La muerte de mis padres

En todo ese tiempo ni sentí ni oí nada de mi enemigo invisible, porque me protegían muchos.
Los sacerdotes velaban y también aquella otra fuerza que me había llevado hasta Lyra, que era su líder espiritual y me suponía una gran ayuda.
De esa manera, la impotencia de ese demonio parecía total.
Ya ni pensaba en él.
Mis padres eran muy felices ahora; yo era muy diferente, tal como le correspondía a un niño de mi edad.
Ahora mantenía la calma, pero a veces era capaz, igual que un adulto, de pensar y responder en profundidad.
Esos sentimientos nacían en mí mismo y me parecía algo muy normal.
Gracias a estos sabios sentimientos que permanecían en mí fueron desvaneciéndose todos esos acontecimientos anteriores y había en mí serenidad y un silencio desconocido.
Un buen día, sin embargo, volví a percibir en mí otros fenómenos y tampoco estos podían ser detenidos.
Empezó con el sentimiento peculiar de que vivía en la tierra y la vez “no”.
Era como si viviera entre dos mundos, por lo que me sentía en parte en la tierra y en parte en ese otro mundo, y era entonces cuando se manifestaban esos fenómenos peculiares.
Para controlarlo me flagelaba el cuerpo, pero sin sentir el más mínimo dolor.
Si me cortaba en el dedo u otra parte del cuerpo, sangraba unos pocos instantes y cesaba de inmediato, por profundo que fuera el corte que me infligiera.
Lo mostré a mis amigos y ellos también lo intentaron.
El resultado fue tal que no volvieron a hacerlo.
Después volví a vivir otros acontecimientos.
Por más intenso que brillara el sol, ya fuera de día o de noche, ese otro mundo lo podía percibir ahora continuamente.
Incluso de día ese mundo destellaba a través de los rayos de sol; era como si extendiera una densa emanación de colores morados y violáceos por encima de todo lo vivo.
Cuando les contaba de este fenómeno a los demás, resultaba que nadie veía nada y la sorpresa era general.
Pero me dolían los ojos y mi padre fue a consultar al sacerdote Dectar.
Me dieron potentes hierbas aromáticas con las que debía humedecerme los ojos, lo que se haría después de la puesta del sol.
Por extraño que volviera a ser esto, entendí por qué y para qué debía aplicar ese tratamiento una vez que anocheciera.
Me entró el sentimiento de que los rayos de sol tenían una influencia predominante sobre estas hierbas, aunque fueran potentes.
Después del ocaso esas fuerzas se disolvían solas.
También pensé que aquellas hierbas no me ayudarían, porque este ver se producía desde dentro y que así podía percibir un cambio en la naturaleza.
Por eso hice como que obedecía, pero no usaba las hierbas.
No me di cuenta de su significado.
Pero cuando me entraron esos pensamientos, sentí que algo fallaba en mi pensamiento y sentimiento y que tal vez incluso podía ser una gran equivocación.
El sacerdote Dectar estaba al corriente de mi sentir y pensar, por lo que comprendí que mis acciones eran seguidas incluso a distancia.
Vino a verme porque había dejado de ir al Templo.
—¿Por qué no obedeces mis órdenes, Venry?
Me lo quedé mirando con sorpresa y sin contestar.
—Vamos, Venry, pero si somos amigos.
¿Por qué no usas las hierbas?
Son para dar vigor a los ojos y volver a fortalecer los nervios.
Miras demasiado al sol y eso es algo que no debes hacer.
El sacerdote lo sabía todo de mí.
—Ya ves, Venry, somos completamente uno, y por eso sé lo que haces.
Ahora debes escucharme, porque tus propios pensamientos no son puros.
¿Por qué no obedeciste esos sentimientos?
Esos pensamientos eran muy correctos y los acertados.
¿Estarás en el futuro atento a qué pensamientos te entran desde lejos y cuáles te pertenecen a ti?
Y puedes sentirlos, Venry, esas fuerzas están presentes en ti.
Pero son pruebas, Venry, y por eso somos completamente uno; más tarde te quedará claro.
Más tarde vendrás a mí y entonces iremos a dar muchos paseos y aprenderás mucho.
Pero, anda, cuéntame ahora por qué no usaste esas hierbas.
—Pero ¿no sabe usted ya por qué no lo hice?
—Sí, cómo no, pero lo quiero oír de ti, Venry.
—Sentía que no me ayudarían, porque esto me venía desde dentro y porque vivía en ese otro mundo.
—Muy bien, Venry, pero ya lo ves, tendrías que haber seguido esos otros sentimientos, porque tus ojos han sufrido.
¿En qué lo sentías tan claramente, Venry?
Puedes pensártelo tranquilamente, tenemos todo el tiempo.
Sentía ahora que me estaba ayudando.
Me entraron pensamientos y respondí:

—Es muy natural.
Ese otro mundo se hace cada vez más nítido.
Cuando quise continuar y decirle todo, de pronto no pude seguir, y él preguntó:

—Tienes que responder a mi pregunta, Venry, solo a la pregunta, a nada más.
Entonces entendí cómo éramos uno y le dije la forma en que lo había sentido.
—Muy bien, Venry, y está muy claro; pero ahora lo demás, lo que aún recuerdes.
—Cuando miro en ese mundo, la luz solar pierde intensidad y no atraviesa esa otra luz.
Después veo colores, colores muy hermosos, que se funden.
Se lo conté a mis amigos, aunque no logran ver nada, pero yo, sin embargo, la veo siempre, incluso cuando es de noche.
—Vaya, vaya, ¿y qué más ves, Venry?
¿Otras cosas, por ejemplo?
—Se ven muchas cosas en ella, pero no consigo distinguirlas tan claramente.
Pero en esta luz, o detrás, vive algo, porque hay movimiento y siento paz y silencio; es como si me llamaran.
El sacerdote se alegró.
—Es porque, bueno, más tarde se verá, Venry.
¿Te resulta una gloria que se te conceda ver?
—No, me parece muy normal.
—Está bien, Venry, deja de desear, muchacho, entonces no ves bien, todo tiene que venir a ti por sí solo.
En esto hay que conservar mucha serenidad.
—Sé por qué le parece bien esto.
También puedo hablar con usted sin usar la voz, entonces no se me abre la boca.
—Estupendo, estimado Venry, pero eso también se verá más tarde.
Vendré a buscarte pronto, pero entonces te avisaré antes, igual que deseas hablar conmigo ahora.
Pero me oirás y entonces vendrás al instante.
Puede ser de madrugada, o de noche, justo después de la puesta del sol, pero tienes que venir sin demorarte.
¿Vendrás entonces, Venry?
—¿Lo oiré?
—Pero por supuesto, querido Venry, me oirás con mucha claridad y entonces vendrás enseguida a mí, ya sabes dónde estoy.
—¿Por qué no me lleva consigo?
Sonrió, pero sentí muy claramente que a partir de ahora estaba bajo su control.
En lugar de contestarme se había conectado conmigo.
—¿Por qué se ata usted a mí?
—Porque te llamaré, ¿verdad, Venry?
Se despidió y se fue.
Ahora éramos enteramente uno.
Cuando me miró, pensé que me hundía en la nada.
Se me hundió la conciencia en mi interior y ahora era un instrumento en sus manos.

—Dectar, Dectar —repetí varias veces su nombre, como si me fuera familiar.
Me faltaban muchas cosas por aclarar, pero a este hombre lo comprendía.
Lo quería mucho, aunque ya supiera que algún día sería su superior en pensamiento y sentimiento, por mucho que se aclamaran sus grandes dones, sus habilidades y su sabiduría.
Eso tomaría conciencia en mí.
Pero yo descubriría su honda sabiduría y él aprendería de mí, porque mis dones iban desarrollándose.
Había sentimientos en mí que me decían que tenía que quererlo profundamente y confiar en él como en mis padres.
Le había prometido usar las hierbas hasta sentir que ya no fuera necesario.
De pronto me entraron esos pensamientos y lo oí decir, aunque en un susurro:

—Para ya, estimado Venry, vete a dormir tranquilamente, pero para.
Le envié:

—Seguiré su consejo.
Todavía lo oí decir:

—¡Gracias, querido Venry, muchas, muchas gracias!
Volví a entender algo más de él.
Esa reiteración, esa insistente reiteración de mi nombre y esa forma de hablar queda: me llegaba hondo y es que tenía que obedecer, lo quisiera o no.
Me entraron muchos pensamientos y por improbable que fuera, esto no significaba nada nuevo para mí, porque conocía estas fuerzas.
Mientras más pensaba en él, más clara se hacía mi propia vida.
Pero ahora yo vivía bajo su voluntad, sentimiento y pensamiento; le bastaba sintonizar conmigo para que yo tuviera que obedecerle.
Era indudable que él poseía fuerzas milagrosas, pero también en mí estaban esos milagros, de los que casi nadie sabía nada.
Desde hacía tiempo que ya no tenía que ir al Templo y seguía a mi padre en los jardines, o lo ayudaba a alimentar a los pájaros.
Hablaba mucho con él, pero no comentaba nada de lo que sabía de ellos dos.
Yo albergaba un respeto sagrado por su amor hacia mí.
Mi madre buscaba medios para mimarme, porque las cosas agradables no cesaban.
Pero percibía una atmósfera singular, casi encantada a su alrededor, y veía que se iba haciendo una persona muy callada.
Parecía que también mi padre lo sentía.
Estando una tarde juntos en el jardín, dije a mi padre:

—Padre, ¿conoce el silencio que porta madre y del que es consciente?
—Querido Venry, hay sentimientos que para otros son sagrados y ante los que inclinamos la cabeza.
Madre bien sabrá por qué opta por el silencio, y dejaremos que así sea, ¿no es cierto, Venry?
—Usted está engañándose —dije muy de improviso, y de golpe volví a sentir surgir en mí esos sentimientos de odio.
—Piensa en tu maestro, Venry.
Hay que conservar la calma, mucha calma, porque tu vida apenas está empezando.
No me engaño, querido; no puedo engañarme, pero hay otras leyes que pueden transformarse en poderes y fuerzas y que no podemos detener.
Pensé en él y lo seguí en sus pensamientos, entendiendo lo que quería decir.
—¿De modo que usted se rinde completamente?
Me miró y dijo:

—Tan joven, mi querido Venry, tan joven pero ya tan sabio, tan hondo y natural.
Oh, ojalá pudiera vivir para escuchar lo que vayas a predicar, lo que vaya a decir tu boca y que se oirá o leerá hasta muy lejos de este país, por lo que los faraones, uno tras otro, aceptarán lo que te ha sido dado, y que será alimento espiritual para los hombres.
Déjame que te apriete contra mi corazón, quiero dar gracias al Todopoderoso porque tú, Venry, seas mi hijo, aunque nos quede poco por estar juntos en este hermoso entorno.
—¿Sabe lo que es, Padre?
—Lo que digan o quieran los Dioses, querido Venry, lo hemos de obedecer, pero sobre todo tenemos que escuchar lo que “Él” diga y tenga que decirnos.
Continuó con su trabajo, pero en el mismo momento vi una raya blanca plateada que atravesaba la tierra.
Prosiguió su camino quebrándose y fue avanzando por el interior de la tierra.
No perdí de vista aquella misteriosa raya y me quedé mirando un buen tiempo en una tremenda profundidad donde vi ocurrir esta cosa curiosa.
—¿Qué ven tus ojos, Venry?
Cuando quise responderle, oí que en mi interior se dijo:

—Mantén la calma, querido Venry, mucha calma y no veas todavía; sigue siendo tú mismo.
¿Me oyes?
¡Habla Dectar, tu maestro!
—Nada, no veo nada —dije a mi padre.
Agitó la cabeza, pero mi visión se disolvió.
Volví a ser yo mismo; acto seguido fui a mi madre.
Me vio llegar, me tomó la mano derecha y dijo:

—Mi querido niño, ven, siéntate a mi lado y hablemos un poco.
Esquivó mi mirada y no habló de inmediato.
—Alguna vez dijiste que pueden ocurrir cosas que los seres humanos no queremos pero que aun así deben ocurrir.
—¿Yo? —pregunté, pero ella siguió.
—Cuando esas cosas ocurren, querido Venry, no tenemos poder sobre ellas, sino que entonces son los poderes elevados y quizá los Dioses quienes saben de eso.
Algunas veces se nos comunican, pero muchas no.
Sin embargo, cuando nos son comunicadas, en esos casos no se habla, hijo mío.
Entonces esos sentimientos son depositados en nosotros y son muy nítidos.
Tal vez nadie sepa desde dónde nos vienen, pero aun así podemos confiar en ellas, y tenemos la certeza de que lo que sentimos ocurrirá.
Si vienen de lejos o de cerca es algo que tampoco sabemos.
Pero una voz en nosotros dice que actuemos como sintamos y que eso sea lo único que escuchemos.
Cuando dejó de hablar y se abismó en sus pensamientos, dije:

—Habla como padre, pero usted siente algo, Madre, y sé lo que es.
De modo que no me lo oculte, porque lo sé —reiteré ahora con mucho vigor.
Me miró con los ojos anegados en lágrimas.
Entonces dijo:

—Has leído en mi alma, Venry.
Y lo que has leído allí lo portabas todo este tiempo en ti, y ya solo por eso siento gratitud hacia Dios.
Te doy las gracias, hijo mío, por haber atesorado toda esa sabiduría, aunque aún seas un niño.
Eso se te dijo entre la vida y la muerte, pero no todo es verdad.
Guárdanos en tu memoria cuando ya no estemos, pero sabes que hemos conocido la felicidad.
Eres muy viejo, querido Venry, porque tu rostro, tus ojos y todo tu ser reflejan sabiduría.
El cielo sabe que no fui consciente, que sufría aunque entendía todo, y que aceptaba esas penas.
Una corona carece de importancia, querido Venry, solo la tiene lo que tu padre posee.
—¿Lo sabe usted todo, Madre?
—Sí, hijo mío.
Si los Dioses quieren, lo sabrás todo.
Cuando sientas la luz en ti, Venry, será la señal de que puedes saber todo.
He llegado a conocer las leyes del cielo y veo detrás de las cosas y te conozco, querido Venry, porque ¿no eres como yo?
¿No está también en mí lo que está en ti?
¿No recorrí esa escuela?
Lo sé, mi amado hijo, has venido a nosotros con una meta determinada y la alcanzarás.
Rezaré por ti, Venry, para que los Dioses te den un arma poderosa, un arma que ninguno de todos ellos posea.
Pero servirás, Venry, solo a los Dioses servirás.
Lo que aprendiste de mí no es nada en comparación con lo que verías detrás del velo.
Y allí es donde vive Dios.
Se te concederá percibir la creación de los cielos, del hombre y de los animales.
Tienes en ti lo que ninguno de nosotros posee, y los mayores tesoros son para esta vida y la siguiente.
—¿Dónde ha conseguido toda esta sabiduría, Madre?

Pero ahora tampoco respondió y prosiguió:
—Tu padre me abrió, Venry, a ti también te abrirán.

Volvió a esperar un instante y dijo entonces:
—¿No hablarás con nadie sobre lo que te conté, Venry?
—Se lo prometo solemnemente, Madre.
¿Podría contarme algo sobre mi educación?
—El maestro Dectar te enseñará, puedes entregarte a él.
Lo que sabes ahora lo tienes de mí, de tu padre y de ti mismo.
Pero en los jardines de tu padre vive la sabiduría natural, de la que verás el origen y que quizá se te conceda vivir.
—¿No quiso usted que yo aprendiera, Madre?
—Cuando naciste, amado Venry, estaba conmigo mi madre, que desde hace tiempo vive detrás del velo.
Me traía flores espirituales y decía:
“Solo en los jardines de Ardaty reside el secreto de la vida”.
Entendí a mi madre, que continuó:
—Sobre tu frente, querido Venry, reposa la estrella de nuestra casa.
Y aquellos que poseen este símbolo de sabiduría predicarán a dónde vamos y cómo se han creado las cosas.
Verán cómo es nuestra vida después de esta.
Conocen el secreto del porqué de las celebraciones de los pájaros y el de la irradiación de luz por las flores.
Se les concede contemplar muchos milagros, porque ven y porque han recibido las grandes alas.
La tomé de las manos y la besé con mucha emoción.
Yo sabía desde hacía tiempo que nos separaríamos.
Por eso me propuse hablar todavía mucho con ella.
Entró mi padre, que había traído flores para mi madre, entre ellas una de una rara belleza, que él llamaba “el amor” y a la que había puesto el nombre de ella.
A mí me trajo fruta.
Mi madre le dio las gracias y un profundo amor radió por encima de sus vidas.
Después del almuerzo seguimos un buen tiempo juntos y mi madre habló conmigo.
Después fuimos caminando por los jardines, admirando lo que había cultivado mi padre sustrayéndolo al suelo.
Aceptábamos la belleza de la vida en la tierra y nos sentíamos agradecidos por los grandes dones que los Dioses nos habían enviado.
Mi padre observaba todos sus tesoros y vi que le rodaban las lágrimas por las mejillas.
También esto lo entendí y sentí su gran amor por toda esta vida.
Lo oí decir:
—Ahora han terminado de crecer y sin embargo volverán a los Dioses, porque nos llaman, hijos míos.
Se desprendió de toda esta hermosura y volvimos.
Una vez cuidados los pájaros, rellenados los pesebres y ordenadas las flores, con lo que podía comenzar la hora del descanso, nosotros de todas formas seguimos juntos.
Imposible que el cielo fuera más hermoso.
Nos había conectado el silencio, que se elevaba desde la profundidad de nuestro interior, y entendimos.
Entonces me surgió el impulso de hacer preguntas, por lo que pregunté a mi madre:
—Querida Madre, ¿por qué no nos vamos de aquí si sabe que dejaremos de estar juntos?
Me miraron ambos, pero madre respondió:
—No puedes escapar de las leyes, querido Venry.
El lugar donde brillan las estrellas y los planetas y al que deben su nacimiento, donde crecen y florecen las frutas y donde nuestra vida es una ley, es un bien prestado y pertenece a los Dioses.
Ocurrirá, hijo mío, tal como los Dioses piensen que está bien.
Y mi padre añadió:
—Entonces las palmeras nos mecen su adiós y saludan a quienes sienten y entienden a Dios, porque la vida sabe quién está despierto y consciente, igual que cantan todos mis hijos la canción que solo conoce y entiende el Sembrador de la Vida.
Solo pude entenderlos a través de mis especiales sentimientos y pensamientos, y me sentí muy agradecido.
Mis padres eran personas despiertas y conscientes, y su amor había llegado a su apogeo.
Entendían todas estas cosas naturales.
Para ellos eran leyes, y esas leyes yo las tendría que aprender y asimilar durante mi vida.
Después madre nos habló a padre y a mí:
—¿Sienten este fuerte calor?
Si continúa así y luego se desgarra el cielo, por lo que habrá un diluvio que traerá crecidas y desbordamientos, inundaciones de los campos y la muerte de todo lo que vive, nosotros iremos “adentro”.
¿Sienten el calor? (—preguntó).
Nosotros también sentíamos el intenso calor al que se refería.
Había un calor que iba aumentando en intensidad.
—Querido Venry, créeme —continuó—, cuando todo se derrumbe permanecerá el Templo de Isis, tendrá que quedarse y así será porque lo quieren los Dioses.
También tú te quedarás en la tierra, hijo mío.
En el Templo descubrirás los milagros del universo.
Tienes que quedarte para ver todos esos milagros, que solo allí se conocen; puedes percibirlos detrás y dentro del espacio.
Los Dioses quieren que te quedes.
¿A dónde iríamos si tuviéramos todos los caminos cerrados?
Veo que las puertas de la tierra celestial se abrirán y que mi madre me llama y me espera.
Tú te quedarás, hijo mío, para aprender y para ver todos esos milagros.
A mí no se me ha dado eso, pero tú recibes e irás a donde tú quieras.
La fuerza por la que planeas en el espacio está presente en tu vida profunda.
Y quizá vendrás entonces hasta nosotros y admirarás los jardines de tu padre, que tendrá también allí.
Viviremos en sus jardines, lo infinito entrará en nosotros, así como el saber de por qué partiremos más tarde.
Algún día nos verás tal como somos “dentro” de nosotros.
Nos verás como no nos has conocido.
Pero entonces iremos hasta ti y te ayudaremos, si tu corazón nos pertenece.
Ese amor, hijo mío, será y significará la luz, por la que por delante verás el camino bueno.
Qué silencio nos rodea ahora.
Los errores y pecados que cometí los he visto perdonados en tantas cosas que me dio la vida, por lo que estoy preparada.
A tu padre, querido Venry, le debo gratitud; él me devolvió a mí misma, por lo que pude entrar a los jardines de la vida.
Quien siembra recoge, y quien sigue lo que crece, plantado por manos amorosas, no padecerá dolor, ni pena ni tristeza.
Quien quiera ver vivirá que toda tristeza cede y se disuelve.
La vida nos permite seguir el crecimiento, pero quien “va adentro” vive y experimenta aquello que está presente en la profundidad de su propia vida del alma.
Mi sentir temporal se está disolviendo ahora en mí, ahora lo final está en mí y es como un tenue susurrar.
Pero aun así, mi corazón entiende y lo siento estremecerse y temblar.
Por eso seguiré la voz de mi corazón, querido Venry, síguela tú también, como sea que ella te hable.
Si sientes que sucumbes, sucumbe entonces.
Cuando la voz diga que te fundas en el amor, fúndete entonces, y si ordena que desciendas, desciende, hijo mío: se trata de seguir el camino que los Dioses te marquen y fijen.
Ese camino, querido Venry, no lo puedes eludir, porque cuando está en ti, cuando pregunta y clama en tu interior, cuando arde por dentro y te propulsa, no puedes hacer otra cosa.
Si tienes que vivir, entonces no puedes morir, y si tienes que morir, entonces no puedes seguir viviendo.
Ah, hijo mío, si el silencio te rodea y está en ti, entonces no lo busques y quédate a la espera hasta que estés seguro de ti mismo.
Entre la vida y la muerte está el secreto y ese secreto lo llevas dentro, se desarrollará y cobrará conciencia, y lo traducirás en palabras.
Entre la vida y la muerte están el “porqué y para qué”, y la respuesta a todas nuestras preguntas, pero tú estarás allí y vivirás en los milagros, porque tus alas son grandes.
Solo allí, querido Venry, vive la sabiduría para todos nosotros.
También en mí hay algo de eso milagroso, hijo.
Por eso, cuando la voz diga “ven”, iremos los dos hacia donde muchos nos recibirán, cantarán y esperarán.
Tú no eres como los demás niños, querido Venry, porque todo esto lo entiendes.
Si los sabios no hubieran habitado la tierra, tampoco sabríamos nada de esto y habrían perecido nuestras almas hambrientas.
Pero nuestra sed ha sido saciada por lo que sentimos y vemos, y por lo que ya nos ha sido dado.
Ahora hay alimento en la tierra, pero desde ellos y por medio de ellos.
Me entra un gran pudor ahora que siento que pasaron muchísimos años sin que mi alma estuviera sedienta.
Lo que se me concedió recibir, querido Venry, sin duda habría podido ser más grande y poderoso, pero mi deseo por las cosas que hay en la tierra me privaban de la inmaculada animación, y esta solo es celestial.
Y sin embargo me siento muy satisfecha y se me concede ser como los Dioses quieren verme, y entro (—dijo).
Silencio total a nuestro alrededor.
Se levantó de golpe, fue a por su instrumento y cantó su canción favorita.
Esa melodía interpretaba su sentir, pensar y su gran amor, y era para el que estaba junto a ella, arrodillado.
Sentía un respeto sagrado por su manera tan profunda de ser uno y entendía a estos seres como personas y almas, para lo cual podía servirme de mi contemplación interior.
Ambos iban “adentro” de aquello de lo que estamos hechos nosotros y el espacio.
Sentían el silencio, que sin embargo ahora no era para mí, debido a que aún no podía sentirlo y que solo podían sentirlo dos almas.
Pero yo todo lo comprendía.
Cuando se disolvieron los últimos acordes y el sonido de su preciosa voz en este sagrado silencio, se fueron para admirar los jardines.
Parecía que hoy ya no habría oportunidad de dormir.
En nosotros había serenidad, a la que se la llama el silencio.
La había entendido, por profundas que fueran sus palabras.
Ahora conocía muy bien a quien era mi madre.
Les deseaba esta gran felicidad y me sentía parte de la misma.
Ella veía detrás de las cosas y las experimentaba como en un sueño.
Pero sabía que me quedaría atrás, solo, y que así tenía que ser; esa seguridad también era su propia posesión.
Era una, en todo era una con el absolutamente último uno: “la muerte en la tierra” para ambos.
Nos quedamos juntos hasta muy entrada la noche.
Madre se encargaba de traer bebidas refrescantes y mi padre hablaba con los pájaros, que no conseguían de ninguna manera dormirse.
Las flores tenían los capullos caídos: la naturaleza estaba aturdida, porque de las aguas se elevaban densas nieblas que se quedaban suspendidas encima de la tierra.
Estábamos detrás de la casa bajo los frutales, yo flanqueado por mis padres, que me apretaban las manos.
Había serenidad en nosotros y no se dijo ni una sola palabra.
Con toda seguridad nos habríamos quedado dormidos, pero ahora no era posible.
Vivíamos en una conciencia que tocaba “la vida y la muerte”, entre poderes y fuerzas que representaban un poder supremo fuera de esta vida.
Pensábamos quedarnos juntos hasta que saliera el sol.
Mi madre vivía en plena serenidad, también mi padre era completamente él mismo.
Pero hablaba entre dientes, aunque mi madre entendía, por lo visto, cada palabra, y le dijo:
—Querido Ardaty, no te preocupes por dejar atrás todo lo que no necesitamos en nuestro viaje celestial.
Todos los hijos que pertenecen a esta vida y aún no están preparados se quedarán aquí.
La otra vida nos esperará allí.
Pero si tu amor ama lo temporal, entonces ¿para qué prepararse?
Querido Ardaty, ¿albergas una verdadera voluntad?
Sin duda que merece la pena poseer lo atractivo que posees aquí, formado por tu maestría.
Es comprensible que tu vida atenta sienta esta profundidad.
Estos sentimientos, sin embargo, están también en mí.
Pero hay una belleza encantadora, que hace que lo temporal haga la transición a lo infinito y haya este silencio, que radia por encima de toda nuestra vida y nuestro ser uno.
Mis contemplaciones interiores solapan “esta” y la otra vida, y veo las leyes inmutables que significan poderes y fuerzas.
Me asalta una emoción tras otra cuando mis ojos interiores ven la luz en la que viven los Dioses.
La liberación temporal de mi alma toca la vida que amas, pero las leyes solo piden una completa entrega y el “ir adentro” de la realidad.
Los sentimientos de ese tipo no pueden destruirte.
El estar en rebelión contra esta vida y la siguiente está vinculado a tu propia personalidad, pero la vida nos exige completa seguridad, porque negarse obstinadamente puede rompernos el corazón.
Quien siga ese camino se adentra en una improbabilidad de sentir y pensar, y se desprende de la plena conciencia.
Esto expulsa a todos de aquello que tiene que ser vivido de lleno.
Créeme, querido Ardaty, no permitiré ahora que me someta el desaliento, ahora que las leyes se transforman en poderes y fuerzas.
Si sientes este silencio total en el que vivimos, sigue entonces con cuidado el sendero iluminado que te preparan los Dioses.
También sé que ahora te entrarán preguntas de todo tipo, pero la amenaza directa también se te abalanza encima y crea un abismo entre “la vida y la muerte”.
Los deseos engañosos pueden suponer tu infelicidad, y por su acumulación tu alma hace la transición hacia eso, repeliendo aquello que es lo perfecto.
Lo que hay ahora en ti tiene una radiación que llega lejos y te conecta con esta vida y la siguiente.
En nuestras almas yace el origen, pero también llevan vinculadas el nuevo nacimiento, aunque lo infinito es algo que uno tiene que “querer” recibir.
Si quieres vivir, Ardaty, ve entonces “adentro”, y muere.
Si los deseos interiores y terrenales te hacen muecas y sientes un estremecimiento, será, en el fondo, la ignorancia de lo que hay detrás de eso.
Todo lo que poseemos en la tierra, querido Ardaty, es prestado.
Venry conocerá a Ardaty en la medida en que a los Dioses les parezca bien.
Pero mira todo eso tan encarnado: es como sangre.
Ilumina las tinieblas.
Es una señal, pero solo para quienes aceptan (—dijo).
Miré en las tinieblas, pero no vi luz ni nada encarnado que fuera del color de la sangre.
Pese a haber percibido muchas veces la luz que otros eran incapaces de ver, no logré percibir nada de lo que veía mi madre.
Habló los últimos días más que en toda su vida.
En silencio, en mucho silencio y ensimismada había vivido su vida terrenal, guardando su secreto.
Ahora estaba completamente abierta y todo era profundo, cada palabra tocaba la vida infinita.
Cuando mi madre dejó de hablar, mi padre se incorporó de un salto y abrió las jaulas.
Los pájaros seguían despiertos y habló a sus hijos, conminándolos a mantenerse tranquilos.
Después volvió a donde estaba mi madre.
Esta se levantó de pronto, tomó a Ardaty de la mano, y ambos se quedaron mirándome.
Me entraron los ojos de mi madre, igual que la noche da paso al día y que se despierta la vida.
Vi pasar ante mí mi joven vida y volví a vivir su gran amor.
Nuestras almas eran una sola y siguieron siendo eternamente una.
Entonces, como si fuera presa de una sacudida, se desprendió de mí e hice la transición a mi padre.
Sentí cómo me entraba un agradecido sondar y sentir, así como la felicidad de un niño grande.
Como si el hecho de ser uno solo también fuera perfecto en eso, ambos me dijeron a la vez:
—Adiós, mi querido Venry, adiós hijo mío.

Y se fueron, caminando por los jardines.
Ambos se disolvieron ante mis ojos y me quedé solo.
En pensamientos seguí lo que ella había dicho a mi padre y a mí.
Su sentir y pensar era de una hondura imponente, y aun así podía entenderla.
Si descendía mucho en mí mismo la entendía completamente.
¿Llegaría a conocer a Ardaty?
¿No conocía a mi padre lo suficiente?
Al pensar en él los pájaros se fueron volando hacia el espacio y desaparecieron.
Tenía un gran significado, porque era de noche, a pesar de que estuviera asomándose una tenue luz crepuscular, que anunciaba el nuevo día.
En el mismo instante en que los pájaros quedaron en libertad surgió de las entrañas de la tierra un sordo fragor, de inmediato seguido de un segundo y tercer fragor, y percibí que una luz de un rojo intenso rompía el crepúsculo.
Casi me asfixiaba la atmósfera sofocante y a lo lejos oía que se iban acercando los rugidos de las bestias.
Inmediatamente después oí hablar dentro de mí la voz de Dectar.
—Ven, querido Venry, ven rápido, por favor.
Ahora no busques a tus padres, están sumidos en una profunda oración y están yendo “adentro” y hasta “Él”, que posee la Omnisabiduría.
Anda ahora, querido Venry, ven rápido, antes de que suceda que las leyes se transformen en fuerzas y poderes (—concluyó).
Me había hablado un maestro en la concentración y de férrea voluntad.
Desde el Templo de Isis construyó un muro de fuerza a mi alrededor.
Mi vida interior, que parecía haber estado dividida en dos durante bastante tiempo, por lo que me había sentido en dos mundos a la vez, estaba volviéndose una ahora.
Sentía, además, otras fuerzas y pareciera que mi cuerpo material hubiera perdido la fuerza de la gravedad.
Pero no entendía nada de todo esto, aunque lo sentía muy claramente.
Me fui corriendo de casa y de este entorno tan rápido como podían mis piernas.
Pero mi avance era más como el planear de un pájaro, tan veloz iba; jamás había podido correr tan rápidamente.
Para llegar al Templo de Isis solo necesitaba un cuarto de hora, pero ahora podría salvar esa distancia en pocos segundos.
Vivía en una fuerza que me era desconocida.
El Templo estaba fuera de nuestro pueblo y para alcanzar el sendero que me llevaría a la escalinata principal primero tuve que atravesar un bosque, pequeño pero tupido, y entonces lo vi ante mí.
Ahora proseguí a un ritmo menos acelerado.
Ya había olvidado esos curiosos sentimientos.
Por cuarta vez oí ese terrible fragor que surgía de la tierra.
La iluminaba una luz estridente, de un rojo sanguíneo, y en la naturaleza todo estaba iluminado y era de color rojo profundo.
Mi madre había visto este horror con anticipación y yo mismo lo había percibido como una raya de un blanco plateado.
El asustado trinar de los pájaros de pronto me arrancó del sueño y me pareció reconocer a los nuestros, que ahora no paraban de volar en libertad sin poder hallar descanso.
Una vez más oí el horrible fragor y vi que la tierra se estaba desgarrando.
Pero no tenía miedo.
La tierra estaba rajándose violentamente y con una fuerza increíble, por lo que los edificios se desplomaron, desapareciendo la superficie, y me encontré ante un profundo abismo insalvable que me impedía el paso.
A mi alrededor no había más que vacío, profundidad, soledad y abandono.
Varias cabañas y casitas habían sido arrastradas a las profundidades y me llegaba el asustado llanto de mayores y niños.
La lluvia caía del cielo torrencialmente y un diluvio anegó la tierra.
Percibí que el suelo que pisaba estaba empezando a desmoronarse, porque sentía temblar este trozo de tierra bajo los pies.
Pero en ese instante volví a sentir cómo volvían a surgir en mí esas fuerzas extrañas y oí que Dectar dijo:
—Salta, querido Venry, no te preocupes y salta, podrás saltar lejos, muy lejos, para que pases por encima de este abismo y vuelvas a sentir tierra firme bajo los pies.
Planearás, Venry, pero ¡salta!
Pero no me atrevía, porque veía que no sería capaz de dar ese salto y que desaparecería en la profundidad.
De nuevo oí hablar a Dectar:

—Has de saber, mi querido Venry, que estas fuerzas también están en ti; que estas nos han sido dadas, aunque pocos las sientan en su interior.
Tú las tienes, las llevas dentro y yo las conozco.
Puedes ir donde tú quieras, pero tienes que saltar, y lo harás.
¡Salta ahora, Venry!
Entonces sentí que por detrás de mí, y por dentro, me entró un frío intenso y que me hacía más ligero.
Tenía la sensación de que estas fuerzas surgían desde el interior de la tierra, y calculé la distancia.
Solo tenía tres metros para dar el salto.
Delante de mí se abría un abismo tan profundo y ancho que me daba miedo.
Tenía una anchura de al menos diez metros, antes de poder llegar al otro lado.
Aún pisaba tierra firme, pero no podía avanzar ni retroceder.
Me encontraba en apuros.
Aun así, no me daba cuenta de que mi vida corría peligro.
Volví a oír a Dectar.
—¡Salta ahora, Venry, salta, el tiempo se agota!
Entonces fui presa de un miedo tremendo, tan terrible y horripilante que el sudor me corría por todo el cuerpo.
Pero sintonicé mi concentración y voluntad en el salto sobre ese abismo, y supe lo que ocurriría.
Me entró una fuerza enorme, puesta en marcha por mi miedo, por mi pensar y sentir, y ahora podría obligar a un pájaro a que cambiara su rumbo y, si lo quisiera, a que viniera hasta mí.
Salté y dejé de sentir mi propio cuerpo, y planeé hacia el otro lado.
Pero mientras fui planeando tuve la sensación de que alguien me portaba, un ser invisible, aunque no vi a nadie.
Me fui corriendo a toda prisa, a través de grietas y hoyos volví a encontrar el camino y vi que una parte del bosque había desaparecido en la tierra.
Delante de mí estaba la escalinata principal que me llevaba en línea recta al Templo.
Cuando hube cubierto la primera parte, descansé un poco.
El camino fue subiendo después en zigzag y mientras lo recorría me pareció que alguien me esperaba allí arriba.
‘¿Eres tú, Dectar?’, me preguntaba.
Mientras me apresuraba hacia arriba, vi que era él.
Su joven rostro rebosaba alegría.
Me abrazó.
—Ya lo ves, Venry, todo esto es necesario.
Ahora tienes nuevos dones, despertados a la fuerza por el miedo.
Alcé la mirada hacia él y pregunté:
—¿Dónde están mis padres?
—Están ingresados, Venry: en su propio jardín de verano, donde todo siempre florece, siempre, donde todo huele bien y todo les sonreirá.
Sígueme, querido Venry, ya no nos separaremos nunca.
Quiero ser un padre y una madre para ti.
Quise responder a Dectar y hacerle preguntas, pero me sobrevino un mareo y ya no supe de nada.