a los demás, todo ese lío de la jungla se ha disuelto.
Pero saben que tengo aires de tigre, que puedo materializar mordidas de perro.
Soy como una serpiente, una hiena, puedo ser peligroso.
Y allí está Hans, él y su ayudante no lo saben.
Otra vez se me acerca.
Otra vez mira hasta en mi corazón, quiere saber qué me ocurre.
Finalmente, llega a un decisión.
Dice:
—Vamos, Van Zeulen, acompáñame un momento.
Quiero tomarme de la mano, me niego.
Retiro el brazo como un relámpago.
Hans me mira estupefacto.
Ya no sabe qué pensar, se lo veo en todo.
Empiezo a comprender lo que quiere.
Entonces llega el enfermero.
Lanzo mordiscos a diestro y siniestro.
Quiero irme por mi cuenta, y lo hago.
Hans me sigue, y los dos salimos.
Voy por delante de él, acelera el paso para alcanzarme.
Ahora oigo:
—Frederik...
Pero ¡Frederik...!
Continúo, sé exactamente a dónde quiero ir.
Ahora que pronuncia mi nombre me detengo.
Hans me mira y vuelve a decir:
—¡Frederik! Pero ¡Frederik!
¿Qué ocurre?
No logramos avanzar.
No le respondo, solo se me escapa:
—Lelo, lelo, pero ¡qué lelo que eres!
—¿Frederik?
Frederik, ¿lo dices en serio?
Lo miro a los ojos.
Sigo su rostro hinchado, observo su máscara.
Sigo sus labios, la barbilla, vuelvo a los ojos, y veo que se asoman lágrimas.
De nuevo se me escapa:
—¡Qué lelo que eres! ¡Eres como un niño!
Hans oye por el sonido de mi voz que he regresado por unos instantes.
Dice:

—Frederik, ¿sabes lo que ocurrió allí?
¿No? ¿No me oyes?
¿Sabes que eres capaz de hipnotizar?
Y ¡cómo! Frederik, te admiro.
Pero siento que esto va demasiado lejos.
Estoy en esto y quiero seguir en esto.
Ladro un poco, grito algo, doy un maullido, ¿por qué no?, y brevemente emito el sonido de la serpiente, y Hans se pone de mil colores.
Ahora sale de su boca:
—O sea, ¡que sí!
Dios mío, en qué me he metido.
Frederik, ay, Frederik, ¡en qué me he metido!
¡Esto no me lo perdonaré nunca!
‘Y eso está mal’, pienso, tengo que actuar y ver cómo salgo de esta.
Sin rodeos y sin bromas le digo:
—¿Tú sabes quién es René?
¿Tú sabes quién es Anna?
¿Sabes...? ¿Sabes quién es Karel? ¿Y quién, Erica?
¿Sabes dónde está el pequeño René?
Pues, ¡vete con viento fresco y ya no me molestes, pase lo que pase, no me molestes, Hans!
—Frederik, Frederik.
Déjalo ya...
Vamos, ven conmigo y déjalo ya, te estás volviendo loco.
—Ya te gustaría, ¿verdad?
Vete ya, Hans, y no me molestes más.
Acabaré mi tarea, como sea...
Lo haré, lo haré.
Perro sarnoso, ¡al diablo!
Te veré y palparé como hizo Abraham cuando llevó a su mujer flores en su tumba.
Ay, cómo sufrió ese hombre.
Pero qué desgracia.
Todavía lo veo allí.
Hice todo lo posible por salvarlo, pero ¿pensaba el señor que esto fuera posible?
Lo maldije, porque se había puesto mis zapatos.
Y, mira, empiezo a seguirlo, es lo que haré.
Ay, cómo sufrió ese hombre.
Y ¿qué piensa el señor que él me dijo?
Que tenía que irme a casa y ganarme las habichuelas.
Pero conmigo que no cuente.
Ahora bailo con júbilo delante de Hans.
Voy saltando a su alrededor como una experta bailarina.
Hago sombras chinescas, que ya me aprendí hace años, porque me gustaban mucho las gesticulaciones y la elocuencia de esa representación.
Me gustan los bailes asiáticos, contienen un mundo propio, hablan de asesinatos y del amor, de la justicia y “nirvanas” apasionadas.
Lo hago con precisión y puedo hacerlas pasar por encima de mi cabeza, porque sé conscientemente lo que hago.
Hans mira y también ha adquirido una conciencia que casi se le revienta.
Con el meñique pegado al pantalón, con un dedo pegado a la frente, con las piernas ceñidas al cuerpo, hago como si fuera pisando ascuas.
Rodeo los cuadros de flores y me meto una en la boca, confundo el nombre de Carmen con el de una princesa indonesia, añado algunas figuritas melodramáticas, aderezo el mejunje con un poco de música popular vienesa, doy brincos como un perro alocado alrededor de su robusta figura y al mismo tiempo lo miro a los ojos para espantarlo.
Su ayudante se ruboriza, las comisuras de los labios de Hans producen dolor interior, pero me da igual, continúo, hasta que siento que ya está bien.
Cuando me concentro en mí mismo es como si me viera hacer ese baile.
Ahora lo aderezo con algunos ladridos, lo revuelvo todo un poco y después siguen los aullidos de un chacal como una papilla bastante sólida, añado los sonidos de la serpiente a modo de curry, que aún faltaba, y entonces meto todo en el horno y en unos minutos Hans lo tendrá en la mesa.
Me sigue y no sabe qué hacer.
Es puro teatro, ni en París, Londres o Viena, donde también estuvo con Hansi, se le representó semejante comedia, jamás.
Se lo veo en su morrito de bonachón, que ahora está muy fruncido.
Sigo bailando, voy patinando y mis piernas vuelan como hace treinta años sobre las aguas holandesas, voy rayando mi nombre en el hielo mientras estallan nubes de polvo.
Hans casi se derrumba.
Prosigo, porque aún me falta.
Cuando con la bici casi me empotro contra él a toda mecha, él pensó que debía agarrarme, pero soy más veloz que una serpiente; no acierta.
Cuando el enfermero se me quiere echar encima Hans lo detiene.
Lo miro a los ojos, la flor ya me la comí a medias, me tomo otra.
Voy brincando como un niño, doy brincos, retrocedo al ritmo más pausado de Oriente, me hecho sacerdotisa.
Casi estoy echado en el suelo, así de profunda es mi inclinación ante los dioses.
Solo ahora me siento a gusto.
De la boca me salen palabras desconocidas, hablo malayo, sondanés, javanés...
Sigo haciendo un poco el loro y hago una reverencia.
Estoy tirado en el suelo, con la nariz en el polvo, y tengo pinta de un cerdo asqueroso.
¡Hans ya está llorando!
Está allí, como un gigante prehistórico, que no sabe nada de líos científicos ni de locos.
Cuando siento que me quieren atrapar ya estoy en otro lado y me alejo dando brincos.
Vuelvo a revolotear por encima de las aguas, de pronto me detengo para hacer mi saludo indonesio a los dioses, me río, hago una mueca y me arrodillo.
Cruzo los brazos sobre el pecho, canto algo, me sale de la boca como un murmullo.
Hago un guiño al cielo, vuelvo a reír, cruzo los brazos hasta en el suelo, los aprieto contra la madre tierra, lloro, siento calor, siento felicidad.
Beso la tierra sobre la que estoy postrado, y albergo en mí la gloria de arriba y de abajo.
Casi reboso de felicidad.
Vuelvo a retorcerme hasta llegar a Carmen, y sin embargo recaigo en la profesión indonesia: me encuentro ante un templo.
Allí está la clínica, es el hogar que me corresponde, hace unos instantes estaba en ese sitio y allí seguiría si Hans no me hubiera sacado.
Veo que los enfermos me siguen.
Corro como un salvaje a las ventanas, ladro, grito, hago ruidos de serpiente.
El viejo Piet ya está gritando.
Vuelve a agarrarse del brazo y ruge a pleno pulmón.
Ahora siento que me he quedado sin fuerzas.
Pero estoy tranquilo, no hago mal a nadie.
Hans viene hacia mí y me pone la mano en el hombro.
Dejo que haga, mi comedia ha concluido.
Él lo sabe, no es que me falte un solo tornillo, es que me faltan bastantes más.
Me lleva de vuelta a la sala.
Llegados allí me voy a mi rinconcito y me siento como si no hubiera pasado nada del otro mundo.
Me echa una última mirada, dice algo, pero no lo oigo.
Entonces se da la vuelta y se va.
Aún le digo en voz alta:
—¡Cuando uno incumple su palabra, las serpientes de la vida lo acecharán!
Se queda como petrificado.
Todavía añado:
—Si la gente no cumple su palabra, vendrán los osos, además de los jacintos, para matarlos a mordiscos.
Jacintos..., exactamente, vendrán los jacintos para arrancarles la cabeza de una dentellada... para hacerle inclinar la cabeza, para arrancársela.
Y ya me encargaré de agarrarlos...
Nunca antes había tenido esa oportunidad, ahora los agarraré.
Oh, qué hermosas son esas manzanitas.
Nunca antes las había visto así.
Las conozco, sí, exacto, las conozco.
Sé quién es él.
Sé dónde estuvo.
¿Lo viste, Hansi?
Hans se asusta.
El nombre de Hansi es para él lo que el trapo rojo es para el toro.
Regresa y sigo jugando un poco más.
Tiene que pensar que estoy loco.
—Y entonces salimos.
Y nos vamos a Londres... ja, ja, ja, ja, ja, pero, ja, ja, ja,ja, a Viena, a Franzl Kersten.
Paga la (cerveza) Stinkenbrunner, que jamás pagué.
Vete a París, a Madame de Sousi, en la calle Rue de la Blanche..., dile que luego iré y que ofreceré una velada en honor suyo.
Encárgate de que estén a mi disposición mis túnicas.
No te las olvides, al parecer vendrá todo tipo de gente.
Tendré la oportunidad de hacerme publicidad.
La mimaré a ella y a todo su harén.
Ya sé que está locamente enamorada de mí, pero no puedo desatender mi arte.
Por mí vete hasta Londres, al Thames Way, second piso, y pregunta por Sir William Scor..., añádele un billete de diez florines y lo verás al instante, colecciona dinero antiguo.
Pídele que venga a cenar esta noche a mi casa, pero no cometas estupideces, no se lo puedes pedir de golpe.
Suele asustarse por nada y primero tiene que sintonizarse.
Pero si se lo pides, te servirá una copa de vino y podrás ver todas sus esculturas desnudas porque le encanta el arte escultórico y solo posee desnudos.
Posee a todas las mujeres del mundo, hasta a las reinas.
Vete a verlo y tan solo dile que te manda Tomás de Kempis.
Dile que juntos yacimos bajo la pirámide de (la ciudad holandesa de) Rijswijk y que nosotros mismos nos cavamos una salida para salir de allí.
Eso es lo que querrá saber, porque este hombre tiene un profundo interés por el arte antiguo.
Él mismo pasó años en Egipto, sus viajes hasta allí bien le merecieron la pena gastarse una fortuna.
Lo recuerdo como si fuera ayer...
En ese época yo era su cuidador y secretario.
Aunque yo descendiera de un rico y antiguo linaje, me comportaba como su ayudante.
¡Qué noches las que vivimos allí!
Aún recuerdo que me pidió que fuéramos a dormir una noche bajo la pirámide de Rijswijk.
Le chiflaban los fantasmas, fantasmas antiguos, y quería que yo hiciera una pequeña escultura de ello.
Dice que, como criado suyo, me correspondía el derecho a vivir eso; él se sentaría por la noche en la veranda para enviarme sus pensamientos por medio de la luz de la luna para que yo lo supiera todo al respecto..., para que yo lo supiera todo al respecto, así lo repitió tres veces, porque yo tenía que saberlo todo al respecto.
De lo contrario no tenía sentido y no tendría yo suficiente capacidad para hacer mi trabajo para él.
Fui, pero me caí en una acequia, salí como pude y me quedé tendido.
Cuando desperté, él mientras tanto había mandado hacer sus maletas y se había largado.
Ya lo encontraría.
Era imperturbable nuestro contacto, pero me fui por un camino muy diferente, y en esos años no lo volví a ver.
Así que vete a verlo y dile que estoy en casa.
Aquí está mi tarjeta de visita.
Ya lo ve..., añadiré una recomendación (—dije).
Busco en mi bolsillo y encuentro un trozo de papel.
Anoto en él unos garabatos con lápiz y se lo entrego a Hans, que parece estar ciego.
Me doy cuenta de que ya ni me ve...
Ya no está, está en alguna parte y no está en ninguna parte.
Digo:
—Si estás allí y no lo encuentras en casa, te vuelves lo antes posible, porque entonces tendré otro mensaje para ti.
Y hazte con unos revólveres, por si te arrimas demasiado a la jungla.
Ojo con esos negros, sobre todo con esos camelleros.
¿Viste esa princesita?
¡Podría contarte una historia sobre ella!
Se llama “Santasia”, ¡eh!, es hija de Fleuris y Rosita, ya sabes, el soberano de Tenhovika...
Su mujer padece heladas ciegas... eso ya lo sabe Franciscanus.
La vi por primera vez cuando empezaba mi viaje de luna de miel y cuando tuve que aceptar que a mi mujer la había mordido un alacrán.
¡Menudo espectáculo fue eso!
Santasia tenía una mezcla de colorantes.
Quería ayudarme para salvar a mi mujer, pero dijo:
“Solo si me das un beso”.
“Te lo daré, no lo dudes”, dije...
Y entonces llegó mi beso.
Nos estuvimos besando tanto que mientras tanto mi mujer falleció.
La enterramos juntos y la pusimos debajo de los rastrillos...
¿No conoce usted esas criptas?
Yo también iré allí más adelante.
Sí que te cuesta un ojo de la cara, pero a fin de cuentas es mejor estar debajo de los rastrillos que en una tumba normal, donde meten a todo el mundo y que no te da ninguna alegría al corazón, riñones ni alma.
Astanisia ya sabe desde hace mucho que allí se está bien.
Y yo me lo creo, porque me parece sincera; nunca ha engañado a nadie.
Pero dejémonos de tonterías ahora.
Cuando llegues a donde está Franzl, ya sabes, en los alrededores de “Schönbrunn”, tomas un coche de caballos abierto..., no me digas que no sabes un poco de vienés, ¿verdad?, que te suban a bordo y pides —pago yo— un gulasch vienés, y algo para la sed.
Yo siempre decía en alemán... para chuparse los dedos.
Adolf también lo conoce y siempre me lo prepara, porque también le gustaba al emperador Leopoldo.
A mí, por mi parte, me parecía bien... ¿entiendes?, ¿entiende?, Herman ya me conoce desde hace mucho.
Pero ahora ya está bien de tonterías...
Haría lo que fuera por saber si Asta vive todavía.
Y ahora haz lo que quieras.
Si hay alguna cosa más, ya me lo dirás.
Eso sí, pregúntale a Madame Surié si puedo ir a llevarle el pastel esta noche.
Dile que he descubierto un nuevo método para que suban los pastelitos Napoleón, que son muy sabrosos.
No cuesta nada de nada, en el fondo.
Mejor lárgate y encárgate de no encontrarte nunca con Hansi.
¿De qué conozco a ese ogro?
Vaya, también había un tal Pedro...
Pedro... y el gallo cantó.
No tres veces, veinte veces por lo menos.
Y entonces lo engancharon a una cuerda, ¿verdad?
No, no se fue ahorcado, otra vez se va a la cárcel por dos años.
Pero eso es cosa suya.
Dile a Hansi que no quiero volver a verla nunca.
He sufrido tantísimo que me dolía mi espalda jorobada.
Ay, y ese pobre Sam.
Sam, el pequeño Sam, Tiésam, Sasha.
¿Lo oyes?
¿De dónde viene esa voz?
Háááááls... y eso es abreviado...
Has...
Hasyhaleng...
¡Ya está!
Realmente, pensaba que a él no lo comprendía.
Pero aún recuerdo que bebíamos buenos vinitos, que hablábamos de pasteles de Güeldres y ensalada inshalá.
Allí se juntaban muchos eruditos, la mayoría de ellos exploradores, como yo.
Hans también estaba allí..., lástima, porque lo mordió un gato salvaje y tuvimos que dejarlo en las colonias orientales.
¿O fue en África?
Uno de cada dos años vive allí, poseía un hermoso castillo.
Durante la caza, pudimos... pudimos enterrarlo.
Él mismo no se lo creía, pero cuando vio que estaba bien muerto no le quedó otra que tragarse su muerte.
Nos provocó una tremenda risa, y sin embargo, si no hubiera estado Hansi podríamos haberlo enterrado.
Ahora no era más que una sombra, y las sombras no se descomponen.
Ahora ya vete, me voy a dormir.
Bye, bye...
Ya nos veremos.
Acuérdate de las cartas (—dije).
Hans ahora lo sabe sin duda: estoy loco de remate.
Sé lo que siente, pero no es capaz de avisar a Erica, Karel ni Anna.
Siento curiosidad por lo que va a hacer.
Se marcha... se detiene otra vez junto a la puerta, mira un momento y agita la cabeza.
Se ha quedado destrozado.
Igual que su ayudante.
Yo estoy aquí sentado, meditándolo todo.
Cómo es posible, es increíble cómo me hice el loco, y me sale como si nada.
Basta decir cualquier cosa, confundiendo las palabras, y el ser humano normal y erudito de este mundo se lo cree.
Pero eso a muchos les cuesta dinero a espuertas.
Hay unos cuantos que están aquí por su dinero.
No debería ser posible, pero eso lo sé del propio Hans: se estrellaron por su dinero.
Hans investiga a sus enfermos, no desea pacientes que sean masacrados por su familia por el dinero.
¿Y sin embargo?
¡Mira ese señorito!
Está más sano que nadie.
Me entero de que su familia lo ha sometido a tutela.
Fenomenal, de aquí ya no saldrás nunca más, porque sí que actúas un poco raro.
Ya va dando botes... hace como yo hace un rato, pero en su caso es una enfermedad.
Y esa enfermedad dio el salto hasta su cabeza, él era igual que Hans y Hansi en París.
Dios mío, la de majaderías que salieron de mi boca.
Hans piensa que he perdido la razón debido a sus investigaciones.
Me lo advirtió.
Ahora estoy loco.
¿Qué hará?
No hace nada.
No se atreve a presentarse con el caso.
Esperará todavía un poco.
Se está haciendo el loco, y ¡el loco soy yo!
Estamos sentados en la mesa.
Las enfermeras también están, entre ellas hay niñas hermosas.
Los caballeros las devoran.
Unos cuantos se agarran el campanario y desean proceder a la consagración.
Ya me lo imaginaba, igual que con René: los mayores son como los pequeños.
Líos sexuales, encima con esos viejitos.
Pero las enfermeras los enfrían.
Veo que saben arreglárselas con los hombres.
He vuelto a recuperar un poco la calma y el viejo Piet ya está a mi lado.
Dice no menos de cien veces:

—Ahora ya no me morderás, ¿entendido?.

Yo digo:

—¡No, Piet!

Y Piet siente que voy en serio.
Engullimos ruidosamente la comida, empezamos a pelearnos porque uno tiene más que el otro, pero el enfermero nos da un tirón de orejas.
Somos niños pequeños del parvulario y nos divertimos.
Pero ay, si ese loco vuelve a resurgir.
Después de comer toca descansar.
Damos una vuelta.
Los sigo a todos y cada uno.
El poeta está que no deja de escribir.
Me acerco a él y pregunto:
—¿Estaría usted dispuesto a regalarme un poco de papel, solo un poco? Señoría, ¿cómo van las flores?
Me dejo ir, pero me asusto cuando me percato de que siempre doy en el blanco y que siento sus pensamientos.
Y acto seguido hay un poema:
“Van revoloteando por encima de las aguas de mi corazón.
Amando como dos alas.
Estaban tan a gusto... como si yo tampoco estuviera.
‘Oh, Greetje, Gretchen... weisst du dass ich komme’ (¿sabes que iré?).
‘Hast du nicht gesehen wie ich bin?’ (¿No viste cómo soy?).
Basta con que mires.
El hombre tiene que saberlo”.
Y el hombre arroja su ropa al suelo, en cuestión de segundos está en cueros delante de mí.
Las enfermeras llaman al enfermero.
Creen que va a haber bronca.
Y de nuevo, Hans no tarda ni diez minutos en venir a verme.
La mirada de Hans es... triste.
Mira durante mucho tiempo y está perdido.
Estoy alterando el orden aquí.
Los estoy volviendo locos.
Soy un caso problemático, estoy despertando... un buen candidato para estar aislado.
Eso lo tengo que evitar.
Hans mira y le pregunto:
—¿Cree usted, doctor, que estamos locos?
¿Y que no somos capaces de llevarnos bien?
Sé, sí, sé por qué es usted médico, lo veo por su bata blanca.
Yo también fui médico, pero yo llevaba batas negras.
El negro no es un color tan sucio.
Me voy a sentar allí, doctor, tan a gusto, quiero pensar.
Quiero ver a mis colegas.
A este hombre le parecía que tenía que darse un baño, doctor.
Pensaba que era verano.
Todavía le dije: no lo hagas, ¡es invierno!
Y cuando sintió el viento cortante lo tenía enfrente de mí.
Pero ¿como es posible eso, doctor?
No me diga que eso es posible.
No me conoce, pero yo lo conozco a él.
¿Es Johann Strauss?
¿Lo oyes?
Increíble, cómo toca ese tipo.
¿Lo oyes?
¿Viste esa máscara?
Antes me parecía que todo era inspiración, pero ¡es esto!
¡Cómo sabe tocar ese hombre!
¿Lo oyes, doctor?
¿Lo oyes, mi estimado medicucho?
Qué hermoso, ¿verdad?
Qué hermoso, ¿verdad?
Qué hermoso, ¿verdad?
Pero usted no lo cree.
¡Me voy a descansar!
Hasta luego, doctor (—digo).
Hans está hecho un lío, ya solo me queda un uno por ciento de juicio en todo mi ser.
Me sigue.
Vuelvo a tenerlo enfrente de mí.
De nuevo me mira y reflexiona sobre mí.
Lo miro directamente a los ojos, pero los atravieso.
Veo detrás de él y miro la lejanía.
Allí veo al pequeño René.
Hans me sigue.
No le queda más remedio que aceptar que he dejado de ser el que era, porque ya no estoy allí.
En estos momentos soy como mi palomita.
Estoy volando.
Como una flecha voy volando hasta el pequeño René.
Lo estoy viendo.
Él también va caminando entre los locos de su clase, pero eso Hans no lo ve.
Hablo un momento con René y le digo que ya volveré más tarde.
Al pequeño René aún lo oigo decir:
—Qué cerca de mí estás, tío Frederik.
Digo:
—Que así sea...

Soy consciente de que no pronuncio su nombre, Hans no tiene que oír el nombre de René.
¡Adiós, mi niño, adiós, cariño!
Me quedo mirando y él también, veo muchas cosas, él no ve ni oye nada.
Es como si Hans estuviera sordomudo.
Su ayudante le pide que lo acompañe.
Hans se sobresalta.
De nuevo es incapaz de irse, pero se lo llevan a rastras.
Tengo que estar bajo observación.
Ahora ya no me puedo dejar ir porque si no me trasladan a otra sala.
Me he salido con la mía, de verdad que tendré cuidado.
¡Adiós, Hans!
La sala está tranquila.
Las enfermeras han recogido todo, los niños están jugando.
El viejo Piet tiene algo que contar.
Quiere que participemos todos.
Tenemos que agarrarnos de las manos y jugar en un círculo.
Dar vueltas y cantar canciones, pero estoy muerto de cansancio.
Participan unos ocho de la sala.
Los miro.
Nadie se atreve a sentarse en mi silla aquí en el rincón, del miedo que tienen a que los muerda.
De pronto he logrado infundirles miedo y me tienen un sagrado respeto.
El doctor Franciscanus, el hombre de mi sueño, me pregunta si no quiero un polvito para dormir.
Le digo que por favor.
Manosea un poco en su bolsillo, jugando se pone una sustancia invisible en la mano, la tapa con un papelito, gira la mano izquierda y pone el polvo en la derecha.
Dobla todo con fuerza y dice:
—Primero cuatro gotas de agua, luego hay que aspirar y echar un poco de aire por la nariz, igual que hacen los caballos, y entonces al momento al sobre.
Mañana me pasaré un momento si me prometes que no me morderás.
Contesto:

—No, doctor, no lo haré.
Me extiende su gran mano.
Somos amigos.
El poeta quiere saber por qué tenemos tanta confianza.
Va a dedicarle a esto un pequeño poema.
Empieza a lamentarse, pero el médico no consigue entenderle.
Ahora el poeta le está silbando al oído.
El doctor pone una mueca, se troncha de la risa.
El poeta larguirucho —con una nariz larguísima— también se ríe.
Creo que no fue capaz de hacerlo durante meses.
Cómo se ríe ese hombre a carcajada limpia.
Hay que ver cómo son estos niños adultos.
Y ¿esto son locos?
Uno está sentado en el regazo del otro.
Primero el doctor en el del poeta, después tiene que bajarse para dejar que se siente el poeta.
El viejo Piet está un rato quieto y mira.
El corrillo que él formó está quieto y también mira.
Cuando alzo la mano y solo contraigo un poco los dedos para convertirlos en una pequeña garra, el viejo Piet sale corriendo de un lado para otro como un poseso, sin atreverse a mirar.
Digo en voz alta:

—¡A sentarse! — Y ya están sentados.

Les ordeno:

—¡A correr!

Y corren.

Digo:

—¡Al suelo!

Y están echados en el suelo; pero en ese momento entra el enfermero y ve lo que está ocurriendo.
Digo:

—¡A levantarse! ¡Saludar!
Allí está nuestro general.

Con resolución y a conciencia llevan la mano derecha a la sien.

—¡Descanso!

Dejan caer los brazos y relajan las rodillas.

—¡En marcha!

Se van..., se ponen en marcha, descansan, descansan, descansan.
Piensan en todo.
En todo lo que es bueno.
Pensar en tu hijo, en tu juventud, en tu vida, en todo lo que le importa a tu alma.
Pensar en cosas ricas que ni siquiera te apetecen.
El enfermero ya se ha vuelto a ir.
Pero me apresuro hacia mi rinconcito.
El hombre erudito acaba de visitar mi sitio, pero cuando ve que me acerco se va escopetado.
Me saluda cortésmente y dice:
—¿Qué te parece mi traje?
¿No estoy guapo?
Soy Napoleón Bonaparte.
El profesor Van Scherm.
He hecho bailar al mundo.
Soy un erudito.
¿Me permite que me presente?
¿Cuál es su nombre, colega?
Cuando estoy a punto de piar para quitarme al tipo de encima me encuentro por enésima vez hoy con Hans delante de mí.
El erudito se va con desgana.
No me muevo de mi sitio ni miro.
Cruzo la pierna izquierda por encima de la derecha, apoyo la barbilla en la mano derecha y pienso.
Hans no está.
Se queda mirando un momento y se va.
Oigo:
—A estar pendientes de todo y mientras tanto que me sigan avisando.
No se lo voy a complicar demasiado.
Vuelve hacia las nueve.
Sigo en mi rincón, y pienso en todo mientras ordeno mis averiguaciones.
Ya conozco los nombres, sé por qué están aquí.
También sé por qué sucumbieron.
Son personalidades débiles.
Unas pocas veces es el deseo —mejor lo llamo tristeza física— pero los demás tienen un cuerpo débil, un cerebro débil, un sistema nervioso débil.
Tenemos hasta un teólogo, me parece el más débil de todos.
Lo único que hace el tipo es pensar, pero a veces susurra a los hombres al oído y les dice entonces que Dios puede venir en cualquier momento para juzgarlo.
Adelantó a Jehová y se atascó por el camino.
Es un pobre diablo.
Le echo unos cuarenta años; la fe se le ha incrustado en las orejas y los ojos, en la boca y nariz, porque pone caras que harían empalidecer a un orangután.
A veces profiere ruidos ásperos, tienen un aire bíblico.
Habla de las “Escrituras”, sobre el Gólgota y mil cosas más; de eso me acuerdo ahora, porque Hans me dijo hace mucho tiempo que le había llegado uno —debía de ser, pues, este teólogo— que había sucumbido bajo la santidad.
Hans creía entonces todavía que pronto se iría, pero veo que no.
Allí está, Franciscanus, sentado, contando los certificados de vacunación antivariólica, que hoy pasó a máquina y a mano.
Se ve, los cráneos se cansan, las cabezas empiezan a colgar, pero han nacido destellos en esos ojos humanos.
Se quedan mirando a las enfermeras boquiabiertos.
Yo no mandaría aquí a mis hijas por nada en el mundo.
A esas mujeres —por lo menos mil veces al día— las pesan, las catalogan de demasiado ligeras o demasiado pesadas, las visten y desvisten, otra vez vamos a probar la tapita y a agitar ruidosamente la cazuelita, y después a mirar si no ha cambiado nada.
Qué desnudas están esas niñas, todas son cortejadas.
Los hombres me parecen unos desgraciados de primera.
Mejor ser mujer entonces.
Pero cuando ves la admiración que despiertan esos palacios te entra compasión con estas vidas irrigadas por sangre, donde la simpleza infantil, junto a las ínfulas de harén de una bella sudafricana, juega a que no hay nubes en el horizonte, haciendo como quien oye llover.
La enfermera De Zwager ya sabe qué hacer con esto.
Conmigo ya habló.
Tengo que cuidarme de no tener pensamientos extraños.
Me preguntó:
—¿Qué, Zeultjes? ¿Todo bien?
¿No estás cansado?
¿Yo, enfermerita?
Para nada, yo no, estoy más fresco que una lechuga.
—Santo cielo, cómo bailas.
—¿Verdad que sí, enfermera?
Me mira y piensa: ‘Una buena respuesta, pero la de un niño’.
Continúa y me pregunta:
—¿No te vienes a la mesa?
Enseguida nos vamos a la cama.
—Estupendo, enfermera, pero yo quiero quedarme a dormir aquí.
Piensa exactamente lo que siento yo.
No nos hemos separado ni un segundo, ella me pasó rozando, y yo a ella le di en el blanco de su razón, o bien porque estoy aquí.
Solo se sonríe y a mí me parece bien.
Pero quiere hablar.
Empiezo a comprender que detrás de esto está Hans.
Aguardo y me pregunta:
—¿Dónde vivías, Zeultjes?
Creo que te llamas Gerhard, ¿verdad?
¿No es así?
—A mí me llaman Corderito, enfermera.
Mi madre, que en paz descanse, me llamaba Corderito y papá, el pequeño Gerrit Mariposa, porque siempre revoloteaba por el espacio.
Les he causado mucha pena, enfermera.
—Seguro que sí.
Pero ¿dónde vivías?
—Veamos.
Hoy vivimos en el día no sé cuantos —y encima de él— del mes no sé cuantos del año 1900 y tantos.
Ah, sí, estamos jugando.
La escena del teatro es esta habitación, esta sala.
Los hombres están sobre las tablas.
Hacen el tonto, juegan al tú la llevas.
El viejo Piet está cansado, ya no puede más y el médico está allí para emitir sus certificados de vacunación antivariólica, mañana nos la ponen a todos.
Acaban de traer flores, pero no eran para mí.
El doctor Hans también estaba, entraba una y otra vez, y pensaba que había locos.
Me mira asombrada y dice:
—¿Sabes, Gerhard... que estás jugando?
—No me llamo Gerhard, sino Gerrit, enfermerita.
El pequeño Gerrit, así es como me llaman.
Y aún tengo otro nombre, enfermerita, pero ese ya no lo puedo pronunciar.
¿Lo viste, enfermera?
¿Oyes cómo aplaude la gente en la sala?
Yo ya lo sabía, esta pieza está bien armada.
Pregúntame lo que quieras.
Ya te responderé y entonces mantendremos la tensión.
¿Viste esas máscaras?
¿Viste cómo disfrutan todas esas personas?
Jamás han visto una obra tan intensa.
Tampoco se habían imaginado nunca que yo algún día terminaría en un manicomio.
Pues, sí, las cosas que tiene que hacer uno.
—¡Yo lo vi, Frederik...!
—Ya me lo figuraba, enfermera.
Creo que ese Frederik también está loco.
Una vez me encontré con él.
Pero ese no tiene nada que ver con esta obra.
Ese era un timador.
Siempre se sentía feliz cuando veía sufrir a los demás.
Sí que me conoce, enfermera, pero yo ya no lo quiero ver.
Siempre me peleaba con él.
Mire, entonces decidí que era mejor irme de caza.
Soy un cazador de primera.
Sí, aunque lo diga yo mismo, soy un buen cazador, enfermerita.
Pero ¿que dónde compré lana?
No lo sé.
¿Que dónde vivía?
No lo sé.
Vivía en todas partes, enfermerita.
Allí donde viviera gente, vivía yo.
En el fondo estaba lo más cerca posible de casa.
Por decirlo de alguna manera: nunca me iba.
—Y ¿sabes dónde vivías?
—¿Que dónde vivía, enfermera?
Sí, todavía lo sé, pero de eso ya hace mucho.
—¿Quieres dar un paseo conmigo, Gerrit?
—¿Me lo concede, enfermera?
—Claro que sí, ven, vamos afuera.
El tiempo es bueno.
Pero, cuidado, que no se enteren los demás.
Estoy susurrando, ¿lo oyes? (—pregunta).
Soy como un niño.
Me cuelgo de su brazo y la acompaña al exterior.
Lo he sentido bien, Hans está detrás de esto.
Habla, me agarra bien.
Vamos paseando a la luz de la luna.
Le digo:
—¿La viste, enfermera?
¿Viste esa cariñosa luna?
Y ahora dicen que es donde nacimos los seres humanos.
No lo creo.
¿Usted?
¿Puedo darle un beso?
Así, ¿sobre su pequeña luna?
Es por la luna, enfermerita.
Me quitaré un momento la barba.
¿Me permite?
Me ofrece su mejilla.
Digo:
—Ya te gustaría, ¿verdad, enfermera?
No estoy aquí para besar.
Estoy aquí para descubrir si Dios ha escondido Su sabiduría en los manicomios.
Estoy aquí porque las serpientes y los osos hablan a mi vida.
¿Los oyes, enfermera?
¿Nos sentamos donde la pérgola? ¿Te apetece?
¿Sí?
¿Te vienes conmigo?
¿Sabes, enfermera, que soy tremendamente rico?
Que reviento del dinero que tengo.
Que tengo un palacio y caballos propios.
Pero no estoy casado.
Usted desde luego que tiene buen aspecto.
Pero, en realidad, ¿por qué está aquí?
—Tengo que ayudar a la gente.
Tengo que cuidarte.
¿Es que no lo ves?
—Lo veo, enfermera.
Aun así, me gustaría darle un beso.
Pero ahora uno sobre sus labios.
Y cerraré los ojos.
Así, por ejemplo.
La beso.
Le he dado un beso.
Estoy bajo la influencia de todos esos locos allí que desean poder dar a las enfermeras un solo beso.
Yo estoy enchufado.
Vuelvo a besarla, y otra vez, y le parece bien, qué duda cabe.
Cuando miro a la luna, está tendida en mis brazos.
Casi sucumbe.
Creo que soy capaz de “hipnotizar”.
Dios mío, ¿dónde aprendí esas artes?
Está como muerta en mis brazos y tiene los ojos cerrados a cal y canto.
¿Enfermerita?
¿Enfermerita? Anda, despierta.
¡Despierta!
Sigue durmiendo.
La pongo en el suelo.
Estoy sentado a su lado y la miro a los ojos.
Ahora que la luna ilumina este rostro parece una reina.
Qué morrito tan bello tiene.
Vuelvo a estamparle un beso en los labios, y esos mismos labios reaccionan, pero este cuerpo está petrificado.
Se me hace muy loco y no me gustan estas cosas.
¿Qué tengo que hacer?
Se me ocurre soplarle por la nariz.
Pero no lo hago.
Ya me parece de lo más agradable estar hablando con mi propia aventura, viendo la luna, fue ella quien empezó con esto.
Pero esto puede ponerse peligroso, me buscarán.
Así que soplo.
Psssssst..., así suena.
Abre los ojos al instante y me mira.
Se levanta de golpe y huye.
Dejo que se marche.
Vuelvo por mis propios medios a la sala.
Se fue hacia donde está Hans.
Allí presentará su informe.
Estoy esperando a Hans.
Vuelvo a pensar.
No soy consciente de ninguna culpa, pero lo que irradio no es tan fantástico.
Hago que la gente se duerma.
Y es algo que va por sí solo.
Pues que no hubiera hablado de la luna.
¿Cómo es posible, Frederik? ¿A que no te esperabas eso?
Creo que ahora puedo ayudar a René, se me están despertando dones.
Allí ya está Hans.
Me mira.
Y yo a él.
Soy el de siempre, de verdad que no estoy loco.
Pero él no lo ve.
Quiere volver a perforarme, pero se tropieza.
Se cae y yo me quedo de pie.
Yo estoy sentado y él está tirado en el suelo.
Lo ayudo a incorporarse.
Pero lo hago sin levantarme.
Entonces me susurra al oído.
—¿Estás allí, Frederik?
No lo oigo.
Digo:
—Exacto, capitán, allí fue.
Y entonces hubo víctimas.
Hans vuelve a intentarlo.
—¿Estás allí, Frederik?
—Así es, mi teniente coronel, entonces se hundió el tejado.
Hans se queda mirando un momento y se va.
Se da la orden de dormir.
Vamos hacia el dormitorio colectivo.
En unos minutos estoy en el sobre.
Estoy muerto de cansancio.
Ya duermo cuando vienen a verme.
También la enfermera está allí.
Creo que me está mirando, de pie.
Pero yo estoy dormido.
Ya no me despierto, duermo hasta por la mañana.
Aun así veo a la enfermera, veo que viene a verme varias veces y que me observa.
A los demás apenas hace caso.
Pero sí hay unos cuantos que piden un beso de buenas noches.
Llaman a sus mamás, quieren que los tapen.
Pero eso ya lo harán otros, las manos de mujer tiene cosas mejores que hacer.
Duermo hasta por la mañana.
Cuando me despierto hay mucho ruido en la sala.
Todavía me estiro un poco, primero tengo que saber dónde estoy.
Pensaba que Anna estaba junto a mi cama y que me traía té.
Entonces me di cuenta de que estaba ingresado en un manicomio y que llevaba allí tras las rejas desde hacía cuatro años y medio.
¿Dónde se quedó el tiempo?
Un año dura una eternidad.
Ahora estoy bien despierto.
Es sagrada seriedad, estoy loco.
Nos aseamos, comemos y bebemos, estamos sentados y damos vueltas.
No hacemos otra cosa.
Pregunto si puedo salir.
Dicen que sí.
La enfermera me acompaña, pero veo que es otra.
Pido que me den papel y lápiz.
La enfermera me da su estilográfica y recibo un sobre y papel.
Es un papel hermoso, puedo anotar algo en él.
Estamos sentados en el jardín.
Comienzo y escribo:
“Pues sí, ¿en qué piensa un hombre que se fue de casa hacia un mundo extraño?
Aquí estoy solo y hay montones de personas a mi alrededor.
La enfermera del hotel donde me encuentro —he elegido un sanatorio— está a mi lado y reflexiona.
Hace unos momentos me preguntó si soy escritor.
Dije: “Sí”.
Es una niña simpática.
El viaje fue bastante duro, porque en el tren había muchos locos que iban con su médico a Suiza para buscar curarse.
Esa pandilla se subió en Bélgica a mi vagón...
¿Qué te parece?
No muy agradable, ¿verdad?
Pero dado que me intereso bastante por los locos llegué a comprender muchas máscaras.
Entre ellas algunas hermosas.
Ahora estoy disfrutando en la naturaleza.
Allí ante mí está “Neu Karelshof”.
Es un hotel de tamaño colosal, donde pasan su tiempo muchos extranjeros, para recuperar un poco el aliento.
Hay enfermos a bordo.
El hombre se destroza en esta sociedad.
Vayas donde vayas ves desgracias.
No soy capaz de procesar todo ese dolor.
Tampoco me adentro en él.
Estoy resuelto a recuperar aquí un poco las fuerzas.
Y es posible gracias a que esta gente lo hace todo por ti.
De todas formas, pienso seguir, en unos días quiero ir a Italia.
Entonces no oirás nada de mí por un tiempo, haré un tramo a pie.
Debe de ser un paseo precioso, así, cruzando las montañas; iré acompañado de un guía.
Les (os) digo honestamente que primero quiero descansar.
Realmente, estoy cansado.
Pero ya les (os) mandaré noticias.
¿Qué tal están (estáis) todos?
¡Echo de menos mi té!
Y Anna, Erica y Karel: los (os) echo de menos.
He sabido que René sigue igual, pero que hay buenas esperanzas de que vaya a haber cambios.
Hans me llamó por teléfono.
Estaba yo tan contento, no se lo pueden (os lo podéis) imaginar.
Le dije que haré todo lo posible por volver fuerte y sano.
Bueno, queridos míos.
Los (os) volveré a ver pronto, Frederik...”.
Cierro la carta.
Sentía que era difícil escribir una carta.
No había imaginado que estuviera tan lejos de casa.
Pero estoy preparado.
Le pide que eche la carta al buzón.
Lleva una dirección suiza...: doctor Schuman, Lugano.
Estoy en Obersfehler... en el sanatorio, donde me va bien.
La enfermera me mira.
Sabe lo que quiero y yo sé lo que ella piensa.
Esta carta irá a Hans.
La leerá y además me da igual.
Si regresara él ahora me volveré loco otra vez.
Pero estoy cansado.
Ni un segundo más tarde estoy durmiendo, estirado en el asiento del parque.
Todavía oí que un enfermero se llevaba mi carta.
No pasan ni tres minutos y ya tengo a Hans frente a mí.
Duermo, pero me despierta.
Abro los ojos y digo:
—Pero ¿es que no puedes estar velando conmigo diez minutos?
Déjame dormir, ¡por Dios!
Quiero dormirme otra vez, pero ellos quieren que siga despierto.
Hans me arrastra a una parte de la veranda y me coloca sobre un tipo de carretilla.
Eso al menos es lo que yo pienso, pero resulta ser una tumbona.
Ya estoy dormido.
Estoy extenuado.
No creo que me quede mucho tiempo en este centro de recuperación.
Demasiado alboroto para mí.
Y ¿cuánto tiempo llevo ya aquí?
Al menos tres años.
Tengo que hacer lo que sea por irme a otro sitio, o por volver a casa.
No puedo seguir viajando y errando eternamente.
Estoy tan cansado, tan cansado.
Cuando ya es casi de noche me despierto de un sobresalto.
Me acuerdo de que me fui de paseo esta mañana para escribir una carta.
Estoy agotado.
Pero si pienso un poco más me vuelven las fuerzas y me siento tan lozano como un muchacho de veinte años.
Doy un brinco.
Allí está la enfermera.
Me pregunta:
—¿Qué? ¿Descansado?
¿Ya no tan agotado?
No sé qué responder, por lo que me entra otro tipo de cansancio.
Pero este también vuelve a desaparecer.
Sin embargo, no estoy muy seguro de si hacerme el loco o de si tengo que darle una respuesta cuerda.
Decido volver y no decir nada.
Cuando llego a la sala los hombres están en la mesa, cenando.
Tengo escaso apetito, pero algo como.
Cuando miro hacia mi rincón veo que mi silla sigue en su sitio.
Estuve mucho tiempo fuera de aquí.
Y es que me han pasado tantas cosas.
Lo sé todo, pero me pesa tanto la cabeza —como plomo— que no puedo ver las cosas con más liviandad.
Pero también eso va cambiando.
Ya no pasará mucho tiempo antes de recuperarme.
Como y bebo como cuatro.
Me dan pan, pastel, café, té y un vaso de leche de postre.
Puedo tomarme lo que quiera.
¡Qué buenos son conmigo!
Vuelvo a estar en mi rincón, pensando.
Pienso en todo, vuelvo a hacer comparaciones y sigo a los enfermos.
Conozco sus diagnósticos, sus desgracias.
Y sé que puedo reconducirme a la sociedad, ellos son incapaces de eso.
Las faltan las fuerzas para ello.
Hace unos instantes estuve en esa situación, según siento ahora.
Esta mañana me agarraron, y bien.
Te oprime, te noquea, estás muerto de cansancio, y ellos están frescos como lechugas.
Estaba bajo esos efectos, pero me los he quitado de encima.
Aguantaré un poco más aquí.
Ellos se encuentran en otro mundo, no en el nuestro, sino en uno donde ni la vida, el juicio, el pensamiento, el sentimiento o la personalidad han despertado aún, ni nada en el alma y el espíritu, que se han perdido por la vida material.
¡No hay más!
Y ahora accedemos a la paternidad y la maternidad.
Al amor.
¿Cuál es el sentimiento para vivir el impulso y la tarea de la creación que les provoca el deseo por su madre?
Los llaman maníacos sexuales, pero ¿no son niños?
¿Tan terrible es eso?
¿Somos diferentes los conscientes?
¿No es eso lo esencial para lo que vivimos y por medio de lo cual despertamos?
¿Podemos vivir la vida al margen del pensamiento de crear?
No están preparados para aceptar una vida normal.
Para eso está el matrimonio.
Pero ¿qué hacer si uno no está preparado para uno mismo?
Yo los comprendo.
Los seguiré a estos niños, aprenderé por medio de ellos, viviré muchas cosas, estoy en la sagrada verdad, me rodea por completo.
Que Hans me cuente lo que quiera.
El día transcurre mientras pienso y charlo algo con los locos.
Hans viene a mirar, pero su sintonización conmigo es diferente.
Se desprende de ello y aguarda.
Estoy aquí y me quedo en mi rincón.
El pastor protestante se estrelló por sus estudios y su fe.
El hombre se disolvió en sus estudios.
La inclinación a hacerse el Apóstol le pasó una mala jugada.
Los gramitos de sentimientos que poseía a tal fin se consumieron y el hombre se encontró ante un vacío.
En ese instante tuvo que demostrar de lo que era capaz.
Pero la vida le resultó demasiado profunda.
Desapareció en esa profundidad, se disolvió en ella.
¿Una cabeza demasiado débil para esta virulencia?
¿Sin sentimientos para valerse por sí mismo?
Estoy seguro de que el cerebro no significa nada.
Es la vida, es el sentimiento.
Este estado es igual para el poeta, como para el médico.
El intelecto no tiene importancia.
El viejo Piet es igual.
A todos les falta el sentimiento para procesar la vida social.
De este tipo de gente hay millones sobre la tierra, todos los pueblos tienen esta mentalidad.
Ahora hablan los rasgos humanos.
Quien sea colérico tendrá una existencia difícil por esa cólera.
Esas personas pueden caer presas de ataques si hay demonios, espíritus, viviendo entre la vida y la tierra.
Pero eso todavía no lo sé.
El viejo Piet me asustó.
Lo sigo y empiezo a comprender por qué sentía dolores.
El viejo Piet tiene sentimientos, si no nada habría pasado.
Unos seres humanos están abiertos a eso, otros están cerrados a ello y son inalcanzables.
No sabía que yo poseía esas fuerzas.
Aun así, por medio de una suave conversación y de mis manos puedo tranquilizar a una persona.
Una vez me dejé convencer de que poseía fuerzas magnéticas.
Uno pensaría que así es, pero lo que hizo el viejo Piet fue su propia culpa.
Para mí eso no fue otra cosa que autosugestión.
Como el viejo Piet es medio consciente y realmente piensa que soy un animal, esto impactó como miedo en su vida y hubo fenómenos materiales.
Esos rasguños también desaparecieron ellos solos.
Hans no sabía lo que era, pero ya lo averiguará.
Esas cosas las seguí en la Indonesia colonial, allí es un simple juego para la gente.
Es lo que mantiene a los faquires y magos, viven en soledad y apartados, y se dejan ver de cuando en cuando para hacer cosas raras.
Allí esto apenas te cuesta nada y hasta te bailan, si quieres, igual de raro que hice yo.
Y eso lo llaman, pues, inspiración.
A mayor sensatez con que contemples estas cosas, mayor nitidez para ver que padecen una debilidad de personalidad y que no tienen ni idea de todo lo creado por Dios.
O el joven aquí con todos sus idiomas.
Sucumbió porque quería poseer demasiadas cosas buenas.
Si ese hombre hubiera actuado con cautela, no habría pasado nada.
Debería haber trabajado la tierra.
Ahora esa alma y todo ese sistema corporal están hechos un lío.
Y si encima se añade un poco de imaginación —hoy se siente Napoleón, mañana un ilustre profesor—, a esta alma se le cruzan los cables de tal forma que ya no sabe lo que dice y se convierte todo lo que pueda en estas personalidades.
Eso también lo sabe hacer un actor de teatro, solo que estos han perdido un poco más de sentimiento.
Este también se disolvió, desapareció detrás de una máscara y se convirtió en esta, por olvidarse de él mismo.
¿Pobres almas?
Mejor sería decir: pobres perros.
Sí conseguí lo que me propuse: Hans cree que he perdido el juicio.
Ayer seguramente que debí de ponerme como un energúmeno, y francamente, aún me siento cansado.
Pero no importa para nada, ya llegaré.
Hace que me custodien por separado, en el fondo ya no estoy solo.
Unas veces es el enfermero, otras veces, la enfermera, que ya no quiere saber nada de besitos tontos, porque ha comprobado que ocurrió al margen de su voluntad.
Es amable, pero finalmente, no soy más que un loco.
Solo me faltaba por vivir que uno se volviera bien loco y se pusiera muy salvaje, ya me gustaría vivir eso alguna vez.
En el fondo, ese estudio también ya lo conozco, porque entonces se rebelan contra ellos mismos y se comportan como salvajes.
Entonces los ponen debajo de las sábanas de fuerza; un delicioso baño frío hace milagros, después del cual regresan por sí solos a su gente.
Hans me ha explicado todos esos diferentes grados de la locura.
Por decirlo de alguna forma, entre estos no hay verdaderos salvajes.
O lo tendría que ser yo.
No creo que la enfermera piense que soy precisamente un salvaje.
Más bien creo que piensa: “¡Tan malo tampoco es ese viejo loco!”.
Qué lástima, ¿verdad?, que un ser humano ¡se pueda olvidar de esa manera!
Sí, podría haberse metido en muchos líos, ayer hasta podrías haber perdido la vida.
Creo que Hans le soltó ayer un buen gruñido.
Ya me enteraré de eso más tarde.
En cualquier caso, estaré pendiente de que no me den un tratamiento demasiado rudo, quiero estar y seguir aquí hasta que me haya enterado de todo.
Lo que haga entonces aún no lo sé.
El poeta hace poesía, el teólogo habla de Cristo y la Biblia, el viejo Piet habla de su prima que tanto lo amaba y con la que se habría casado encantado; son momentos en que todos emergen un instante del agua para recuperar el aliento vital.
Pero entonces vuelven a hundirse y son irreconocibles para la vida social.
El dinero y las propiedades, todo tiene que ver con ello.
Los idiomas y la erudición, el amor y la felicidad, la ropa y la pobreza, y quién sabe cuántas cosas más: todo eso hizo que las vidas se estrellaran.
Nunca pensé que fuera tan sencillo.
Hans, según sé, es incapaz de ayudar a estos enfermos.
No tiene la capacidad porque todas estas enfermedades surgieron por la vida interior.
Para esto todavía no se han creado hierbas.
Lo que hacen son chapuzas.
Hans puede encargarse de que los sistemas físicos recuperen fuerza, puede intentar de todo, pero de todas formas no es la materia la que obliga a la vida a pensar con más agudeza, porque no puede hacerlo.
Lo que intenta Hans son apaños de lo más comunes.
Su impotencia no es del cincuenta por ciento, sino del cien por cien.
Hay que hacer caminos completamente nuevos.
Desconozco con qué fin se le hace profesor.
No comprendo por qué se lleva el título de doctor a pesar de ser un mindundi.
Desconozco por qué esa gente monta tanto alboroto.
Sí que comprendo que esta universidad aún tiene que nacer.
No hay medicina alguna que posea conciencia, por poca que sea.
Esta gente aquí, todos estos locos, tienen más conciencia que sus enfermeros.
Hans no la atraviesa con la mirada.
Buscan, pero están frente a un profundo pozo en el que Hans no desciende, porque sabe que ya no volvería a salir de allí.
¿Y cómo quiere ensartar allí, en esas tinieblas, el hilo por el ojo de la aguja para colocar un trapo encima de ese agujero?
No es capaz de hacerlo.
Es después de la comida cuando de repente está frente a mí.
Creo que he estado pensando en voz alta y entonces volvieron a avisarlo.
Continúo sin hacer caso alguno, pero veo que Hans se sienta a mi lado, porque cree poder hacer algo por mí.
Le hablo a él, a los médicos, pero lo hago a través del espacio.
Seguramente que no comprenderá nada de ello, pero me dirijo a él y a su docta especie.
“A estas almas hay que darles la vuelta”, oye él.
También a mí, pero yo mismo estoy allí.
Si continúo, veo que viven más en las almas, más en el espíritu que todos aquellos que piensan estar encima.
¡Son genios!
Por cierto: ya lo son desde hace tanto tiempo.
Comenzó cuando los primeros seres humanos de todos se desprendieron de las leyes materiales, físicas.
Yo también estuve allí presente, pero no me creen.
Ahora es un jolgorio de padre y muy señor mío.
Ese de allí, el hombre con todos sus idiomas, ese tenía que haber sido un poco más cauto.
Si ese chico no se hubiera dado esos aires extraños, entonces no estaría aquí.
Tendría que haber ido a las mujeres, tendría que haber aprendido todo de ellas, entonces no habría cabido la posibilidad de que en la calle dijera sin más esas cosas raras.
Entonces lo recogieron y se lo llevaron a Gibraltar.
Ahora está disparando.
Dispara con sus idiomas pero nunca da en el blanco.
Pero ¡el viejo Piet lo podría haber ayudado!
Ya me gustaría ver a las mujeres.
Santo cielo, ¿cómo se pagarán sus cuentas?
Si se me concediera verlas una vez, estar con ellas un solo día, creo con seguridad que yo volvería a salir en un santiamén de este lío sobrenatural.
¿Le gustaría al doctor?
Y, veamos, ¿por qué no envío una breve solicitud?
Así podré comenzar con mis propias clases.
¿Dónde está el médico?
Ojalá estuviera el médico, entonces sin duda se lo preguntaría.
Mejor me preparo, me pondré otro traje, porque los médicos miran la ropa que llevas.
Si comienzas a descuidarla te vas al garete.
Pero ¿dónde está el médico? El hombre estaría aquí a las siete.
¿Piet?
¿Piet?
¿Dónde está el doctor?
El viejo Piet me dice desde la distancia que no lo sabe.
Pero —qué gusto— Hans pica el anzuelo.
Yo sigo como si nada, porque de pronto me ha entrado el deseo de poder estar un poco entre las mujeres, quizá aprenda allí aún más que aquí entre todos estos tipos alelados.
Pero Hans no pica, no me lanza mordiscos.
De todas formas, sigo.
Oh, ¡ojalá se me concediera morar en esa inmaculada claridad!
Me acuerdo de cuando salía a pescar con mi amigo el doctor Van Hoogtensteintenhovebroekman antes de que fuéramos a dar clase.
Cada pez que sacábamos del palacio del rey hablaba de la locura engreída y de la no engreída.
Más tarde dije que el profesor Wolffhans veía mejor que nosotros —que éramos los que sabíamos del asunto— cuáles eran las consecuencias de una fractura craneal.
Cuando más tarde —años más tarde— accedimos ambos a la distinguida cátedra notó en mí que yo lo había hecho mal, y yo noté en él que era él quien lo hacía mal.
Entonces decidimos que lo mejor era un poco de juerga.
Pero, en el fondo, volvimos a serenarnos entre las mujeres.
Y ¿ahora?
Creo que de esta manera construiré la torre.
En fin, hace falta permiso.
Pero ¿dónde se habrá metido el médico?
—¿No sabes dónde está el doctor, doctor?
Hans se queda pasmado.
Mira con atención, pero no a través de mí.
Cree que estoy lejos, pero estoy aquí, ni a un metro de él.
Hay que ver la de cosas raras que uno se puede imaginar.
El viejo Piet viene a decirme que el médico ha salido a cabalgar.
Santo cielo, ojalá que el hombre me hubiera llevado con él, quiero ir a ver a mi prima.
¿No podría haberme advertido ahora, oso, serpiente, tigre, león?
El viejo Piet me saluda ahora.
¿Podemos salir hoy, oso?
Le digo que tiene permiso para salir.
Le daré el correspondiente pase.
Primero tiene que dejarse examinar por Franciscanus.
Este lo oye y ya está listo para ofrecerse.
Realmente, somos una pandilla de bromistas, pero eso Hans no lo sabe.
Yo sigo un poco más, porque quiero ir a donde las mujeres.
Si estuviera allí, creo que me despertarían recuerdos de un rico y puro pasado consciente.
Vaya, pero qué bien sé hablar.
A ver, hazlo otra vez.
Creo..., creo..., a ver, un momento...
Upi...
Pero, ay, Upi... espera un poco.
Este es mi tercer nombre.
Así me llamaba la tía Tresia.
A Von Trudeheim..., ya sabe usted, a esa señorita de las pecas, siempre le provocaba risa cuando me llamaba Upi.
Pero continúo.
Quiero ir adonde las mujeres para hablar con las del tío Hans.
Ese tío Hans fue un antepasado mío.
Fue él quien me dejó ese oro y plata, que me permitió hacer tantas locuras, por lo que viví en miles de ciudades a la vez.
No me caen bien esas mujeres.
Solo necesito ver las mujeres que precisamente por su intelecto se han olvidado de sus antepasados.
¡Quiero conocer a la nobleza!
¡Precisamente esa nobleza!
Quiero repartir los caramelitos y golosinas, quiero tomar el té.
El viejo Piet se encargará de las galletas chinas.
El doctor Franciscanus, de que todo termine bien y de las recetas soplapulgas... que entretanto crecen y florecen, pero de las que el doctor no tiene ni idea.
¿Saldré de aquí?
Piet, ¿saldré?
Me hace un saludo con el brazo, más seguro que nadie de que podrá venir.
Hans mira y sigue mirando.
Creo que he ganado la partida, él piensa en mi dirección.
Aquí todos los locos son capaces de hacer eso.
¿Pensamos hacia la gente?
Para nada, pensamos precisamente alejándonos de ella, pero al hacerlo entramos a mayor profundidad en sus vidas.
Y entonces oyes esa voz que te dice: “Vamos ¿por qué no le das a esa criatura ese deseo? Porque a fin de cuentas le sienta muy bien”.
Tengo tantas esperanzas de que seré yo a quien le sienta bien, y ¡lo sé!
Hans todavía no pica, tengo que ponerle otro cebo a mi caña de pescar.
Continúo.
¿Veré a Erica allí?
¿No fue ella la hija de mi madre?
Ella me ayudará en eso.
Pero, ay si se produce una traición.
Es que me la conozco.
La conozco demasiado bien.
Oh, la conozco tanto.
La conozco —a ver, a ver— por lo menos desde hace cuatro semanas.
Y eso ya es bastante tiempo.
Sí, entonces me dejó solo y así es como me quedé: solo, con todo, con ocho pobres nenes.
¿Erica?
¿Quién más estaba allí?
Ah, me acuerdo del nombre...
¿Hansa?
No, sonaba diferente.
Siempre me aferro a los sonidos.
Hanna... exacto...
Era Hanna.
Y ahora oigo Enré... el nombre de mi Dios.
Enré, haz algo por este hombre, por este pobre diablo.
¿Lo harás?
¡Mándame al harén del doctor Van Hansesteintenhovebroekman!
Lo quiero.
Si no te pongo bajo mi carga eléctrica, porque soy un cargador.
Soy electrizante.
Quiero ir a las mujeres.
Quiero ir a Erica y a Hanna y a mi Enré...
Neré...
¡No, así no era!
René suena mejor.
Pero sí que era otro sonido.
Enré es mejor.
Veo a ese Enré delante de mí.
Ya me encontraba allí antes.
Puedes hacerte enterrar allí y puedes conseguir que te hagan vivir de nuevo, todo por el mismo importe.
Pero de eso no tiene ni idea Hanstenhovebroekman, ese fue despachado con buenas palabras.
No es que fuera despachado, es que se cayó de bruces y el viejo Piet lo ayudó a levantarse.
¿Crees que Piet obtuvo una recompensa?
Olvídalo.
Piet, ¿te dieron una recompensa?
Qué va, me engañaron esos diablos.
Me tendrían que haber dado cuatro florines y cuarenta céntimos.
Pensé —dice Piet, y al instante lo convierte en una gran historia— que me daban ese dinerillo para más tarde, para la vejez, pero se lo han bebido.
Con mi dinero.
Me parece gentuza, qué quieres que te diga.
Pero ya les pasaré la factura.
Ojalá que primero llegue Aftalia.
Oh, es tan hermosa, ¿verdad?
¡Menuda tipeja!
Tengo que ver a Erica y hablar con ella, está allí entre las mujeres del doctor Van Broekmantenhovevansteinwolff.
Y así es.
Cuando la veo le pregunto si ha visto a mi Dios.
Exacto...
Enré... el Dios de la vida y el viento.
El Dios mío y de usted, el Dios que esquiló fragmentos voluptuosos como si pensara que era un cordero recién nacido.
No, estoy equivocado, los corderos recién nacidos ni siquiera se esquilan.
La oveja que yo quiero decir ya tenía veinticuatro años y era casadera.
Y ¿yo?
¡Le puse de nombre Erica...!
Pero ¡qué qué qué contenta estaba la niña!
Estoy tartamudeando ya solo porque quiero ver las mujeres.
Ojalá estuviera el médico.
Miro a Hans directamente a la cara y le pregunto:
—¿Sabes tú, engendro, dónde está el médico?
¿Puedes llevarme a su corte para que vea yo la nobleza de su séquito?
Adelante, joven, te sigo.
Llévame a su harén.
Vamos, ¡precédeme!
¡Levántate, muchacho!
Bajo a Hans a rastras de su silla.
El viejo Piet tiene que venir, él también quiere ver la corte.
Todos están rogando para que los dejemos venir.
Se han dado la mano y hacen cola, igual que cuando el viejo Piet jugaba ayer con los hombres infantiles.
Quieren seguirme.
Al doctor no lo conocen, pero al doctor sí lo conocen, es un enfermero que da inyecciones y que reparte órdenes.
Estamos listos, pero tengo que irme, solo.
Y me tiene que acompañar el médico.
Hans va a poner las cartas boca arriba.
Desde hace cinco minutos sé que voy a ir a las mujeres.
Quiero conocer todo lo que se mueva allí, a lo loco.
Quiero ver, quiero mirar lo que esas hacen durante todo el día.
Quiero ver su harén y vivirlo.
Hans me suelta de los demás y vamos al exterior.
Una vez fuera, camina con la cabeza gacha hacia la sala donde están las mujeres, donde viven.
‘Spass machen’ (A divertirse).
Me voy con él.
A bote pronto me pregunta:
—¿Vas a seguir mucho tiempo con esta comedia, Frederik?
¿Quieres hacerme creer por más tiempo que estás loco!
De todas formas, te voy a dar esta oportunidad, pero si no paras, te voy a dar una paliza tan tremenda como jamás te dieron en tu vida.
Ya te enseñaré como sí tiene que ser, Frederik.
¿Lo oyes?
¿Me ves?
¿Lo sabes ahora? (—pregunta).
Lo entiendo todo.
Lo sé pero no digo nada, voy arrastrando los pies a su lado.
No reacciono ante nada.
Por cierto, es capaz de verlo, yo no estoy.
Hans lo intentó, pero yo no caigo en la trampa.
No, Hans, demasiado barato, sé hacerme el loco y serlo si así lo quiero, y entonces no me reconocerás.
Pero sigo teniendo la fuerza para volver a salirme, lo que los demás no saben hacer.
Haz lo que quieras, quiero vivir, solo y por mis propias fuerzas, cómo es aquí donde estás tú.
Insúltame, por qué no, ponme en la hoguera, claro que sí, experimentaré todo, ¡así de seguro estoy de mí mismo!
¿No lo sabías, Hans?
¡Son los nervios!
“Yo no voy seguir jugando al fantasma, que lo sepas...” sale de mi boca en respuesta a su amenaza.
Está delante de mí y me mira a los ojos.
Me arrastra hacia donde está él, se mete como puede en mi alma, pero no me encuentra.
Eso toma un poco de tiempo.
Después va bajando la cabeza y dice en un holandés bien inteligible: “Una completa locura, y es mi culpa.
¡Entonces mejor a las hembras!”.
Y por hoy estoy entre las mujeres de Hans.
Cuento catorce, pero hay más, según sé, viven allá.
Estas me bastan.
A ver, mira esas damas.
Entre ellas hay algunas que ya quisieran hacerme jirones.
Qué odio deben de cargar esas almas.
Anda, mira esos ojos.
Ojalá esto no termine mal.
Tomo una silla y vuelvo a sentarme en un rincón.
Cuando se me acerca una y me espía, acercándose demasiado a mi vida, doy un ladrido como hacía entre los hombres, con lo que los dejé perplejos.
Ahora veo unos ojos desorbitados delante de mí, la máscara aterradora de una mujer de unos cuarenta años.
Veo que es guapetona.
Vuelve a mirar... mientras tanto hago un maullido.
Se me echa encima y quiere arañarme.
Me caigo de la silla, me arrastro por el suelo y hago como si fuera un oso pardo.
Voy rodando por el suelo, pero en dirección a mi sillita.
Y entonces vuelvo a subirme a ella, para aguardar su reacción.
Allí está, con los brazos en jarras... mirándome fijamente.
Pasa un rato... pero siento que son momentos de vencer o morir.
No sé dónde esconderme.
De repente se me ocurre.
Imitando animales no consigo nada aquí.
Ya sé cómo las tengo que superar.
Empiezo a llorar.
Padezco de infantilidad.
Perdí a mi mamá.
Me fui a la escuela y me perdí.
Me mira y veo que la máscara se va relajando.
Dice:
—No eres tú, ¿verdad?
No eres tú, ¿verdad?
—No, que no, no soy yo... yo no, qué va..., no soy yo.
¿Qué hace?
Me acaricia las mejillas.

—No, no eres tú.
Te habría matado...
Alégrate de que no seas tú.
¿No conoces a Suéter amarillo?
—Yo sí, ¡eh, madrecita!
Que yo sí.
No veas lo a gusto que estoy con Suéter amarillo.
Vuelve a mirarme.
Me mira a los ojos y dice:
—¿Ya te besé esta mañana, Wimpje?
—No, Suéter amarillo... enseguida tengo que ir a la escuela, pero estoy perdido.
Ay, si me viera la abuela.
—No tengas miedo, todavía me tienes a mí.
Ven, ven.
Me abraza.
Entra una enfermera.
La enfermera ve lo que está pasando.
Suéter amarillo dice:
—Es el hijo de mi abuela, Wimpje, está perdido.
Pero todavía me tienes a mí.
Ven, madre, ven, mira este Wimpje.
Me estruja hasta dejarme sin aire.
La enfermera dice:
—Lo llevaré a la escuela.

Pero el enfermero que entra dice que tengo que quedarme aquí esperando.
Órdenes de Hans.
Pero allí ya viene.
Y me mira.
¿Qué se le está pasando por la cabeza?
Soy Frederik, Hans.
Soy tu amigo.
¿Creías que soy Frederik?
A la mujer la escamotean.
Ahora miro abiertamente, sin cortapisas.
La enfermera se queda, los demás se van.
La enfermera se queda en la sala.
Miro a mi alrededor y puedo procesarlo todo.
Voy de madre en madre.
Pero ¡son unos marimachos!
Aquellas que están llenas de odio han perdido su posesión, su amor.
Lo que veo es lo mismo que donde los hombres, solo que estos cuerpos son distintos.
Lo que sentí allí aquí ha dado lugar al deseo de dar algo, de recibir algo, lo que una y otra vez me vuelve a llevar al pequeño castillo humano.
Veo al de los delirios religiosos, a la turista bíblica... está escalando ese gran edificio y ya no logra alejarse de él, porque se olvidó de los peldaños.
¡Es una escalera de mano que ya no está!
Pide auxilio a gritos pero nadie puede ayudarla.
Las conozco a todas de antes, cuando estuve aquí un rato por gusto.
Entre ellas hay una niña de sesenta años que perdió a su marido porque se largó con otra.
A esa de allí, esa muchacha canosa de cincuenta años, no le falta un tornillo sino varios, porque unió la bondad a la pasión, lo que al final hizo que ella misma se estrellara.
¡Lo que la riqueza no es capaz de hacer!
Quiere hacer el bien... quiere amar todo en la tierra.
Del brazo le cuelga una cestita en que están escondidas todas sus bondades.
Las reparte día y noche.
La han sometido a tutela, de aquí ya no saldrá nunca.
Apuesto que, si me dieran tiempo, devolvería a la sociedad varias almas de las de aquí y allá, porque vivo dentro y debajo de sus corazones, y allí es donde quiero vivir, porque lo que quiero es dejarlas vivir.
Todo no es más que una cuestión de pérdida.
Uno ha perdido dinero, el otro, el amor.
Hijo o madre, esposo o lo que sea, el amor por la gente es como la peste negra en Oriente.
No pueden procesar ese amor, los arruina.
Solo porque son demasiado débiles para esta vida material.
Entre la gente veo quienes son homosexuales y que revolotean como tortolitas alrededor de los aspirantes.
Sacan con precisión el color puro.
Lo saben con tanta seguridad como que dos y dos son cuatro.
Y unos no son menos que otros.
Los que quieren poseer amor, igual que lo quieren el viejo Piet y los demás, me miran como gatos salvajes de la jungla.
No me atrevo a soportar esos ojos.
De antemano sé que las cosas saldrán mal.
Basta con que mires detrás de esas máscaras y ya lo sabes.
Aquí ser gordo o delgado ya carece de importancia.
Pero creo que prendo esta vida.
A esas máscaras les entra fuego.
Veo un gran deseo en esos ojos.
Hay siete máscaras que no me quitan ojo, pero tengo miedo a esas garras.
Ojalá que esto salga bien.
Vigilo la puerta, por si acaso quiero huir...
Eso ya lo he hablado conmigo mismo.
Mira esa de allí, está sentada a unos siete metros de donde estoy yo.
Rondará los cincuenta años, tiene buena figura, el rostro algo hinchado, la dentadura bien aún, una nariz como la de Homero.
Pero sus rasgos son temerosos.
Oigo que es la mujer del capitán.
Las mujeres se tratan de otra forma que los hombres.
Aquí creo que no juegan, eso los chicos lo hacen más que las chicas.
Las sigo, voy de una a otra, pero solo me encuentro con deseo y con la impotencia de pensar de forma normal.
Han pasado algunas horas.
A Hans no lo he visto todavía y la enfermera no se ha ausentado ni un segundo de la sala.
Después regresa el enfermero.
Ambos desaparecen.
¿Órdenes de Hans?
¿Me da esa posibilidad?
No lo sé.
No me atrevo a un mover un pie.
Tengo miedo de que se me echen encima cuando menos me lo espere para hacerme cosquillas, algo que nunca soporté.
Aquí tengo que cuidarme más que entre esos horribles hombres locos.
Las siento verdaderamente locas y peligrosas.
Las mujeres son más serias que los hombres... no se puede negar la sangre de la jungla.
¡Son gatopardos!
Por eso aquí no consigo nada con magia pragmática o negra.
No lo ven, me ignoran por completo.
Solo echan miradas algo demasiado salvajes a mi castillito, nada más.
También hay una tal Sonia.
Sabe bailar.
¡Y cómo!
Con su baile ha llegado hasta Hans, ahora forma parte de su harén.
No doy nada por esta pareja.
Son preocupaciones.
Y ¡es miseria!
¡Hay que ver ese Hans!
Nunca querré tener semejante harén.
No quiero hacerme psiquiatra, son grandes desgraciados.
Sonia va patinando igual que yo ayer.
Le ha pillado el truco.
Se me acerca demasiado, y demasiadas veces.
Empiezo a creer que me está cortejando.
Ya lo sé.
Le echo unos treinta y cinco años, a juzgar por las pequeñas arrugas en sus ojos; creo que a estas almas les puedes determinar la edad como a los caballos, mejor que mirándolas y contemplando el castillo en su conjunto.
Veo morros equinos, debido a que este castillo arruinado está carcomido.
Sonia continúa, va rodeando las mesas; hace piruetas divertidas.
Va columpiándose y se sube las faldas con arte.
No podría haberlo hecho mejor que ella.
Mientras tanto determino las necesidades y preocupaciones de todas las mujeres.
También para esto tengo mis diagnósticos en el bolsillo y más tarde los colocaré en mi álbum.
El cuaderno de bitácora está quedando precioso, ahora no estamos en la jungla, pero estamos rodeados de salvajes.
Al menos yo, porque los demás ya no se atrevían a adentrarse en el bosque.
Ojalá que esas máscaras no me asen vivo, no es algo que me guste.
Después de que Sonia haya mostrado sus artes durante unas horas, jugueteando, está cansada, extenuada de sus saltitos y pasitos, de sus contoneos; se me acerca y pregunta:
—¿Qué, barón? ¿Cómo fue?
¿Voy a tener mi besito?
Ya me lo imaginaba.
Al final siempre es la misma historia.
Tengo que jugar.
Digo:
—Bueno, princesa, fue muy hermoso.
¿Sabes hacer algo más?
Soy todo atención.
Sonia se me echa encima volando como un pato furioso y va batiendo las alitas en medio de mi cara.
De un empujón me la quito de encima y pregunto si quiere bailar.
Al final lo consigo.
Vuelve a jugar al dominó, coloca todas las piezas, va arrastrándose por encima.
Con las faldas para arriba y para abajo, dando pasitos cortos, como aprendió, las piernas para arriba y la espalda hacia atrás, hace lo que se le ocurre.
Pero eso no va bien.
La miro a los ojos.
Se está poniendo más salvaje.
Azuza a los demás.
Las mujeres van vigorizándose, es animación.
¿Dónde terminará por encallar este barco?
Sonia baila, quiere imitar a Carmen, escupe y grita, las demás participan.
Hay tres que no hacen caso alguno, estas se retiran y les parece que clama al cielo.
Son las buscadores de Dios.
No pueden participar, cuelgan de su alta pared y no son capaces de marcharse.
Pero las demás —viejas o grises, da igual— entran en éxtasis y acaban de cumplir los treinta años.
¿De dónde sacan esas personas mayores la vida?
¡Estoy disfrutando!
En el fondo soy incapaz de entenderlo.
¡Las entiendo y no las entiendo!
Ya lo sé: los seres humanos nunca consumimos todas nuestras fuerzas.
A estas de aquí les sobra.
La elevan desde su subconsciente.
No se sabe de dónde vienen, pero veo que es posible.
Están abiertas a ellas... sintonizan con ellas... y eso va por sí solo.
Sonia chilla, da una impresión siniestra, y juega un juego conmigo y con ella misma.
Está estresada, se abalanza hacia la mujeres y las arrastra con ella.
Ahora aquí es igual que donde nosotros.
Sonia por delante, las otras siguiéndola.
Me empieza a doler el pecho.
Siento los latidos de mi corazón hasta en la garganta.
Esto no va terminar bien.
Sospecho que llevo unas horas aquí, he perdido la noción del tiempo.
Es entonces cuando llega el clímax.
Pega un chillido, se abalanza con las demás hacia mí, quiere aplastarme a besos.
Doy un salto y ya estoy casi fuera de peligro.
Me oigo gritar.
Cuando voy volando hacia la puerta se me adelantan por un pelo.
Las mujeres me asaltan.
Yo estoy abajo y ellas encima de mí, se están dando patadas.
Siento que me quieren hacer jirones, no hay donde agarrarse.
Arrojan su amor... son piedras.
Cuando siento que van dándose cuenta de que no me pueden desvestir entre todas mientras unas estén encima de otras —porque eso es lo que quieren— se van soltando.
Lo hacen de cuatro en cuatro...
Apoyándose en el abrazo de Sonia... ya no tengo nada que decir, me han vencido.
Creo que no habría quedado nada de mí si no hubiera llegado la salvación.
Me liberan el enfermero y una enfermera.
Espantan a las mujeres.
Sonia eso no lo acepta, se ha puesto como una salvaje.
Llegan otras enfermeras y Hans también.
No lo miro, me lleva el enfermero.
Volvemos directamente al viejo Piet.
El hombre no me hace pregunta alguna, hace lo que se le encarga y no tengo nada que decir.
Pero no he visto a Erica ni a Anna, mi estudio allí fue triste.
Vuelvo a sentarme con el viejo Piet, que me hace preguntas.
Quiere saber si he visto a su prima.
Le digo que no estaba, pero que no tardará en venir.
Esto está bien.
Piet domina el arte, sin darse cuenta, de hacer que una persona no se calle.
Cuando tenemos a Hans delante de nosotros Piet está en animada charla.
Hacemos como si no estuviera el médico.
Le digo a Piet:
—Pues, no iba a decirle a ella que has perdido todo tu dinero, ¿no?
Piet ¿podría haberla dicho —a ver, dime tú cómo— que te han robado?
—No, eso no, es imposible.
Pero ¿qué dijo?
—Que vendría.
He hecho lo posible para decirlo.
Qué perros tan hermosos tiene.
Hay que ver lo bonitos que son, Piet.
—Sí, pero no me fío de ellos, muerden.
A mí me sacaron de quicio.
—Piet, ella dice que nunca deberías haberlo hecho.
¿Has visto esas manitas de cerdo en la mesa?
Qué bien cocina verdad, ¿verdad?
—Que si sabe, es una buena muchacha.
Oh, ¡es tan buena!
Apuesto que la conseguiré.
El domingo iré al sastre.
Estará bien conmigo.
Bueno, veamos, nos casaremos en cuatro semanas... y tú serás el padrino de la boda.
—Oh, encantado, Piet, encantado, ya me encargaré... yo no te voy a dar ningún problema... no, de verdad que no, Piet.
Yo no piso los faldones del traje de la novia.
Me encargaré.
Hans nos oye y nos ve, pero no alcanza a comprenderlo.
Que un ser humano se vaya metiendo de una miseria en otra y siga siendo él mismo en toda esa miseria, eso es imposible.
¡Frederik está loco, sin duda!
No es capaz —capto de él— de representar semejante comedia.
Eso solo los locos son capaces de hacerlo.
Y ¡Hans ya salió volando!
Se ha ido y se queda fuera todo el día.
Ojalá que eso tampoco termine mal.
Creo que no cumplirá su palabra y, santo cielo, ¿qué tendré que hacer entonces?
Yo estoy callado en mi rinconcito, reflexionando.
Pregunto a la enfermera si puedo hablar con el médico.
Lo hago lo más conscientemente posible, para que piense que estoy bien.
Pero no reacciona.
Le digo:
—Pero ¿es que no ve usted que a mí no me pasa nada?
—Eso, Zeul, aquí lo dicen todos.
—O sea, ¿aquí nadie está loco?
—No, aquí nadie está loco, tú tampoco.
—Ah, pues entonces hoy mismo me voy a casa.
—Ya te gustaría, ¿verdad?, pero eso no es posible, Zeultje.
Ya no estás bien de allí arriba.
—¿Cómo?
—¿No lo sabes, Zeultje?
—¿Qué dices, enfermera?
¿Que sí que estoy loco entonces?
—Zeul no está loco, sino que le falta un tornillo.
El médico no está.
Hablo lo que puedo, pero no me sirve.
Estoy metido hasta el fondo, estoy perdido.
Ahora piensan que estoy loco.
¿Dónde está Hans?
El médico no está.
Creo que Hans se fue a Karel y Erica.
Dios mío, ¿ahora qué?
¡Ojalá pueda volver a salir de aquí!
Estoy pensando, pero ahora ya no sé por dónde empezar.
Comemos, bebemos, estoy y no estoy.
Hans ya no viene.
Lo pregunto al enfermero, pero ese se hace el loco.
Ya no obtengo respuestas a mis preguntas y me tratan como si estuviera completamente loco.
Empiezo a arrepentirme de mi investigación.
Estoy sentado en mi rincón, meditando.
No he visto a René.
Después vamos a dormir.
Hans sigue sin aparecer.
Estoy echado, pensando, inmóvil.
No viene la enfermera, sí un enfermero.
Pero ese me deja totalmente frío...
Solo sé que tengo que aceptar que o bien Hans se ha olvidado de mí, o bien que ha ido a ver a Karel y Erica para contarles la triste noticia.
Frederik no se fue de viaje: Frederik se ha vuelto loco.
Es como si los estuviera viendo.
Dios mío, ¿qué va a ser de mí?
Y ¿sin embargo?
Estoy tranquilo.
Empiezo a verlo de otra forma, voy a cambiarme de ropa otra vez.
Sueño que camino al aire libre.
En mí vive el sentimiento de que fácilmente tengo miles de años más.
Estoy en la naturaleza, sentado en el sitio de siempre.
Tengo a René conmigo y el niño está jugando.
Estoy sentado allí y no está.
Le pregunto por determinadas cosas, pero no me contesta.
De pronto me dice, sin embargo:
—Que sí te oía, tío Frederik.
—Vaya, ¿me oías, René?
Entonces ¿por qué no me respondías?
—Ya llevo tanto tiempo aquí, pero tú no estás.
¿Por qué te alejaste tanto tiempo de mí?
—¿Tanto tiempo fue, René?
Claro, es cierto, muchacho querido.
Pero ¿es que no recibiste mis cartas, pues?
—Escribiste una sola vez, tío Frederik, y encima en francés, que no sé leer.
—¿No escribí más que una vez?
—Sí, tío Frederik, es que estabas de viaje, ¿no?
—Eso fue una sola vez.
Y entonces fui a visitarte.

—Ahora caminamos por el barrio nuestro, tío Frederik.
¿Volverás a verme pronto?
¿No estarás demasiado tiempo de viaje?
¿Vendrás pronto?
O volvemos a casa.
Mamá está esperando.
Ven... volvamos a casa, es mejor para mí.
René me toma de la mano.
Caminamos lentamente a casa.
Vamos arriba y abajo, pero no vemos a nadie.
Entonces los oímos hablar atrás, en el jardín.
Oigo que Karel le dice a Erica:
—¿No es terrible?
‘Qué es terrible’, pensé.
También René está mirando y escuchando.
—Ay, es terrible.
Dios mío, ¿qué hemos hecho?
Karel y Erica entran a la casa, a Anna no la veo.
Erica está llorando.
Se derrumba.
Karel la lleva arriba.
Allí está echada.
Ahora también veo a Anna.
Ella también está acostada.
Veo a través de una densa emanación.
Detrás de esta yace Anna.
René dice:
—Porque llevas tanto tiempo fuera de casa.
Anda, ven rápido, entonces todo se arreglará.
Volvemos a salir un momento.
René se despide de mí y dice que ya sabe encontrar el camino él solo, que me cuide, que voy a volver a mí mismo.
Sé encontrarme en la clínica de Hans.
¡Me despierto!
Por la luz que va en aumento creo que son las cinco.
Empiezo a pensar, tengo que pensar, Hans lo ha traicionado todo, cree que estoy loco.
Estuve jugando con fuego.
Antes de Navidad estaré en casa.
Volveré a casa antes de lo que todos se esperaban.
He sido vencido.
¿Vencido?
¿Por qué cosa?
Soy el mismo, he vivido problemas asombrosos.
¿Qué más quieres?
Pero tengo que intentar pensar tranquilamente.
Tengo todo el tiempo.
Creo que Karel y Hans se están acercando a mí.
¡No estaba soñando, sino que estaba allí!
Allí vivía.
Pero ¡es René quien me salvó!
Él me apoyaba.
Él me envió de vuelta a casa.
Tomaré una decisión.
Erica y Anna se han quedado destrozadas.
Karel también.
A Hans le leen la cartilla.
Ay, Hans, ¿cómo es posible que eso te pareciera bien?
Tengo que volver a casa.
Ya basta de estar viajando, llevo meses de camino.
No sabes en cuántos sitios estuve.
¿Lo ves? Ya me lo imaginaba.
Me dan galletas con el café.
Son de especias, dos galletas con forma de pequeños médicos.
Hans y también Karel.
Hola, Karel.
Me mira los ojos, quiere ver en ellos cómo me va.
Pasa un poco de tiempo, me someto a su búsqueda y sondeo, sé lo que quiere.
Mientras tanto he decidido por mí mismo cómo actuar.
Tengo que irme de aquí o ya no saldré nunca.
Yo no he tomado el pelo a toda esta gente, me he portado como tenía que ser.
O ¿había otro camino?
Todavía no lo sé, pero tengo que salir.
Karel dice:
—¿Me reconoces, Frederik?
Ahora lo miro.
Nuestros ojos se encuentran, apenas pestañeo, Karel no menos de setenta veces y aguarda tensamente.
Podría haberle dicho cualquier majadería, pero hay límites.
Tengo que salir de este ambiente, ¡tengo que salir de aquí!
Le digo a Karel:
—¿Vienes a buscarme?
Vuelve a preguntar:

—¿Es que me reconoces entonces, Frederik?
—Y ¿por qué no te iba a reconocer?
Tú eres Karel Wolff.
¿Qué tal todo en casa?
¿Cómo están René, Erica y Anna?
Karel se me lanza encima, me besa.
Hans me agarra, simplemente me alejan a rastras de mi amado entorno.
Piet me quiere echar una mano.
El médico dice a gritos:
—Dejen libre a mi paciente, canallas, ya causaron bastantes víctimas.
¡Fuera de aquí..., apestosos!
¡Fuera!
El pastor protestante habla de “Cristo que conoce a Sus hijos”, el erudito hace una traducción al italiano, francés, alemán e inglés, y llega justo tarde para añadir otras al español y ruso, porque salgo volando por la puerta.
Y allí están: mis amigos.
Están delante de la puerta y quieren ayudarme.
Hay una rebelión...
Se va una persona querida, sienten que uno de ellos corre peligro.
Hans y Karel me llevan con ellos.
Camino entre los médicos al santuario de Hans.
No hablan, no pueden decir ni palabra, no saben de qué tienen que hablar.
Poco tiempo después estoy en la oficina de Hans.
Karel me mira.
Pregunta:
—¿Sabes quién soy, Frederik?
—Claro, Karel.
—¿Entonces también sabes lo que ha pasado?
—Lo sé todo, Karel.
—Entonces te vienes a casa.
—Me parece bien, Karel.
Ahora miro a Hans...
Soy capaz de sonreír.
Hans todavía no me cree, pero dice:
—Venga, largo, Karel.
Me pasaré esta noche.
Es una delicia volver con Karel a casa.
Cuando estamos delante de la puerta Erica y Anna me dan un enorme abrazo.
—Ay, Frederik, ¿qué te pasa?
Oh, Frederik, entra.
Ahora voy caminando entre las mujeres.
Solo son unos pasos los que tengo que dar, pero su calor me hace planear.
Me han puesto en un sillón cómodo.
Anna aparece con café.
Allí estoy sentado y no sé por dónde empezar.
Entra Karel.
Mira.
Me examina, me toma el pulso.

—Todo está estupendamente —le sale—.
Ay, ay, ay, con nuestro Frederik.
Los sustos que metes a la gente.
Pero ¿de verdad que sabes dónde estás?
Erica me mira como si estuviera viendo un milagro o un fantasma.
Ella tampoco sabe qué pensar.
Anna me mira como si contemplara a “Nuestro Señor”, me adora.
No lo saben, pero he llegado.
Desean que diga algo.
Todavía no han oído mi voz.
Podría volver a hacer locuras, porque lo he aprendido.
Pero no llego hasta ese punto; no me está permitido.
Tengo que decir algo.
Y lo haré; después aguardaré.
—¿Cómo está nuestro hijo, Erica?
¿Anna?
¿Karel?
Los tres se precipitan hacia mí.
Están a mis pies, están postrados ante mis pies y lloran como niños pequeños.
¡Cómo me aman estas personas!
Dios mío, qué hice.
Es terrible.
Lloran largo tiempo, tiemblan.
No lo soporto.
Basta con ver a Karel.
Es como un niño pequeño.
Nunca antes lo había visto así.
Qué chico tan hermoso es ahora.
Anna está como rota.
Menudo recibimiento que me hacen.
Uno por uno les acaricio la cabeza.
Junto las cabezas y las beso.
Siento cómo se estremecen los cuerpos, cómo laten los corazones, cómo lloran los ojos.
Qué gente tan hermosa.
No me imaginaba que ya hubiéramos llegado tan lejos unos para otros.
Los alzo, los miro uno por uno a los ojos y les pido que ya dejen de comportarse tan raro.
Karel me mira y vuelve a preguntar:

—¿Estás aquí, Frederik?
—Aquí estoy, Karel...
Ya llevo tanto tiempo aquí.
Ustedes (vosotros) también están (estáis) aquí.
Y René siempre estuvo.
Podemos dar las gracias a Dios.
Cuando volvemos a estar sentados, y uno tras otro se ha saciado con el milagro de que yo vuelva a estar, dice Erica:
—Frederik, ¿sabes dónde estás?
¿Eres tú realmente?
¿Sabes cómo has estado?
¿Dónde estabas?
¿Todavía conoces a Hans?
—Lo sé todo, Erica.
Todo, estoy más fresco que una lechuga.
Mejor ponme una copa y un buen puro, Karel, entonces ya habré llegado del todo otro vez.
Ya van volando.
Fumo y me tomo un buen trago.
Eso me sentará bien después de todas las piruetas que he hecho.
Pero aún no me he separado de mis amigos.
Qué muchachos tan buenos.
Pero ya volveré allí.
Ya verás, me están entrando pensamientos que me vuelven a enviar a Hans; quizá pueda serle útil.
Karel dice “Salud”.
Brindo con él, las mujeres también toman algo.
Entonces Karel pregunta:
—¿De verdad sabes, Frederik, lo que ha pasado?
—Lo sé todo, Karel, todo.
Ya hablaremos de ello en cuanto toque.
Aún no he terminado de hablar cuando tengo a Hans delante de mí.
Le digo:
—Hola, doctor.
—Frederik, Frederik, ¿realmente estás allí?
—Estoy Hans, y te agradezco mucho tus buenos cuidados.
Hombre, qué bien estuve.
—¿Lo dices en serio, Frederik?
—Naturalmente, lo digo en serio, porque a fin de cuentas ¡estoy yo mismo!
Hans se precipita hacia mí.
¡Está llorando!
Cómo es posible, ese duro de Hans también llora.
Él también se cae de rodillas, él también hunde su orgullosa testa en mi regazo, a la que también beso, lo vive, está en el séptimo cielo.
Hans mira, todavía no se lo cree.
Pregunta:

—Frederik, ¿estás del todo?
—Hans, ¿quién es el erudito? ¿Tú o yo?
Todos lloran, nadie puede reprimir las lágrimas.
Ahora se dejan ir por completo.
No es cualquier cosa.
Entonces me parece que ha llegado el momento de decir algo.
Todavía no sé por dónde empezar.
Pero digo:
—Pero, hijos.
No me queda otra opción que pensar que he regresado de un largo viaje.
Y sin embargo, Erica, no me encontré con osos, serpientes ni escorpiones.
Oh, qué bien me iba.
Qué bien estuve durante mi viaje.
De verdad que no vi ninguna jungla.
Navegué por pequeños mares blancos, me familiaricé un poco con la cultura de las colonias holandesas, visité harenes, Hans, traté a eruditos y gente cultivada, trabajé la tierra con los campesinos, bailé para los príncipes y las princesas mis bailes de júbilo, me arrodillé ante templos y me me metí como pude en todo tipo de santidades de quienes aprendí una oración.
Estuve desbordado de actividad; hablé todos los idiomas del mundo, tejí hermosas vestiduras y bebí un líquido creado por Él, besé el sol y la luna, por el camino recibí un amor que me asustó, para acceder al final de mi viaje al “nirvana” donde me encuentro ahora.
¿Realmente pensabas, Hans, que estoy loco?
¿Que me había perdido a mí mismo un solo segundo?
Quería conocerme a mí mismo y a quienes pertenecía.
Descendí en todos esos seres y allí acumulé tesoros.
¡Yo era como ellos!
Créeme, hablaremos de ello.
Es algo de lo que no terminas de hablar nunca, Hans, pero te diré que hay muchos a los que hay que ayudar.
Nunca llegarás, así no.
He descubierto, Karel, que se puede conseguir mucho con el hipnotismo.
Desde luego, Hans, ese don lo he traído a casa.
Ese regalo lo conseguí en algún punto de mi recorrido.
Me salió gratis, obtuve el regalo a cambio de nada, me lo dio Dios.
¡He despertado!
¡Estoy aquí!
¡Ya llevo tanto tiempo aquí!
Nunca me fui.
Que me dedicara a hacer una comedia solo se debe a que no era capaz de pensar al margen de su ambiente.
Pero, ya lo ves, no están lejos de nosotros.
Se encuentran en su propio mundo y son más seguros, más sensibles, más conscientes de lo que pensamos los normales.
Pero lo sé, a tus ojos he perdido mucho.
Más tarde, cuando esté listo el cuaderno de bitácora, solo entonces lo sabrás, sabrás que se me concedió vivir cielos, que recibí cielos, ¡también al pequeño René!
¡René vuelve!
¿Me salvó?
¡Me envió a casa!
¡De eso es lo que es capaz!
Y ¿los demás?
Eso es algo que tendré que pensar primero.
Pasado mañana volveré a tus muchachos.
A las chicas es imposible ayudarlas, tendría que encerrarme unos meses.
Tengo que hablar con ellas, tengo que elevarlas espiritualmente en mi vida, pero eso tampoco lo crees todavía.
Sé lo maltrecho que me dejaron, lo sé todo.
¿Qué te pareció mi pequeño baile, Hans?
¿Cómo me salió hacer de Carmen?
¿Qué te parecieron mis artes de patinador sobre hielo?
¿Cómo estuvo el señor Van Tenhovebroekmans?
Y ¿Van Steinwolff?
Y ¿Hansavanhoogten?
¿Estuviste en Londres con Sir William Scor?
¿Estuviste en la pirámide de Rijswijk, Hans?
¿En Viena, París y Nápoles?
Yo también estuve allí.
Estuve allí, repasé toda mi vida deprisa y corriendo para ti, pero no lo comprendiste.
He vivido milagros, grandes asuntos, aunque me revolcara por el polvo delante de ti, aunque actuara como un loco: estaba completamente cuerdo.
Pero quería hacerme el loco a propósito, no dejarme molestar en nada, en nada.
Y entonces es cuando surgió ese don mío, fue cuando golpeé a Piet con mi fuego.
Ahora puedo traer de vuelta a René —y así lo haré— adonde esa alma debe estar.
Ahora podría convertir tu hospital en un circo, si no supiera lo que hace falta para ello.
Todavía no he llegado a ese punto, pero haré algo.
Quizá nunca lo consiga... porque no es mi tarea.
Es que siento que aquello solo lo recibí brevemente, aunque también eso se ha despertado en mí.
¿No te contó tu enfermera que la hipnoticé, así, mientras paseábamos?
La recompensaré en grande.
La besé, Hans.
Y cómo, santo cielo, por primera vez en mi vida me supo bien un beso.
Hay que ver cuánto amor descubrí durante mi largo viaje.
He vivido tantas cosas, Hans, Karel, Erica, Anna, que parece que estuve fuera de casa durante años.
Qué buenos fueron todos esos niños conmigo y ¿qué puedo hacer ahora por ellos?
Pensaré sobre ello.
Vuelve a echarme un poco más, Karel, me sienta bien.
Vuelvo completamente en mí.
Hans no para de hacerme preguntas.
Karel, Erica y Anna, también.
Doy respuestas.
—Pero ¿cómo se te ocurrió, Frederik? —pregunta Erica.
—No tiene ningún misterio, hija mía, quería conocer a todos esos enfermos.
Agita la cabeza y dice:
—Podrías haberte estrellado, Frederik.
—Para nada.
Ya sé que pasará un tiempo antes de que sepan (sepáis) y puedan (podáis) creer que estoy perfectamente.
Ya lo digo: estoy más fresco que una lechuga.
Pero sería muy bueno que Hans mimara un poco más a su gente.
Que allí haya todavía personas, Hans, que hayan sido sometidas a tutela por su familia, es muy escandaloso.
¿O no te parece que es así?
Has cometido errores tremendos, Hans.
Crees a la gente.
Miras demasiado a los enfermos y demasiado poco a la sociedad a la que pertenecen.
A Sonia, por ejemplo, la quebraron.
Allí está esa niña y está más sana que un roble.
La familia la mantiene presa.
Ella no se da aires, está poseída por el dolor si quieres saber lo que pienso.
Y va a otras.
Allí hay mujeres, Hans, que están encerradas por sus maridos.
Debido a que fueron engañadas por esos demonios, derrumbándose del dolor, empezaron a babear.
Por ejemplo, la señora Van Soest.
La señora Van Lakenstein: más de lo mismo.
Los caballeros consumen los ahorros ... y las mujeres están entre rejas.
Por ti...
¡Tú eres el culpable!
¿Pensaban (pensabais) que yo estaba loco?
¡Son ustedes (sois vosotros)!
¡Oí la palabra de “Cristo”!
Hans... estarás perdido si no abres aquí una nueva investigación.
Es culpa propia de los hombres o fueron a parar contigo porque sus débiles personalidades no lo quisieron de otra manera.
¡Acuso a nuestra sociedad!
Por si te interesa: lo haré lo antes posible.
Quiero liberar a esas mujeres y ¡así lo haré!
Vi bastante en esos breves momentos; para lo que tú necesitas años a mí me lo pusieron así, sin más, en las manos, en los ojos y el corazón; me asusté de lo terrible que era.
¿No lo viste?
¿Nunca pudiste calar ese juego con la vida y la muerte?
Por mí sientes miedo, a mí me quieres ayudar, pero ¿qué haces por esos encantos?
¿Crees a esos asquerosos canallas?
Debido a que el barón de Sonia la declarara demente ¡terminó quebrada!
Hans, ¿no viste cuánto amor da cuando tiene la oportunidad de hacerlo?
Hablaré con esa niña.
La llevaré de vuelta a esta sociedad podrida y a las otras dos también las sacaré.
¡Eres culpable, Hans, he vuelto para ayudarte a ti, para salvarte, que lo sepas!
Hans ha quedado destrozado, pero es la sagrada verdad.
Habla con Karel y yo voy arriba para descansar un poco.
Erica y Anna me siguen.
Pero hablaremos, esto tiene que cambiar.
Vi la máscara para nuestra justicia.
Maldita máscara esta.

—La gente escribe cartas, cartas humanas que te parten el corazón —les digo a Erica y Anna, que están sentadas conmigo—, pero esas cartas jamás reciben una opinión humana consciente.
Voy a investigar esos casos.
Voy a ayudar a esas muchachas.
Hay quienes llevan sometidas a tutela desde hace ya quince años, y que van de clínica en clínica.
Ahora están allí donde nuestro Hans.
Y él no lo ve.
Se cree todo.
Hay quienes tienen los gastos pagados por la familia.
Hay quienes hacen encerrar a su mujer o marido para poder poder vivir ellos mismos una vida podrida hasta la médula.
Hay quienes...
Pero todavía estoy demasiado cansado para esto...
Voy a descansar, chicas..., luego volveré a bajar.
Qué agradecido os (les) estoy.
Qué felicidad, Erica y Anna, haber podido conocerlas (conoceros) en esta vida.
Todavía no hemos llegado, nos quejamos, tenemos que cuidar de un niño, pero ¿qué pasa con todas esas desgracias?
Y tener que ver que allí hay encerrada gente, que mentalmente está sana, por haber sido avasallada por demonios.
Dios mío, ¿aún es posible eso en este siglo?
Por eso hice una comedia, hijas, y Hans picó.
No dejé que se me escapara nada, ni una sola palabra, pero lo descubrí en cuestión de segundos.
Cuando hace un tiempo visité con Hans a sus enfermos no lo vi.
Para eso hay que descender, descender hasta el interior de esos corazones, tienes que ser parte de sus vidas, de sus dolores, solo así sientes y ves algo.
Ya les pasaré la factura.
Todos nosotros hemos de querer darnos.
¡Sobre todo Karel y Hans!
¡Me voy a dormir!
Dormí deliciosamente hasta las diez de la mañana siguiente, cuando abrí los ojos.
Erica y Anna vinieron a traerme té.
Primero me doy rápidamente un baño para quitarme la barba, para refrescarme, solo entonces regreso adonde está la gente.
Y otra vez, a hablar.
No terminamos nunca.
Cuando siento que ya saben bastante comienzo con el cuaderno de bitácora.
Dice:
“Lo que he vivido ahora es imponente.
Me hecho el loco durante unos días.
Era yo y no era yo.
Descubrí muchas cosas para las que aún no tengo fundamentos, porque la profundidad me ha apabullado.
Pero llegaré.
Hay que dejar dicho que los sueños no siempre son ensueños, porque allí está Franciscanus y es un médico.
Tiene pájaros en la cabeza, porque es una personalidad débil, igual que los demás, que no saben qué hacer con ellos mismos en esta vida.
Creo ahora que ascendí a hipnotizador por las potentes fuerzas de Franciscanus, porque su vida las irradiaba hacia mí.
¡Creo que me convertí en eso por él!
Pero tampoco de eso estoy seguro.
Naturalmente, hay también algo que es mío.
Piet es alguien al que se le puede curar de golpe.
Es un actor nato —todos lo son, por cierto— aunque entre ellos hay algunos que poseen verdaderos fenómenos de demencia, de descomposición interior.
A mí se me hace que podemos hacer más por esta gente.
No tendré que volver a aparecer demasiado pronto por allí para no desacreditar a Hans.
Se hablará y eso no debe ser; lo único que haría él es destruirse por mí.
Y eso lo tengo que evitar.
Franciscanus —así lo siento— me ha hecho soñar.
Esa influencia ya estaba conmigo antes de que me encontrara con esa vida.
Yo a eso lo llamo telepatía espiritual, y ¡no es más que eso!
Ahora sé que el alma, como ser humano, es tremendamente profunda.
¡Piet saldrá de allí!
Estoy tan seguro de eso como que creo en mí mismo, como que estuve haciendo una comedia.
Por los demás no se puede hacer gran cosa, porque esos cerebros están repletos a rebosar de serrín en forma de doctrinas o idiomas, que hicieron que la personalidad se perdiera.
En mí vive una profunda pena.
He visto desgracias que no eran necesarias.
Ay, esas pobres madres allí.
Ese Hans no veía nada, ni estando encima.
También se les toma el pelo a los psicólogos.
Miran en la dirección equivocada.
¡Todo es diabólico!
Para mí mismo he llegado al punto de poder decir: no quería habérmelo perdido por nada en el mundo.
Y siento que ya me he hecho años más viejo.
¿Y ahora esos pobres de allí?
Estoy destrozado de la pena que siento.
Casi ya no puedo avanzar, tendré que armarme y fijarme más en René, aunque sé que también este caso durará años todavía.
Pero veremos.
Hay que ver los verdugos que viven en nuestra sociedad.
Lo que conviene hacer es mirar detrás de esas máscaras.
¿Y esa gentuza te saluda en la calle?
¡Ay, qué terrible!
En la medida en que lo puedo ver, Hans es un enfermero, no hay nada más que hacer para él.
Ha ayudado a la gente a poder masacrar al prójimo.
Y eso de buena fe, sin que lo supiera.
Los fenómenos enfermizos que hay allí se han ido desarrollando por la pena humana.
Es como si me hubiera librado del patíbulo.
Es increíble; aun así, ya iba en la consabida carreta, pero por el camino mi palomita me vino a liberar de esas garras.
Estoy convencido de que Hans, según las leyes de su doctrina, me habría mantenido encerrado.
Volví a salir, otros se quedan allí el resto de su vida.
Y eso por su dinero.
¿No es terrible eso?
Lo meditaré seriamente.
¡Piet puede salir de allí!
Tiene algo de dinero; el pobre chico es más bueno que el pan, pero la gente no lo comprende.
Ayudaré esa vida.
Las tonterías que yo iba soltando no eran otra cosa que la vuelta a mi propia vida.
Con un poco de teatro demente y un poco de compasión ajena llegué a ver ese otro mundo.
He conocido a toda esa gente.
También conocí bien al hombre en Londres con todas sus estatuas desnudas.
Y además a Madame Surié, ¡con quien prefiero no tener que ver nada!
Ya no quiero pensar en ese ser, aunque fue muy cariñosa conmigo.
Estábamos realmente en Egipto, sentados al pie de la pirámide y de la esfinge.
A mí me mandaron escalar la pirámide, pero salí por patas y dejé atrás a esa pandilla tan rara.
Me consideraban descuidado, pero yo tampoco es que fuera tonto.
A base de labia conseguí que todo encajara, y disfruté cuando por eso Hans perdió su erudición.
Yo sabía lo que hacía y sobre todo hasta dónde podía ir sin exponerme a que mi cerebro se descalabrara o descompusiera.
La presión que sentía en mi cabeza era mí límite, en ese instante sentía hasta dónde puede ir un alma antes de que desfallezcan los tejidos materiales.
Ahora vuelvo a estar en mi habitación para pensar.
He de decir honestamente: tengo la cabeza algo cansada, pero eso ya cambiará.
Con todo, no puedo quejarme.
Pero para los enfermos haré lo que esté a mi alcance.
Hans y Karel me ayudarán, esos trozos podridos hay que extirparlos.
Pero cuando pienso en la cantidad de manicomios que tenemos en nuestro pequeño país, donde vive gente a la que sus seres queridos mantiene entre rejas, porque están enamorados del dinerito, me caigo para atrás del susto de cómo claman al cielo estas situaciones.
Ahora los médicos y la gente juegan a ser demonios.
¡No son servidores de Cristo, sino de Satanás!
Y ya no vuelven a salir, da igual que esa gente llore o que afirme que está bien de la cabeza.
Lo que todo eso significa es lo que quiero saber.
Sí que son páginas tristes de nuestro cuaderno de bitácora, pero que creo que valen mucho la pena ser leídas.
Ahora miras detrás de máscaras que yo aún desconocía.
Serán las peores, creo, con las que nos encontremos.
No puedo decir gran cosa sobre la mística de nuestras hermanas y hermanos; primero he de conocer las leyes de aquella.
La mayoría es débil de espíritu y personalidad.
Todavía no sé si esto es una misma cosa.
Una cosa sí sé: me he acercado más al pequeño René y ¡eso es ganancia nuestra!
¡Dios mío! ¿Cómo dar gracias?
Ahora no creo que debería haberme quedado más tiempo.
A pesar de la incertidumbre en la que vivía, he de decir que toda esta gente representa un mundo propio y bien consciente, que lo es más y más nítidamente que el nuestro, del que pensamos que es el más elevado.
Podría haberlo dicho de otra manera, pero comprendo lo que quiero decir.
Nosotros hemos creado esa desgracia; ¡nosotros, los seres humanos, tenemos la culpa de nuestro propio infortunio!
Nuestra sociedad tiene que cambiar.
Semejante mal es lo peor que hay.
Los débiles tienen que enfrentarse a diablos, tienen derecho a ayuda.
Si puedes creer en un Padre de amor, entonces lucha por estas vidas, querido Hans, solo entonces tendrás derecho a considerarte un ser humano”.
Voy a caminar.
Por hoy ya está bien; todavía no puedo pensar de forma pura.
Pero tengo que intentar salvar al viejo Piet de su hoguera.
Aquí en casa todo está en orden, no tardo en volver a ser el de siempre y el pequeño René está siendo atendido.
Lo que oí al respecto nos tiene que hacer felices a todos, ¡está progresando!
Ahora yo mismo me encargo de las flores.
La enfermera recibe su compensación en señal de compasión.
¿De qué otro modo podría expresarla?
Al enfermero le doy una cajita de puros por haberme frotado la espalda y a los enfermos les doy diez cajitas de puros muy buenos para que se sientan felices.
A las mujeres, tarta y muchos pasteles, porque quiero a toda esta gente, siento bajo mi corazón su miseria, su estar muertos en vida.
¡Es terrible!
A la enfermera le doy algo más.
Para cuando se case más tarde le tengo una casita preciosa, completamente montada, llaves en mano.
Tengo que hacer eso porque la besé, la felicidad robada me pide enmendar lo que hice mal.
Yo ya no podría dormir ni una hora en paz.
Creo que esta niña me perseguiría, porque sé lo sensible que soy.
Por lo demás no hay nada más.
Solo tengo que encargarme de recuperar la armonía con mi palomita.
Ahora animaré su vida como nunca antes lo supe hacer.
‘¿No es milagroso’, me pregunto, ‘que se te despierte así como así una fuerza hipnótica?’.
Creo que Franciscanus posee la misma alma que la que asimilé yo, ¿o es que dividió Dios nuestras dos vidas sin que estas lo sepan?
Uno diría que es posible, porque ¿de dónde he sacado yo esa vida?
¿Tuvimos contacto en nuestro subconsciente?
O ¿es que las flores somos de un solo color, de una sola vida? ¿Tengo un gramito más de sentimientos que él para mantenerme en pie en esta vida?
Es todo tan curioso.
¡A mí me pareció un milagro!
Con regularidad Anna me hace breves visitas.
Sus ojos irradian amor y felicidad porque vuelvo a estar con ella.
Lo creemos, no buscamos nada, hace tanto tiempo que nos conocemos.
Solo que no tengo valor de decírselo ya.
Primero concluiremos la tarea que nos fue impuesta.
Pero me siento agradecido de poder admirar su aparición.
Y con Erica es igual.
Hace unos momentos me dio un fuerte abrazo y dijo:
—Es increíble, Frederik, santo cielo, qué miedo tuvimos.
Cómo sufrimos en esas pocas horas.
Es incomprensible; pensé que me desangraría hasta morirme.
Exacto, así es.
Qué maravillosa puede ser la amistad.
¿Cómo es posible que la gente que tenga contacto espiritual rompa semejante vínculo?
No quiero perderte ni por todo el oro del mundo.
Y entonces se echó a los brazos de Anna, besándola hasta casi asfixiarla, con un amor que desde su corazón irradiaba directamente la vida de la conciencia diurna.
Porque he vuelto.
Pero ahora me voy... hijos, hasta más tarde, enseguida volveré.
Ay, no tengan miedo, ya no me estrellaré y ya no haré esas cosas raras.
No hace falta que me hagan acompañar por alguien, de verdad, ahora me cuidaré.
Les (os) daré esa seguridad.
¿No es maravilloso?
Me tienen miedo, a mí, a ese ingenuo de antes.
He obtenido un padre, una madre, una hermana.
Ya no estoy solo, ahora tengo todo lo que Dios puede dar a sus hijos.
Voy a prepararme para el viejo Piet y ambas mujeres.
Lo hago, Dios mío, ¡porque soy tan feliz!
¡Neutralizaré algunas máscaras!
¡Créeme!
¡Soy yo mismo, doy mi sangre, absolutamente todo para ver a todos felices!
¡Actuaré con seriedad y ya no perderé ni un segundo!
Las flores ya están de camino, mi primer acto por todo ese amor.
Ay, querida enfermera, si no estuviera Anna, ¡igual surgiría algo!
Solo quiero decir... ¡nuestros corazones son uno!
¿No es eso también maravilloso?
Voy a continuar, mientras sigo pensando. ¡Hasta luego, Frederik!