Mis padres y mi juventud en la tierra

A mí se me ha dado hablarte de mis padres y mi vida en la tierra.
Para ello te llevaré al Antiguo Egipto, en los alrededores de Menfis.
Es un lugar apacible y la naturaleza allí es preciosa.
Quisiera llevarte a la casa de mis padres, donde nací, y te pido que me sigas hasta allí.
Mi padre era un enamorado de la naturaleza y amaba todo lo que es parte de la vida.
Era un ser humano lleno de sentimientos, convencido de los milagros y fuerzas de la creación; era, además, conocedor de la naturaleza y un hombre muy creyente y sensible.
Lo que percibía en la naturaleza era para él una oración; lo vivía y experimentaba en el reino de las plantas y de los animales.
De modo que nuestra casa era, por decirlo de alguna manera, un paraíso.
En cada rincón había plantas y flores que él cultivaba.
Allí también estaban las numerosas jaulas con preciosas aves.
Cuando cuidaba a sus hijos, como él los llamaba, hablaba a veces muy intensamente y me contaba los milagros de la naturaleza, o descendía conmigo en ese milagroso mundo.
Entonces intentaba aclararme la concepción, el crecimiento de flores y plantas y el nacimiento de cada especie, pero sobre todo lo poderosa que es la naturaleza y cómo él mismo hablaba a la vida interior de la flora y fauna.
—Ves, Venry, les hablo a mis hijos y ellos escuchan.
Siento su voluntad de nacer y crecer, pero tengo que saber y poder comprender cuándo tienen hambre y sed, para que no vuelvan a su propio Padre al que aman más que a mí.
—¿Cómo está tan seguro que también ellos tienen un padre?
—¿Crees —fue su respuesta— que nace algo al margen de “Él”?
—¿A quién se refiere, Padre?
Entonces me dijo, pero lleno de felicidad y como un niño grande:
—Quiero decir “Amon-Ré”, nuestro Dios, el Dios de toda esta vida, del sol, de la luna y las estrellas, de los árboles, las flores y los animales; pero sobre todo el Dios tuyo y mío y de tu madre, del insecto más pequeño y de las fieras, el Dios de la noche y la luz, del silencio y los truenos, de la gloria en el Cielo y en la Tierra en la que vivimos, que nos conoce y ama y que algún día nos llamará para ir a Él.
Entonces, querido Venry, nos inclinaremos y Él me preguntará: “¿Ha dado usted, Ardaty, a ‘Mi Vida’ a lo que tiene derecho?”.
Y yo hago todo lo que puedo, Venry, para alimentar y cuidar toda esta vida para que los Dioses sean clementes conmigo.
Miré a mi padre y pregunté:
—¡Me habla de un solo Dios y de Dioses!
—Sí, mi Venry, conozco a “Amon-Ré” y hay Dioses.
No puedo saber cómo lo sienten los demás.
Entonces incliné la cabeza, porque de sus ojos salía una poderosa luz que no podía soportar.
Después de un breve tiempo, cuando no me miró, osé volver a mirarlo y entonces me sonrió, pero me fui a mi querida madre.
Le pregunté con severidad, debido a que me estaba rebelando, me estaba entrando un sentimiento de impotencia y de no entender:
—Madre, ¿quién es mi padre?
Habla de un Dios Supremo y de Dioses.
—Pero, Venry, ¿cómo puedes preguntarme esto con tanta dureza?
¿Por qué eres tan abrupto?
Se me hace que estás irascible.
—No quiero decir nada particular con eso, Madre, pero padre me acaba de hablar de su Dios.
¿Conoce usted a su Dios, Madre?
Mi madre me miró muy seriamente y dijo:
—Las cosas de las que habla tu padre, querido Venry, están muy hondas en su alma y es una voz que le llega del silencio y de regiones lejanas.
Oye y conoce esa voz.
Sé, hijo mío, que tu padre tiene la bendición de esa fuerza.
A esa fuerza la llama su Dios.
Su Dios, querido Venry, nos puede aportar la luz del sol, hacer soplar los vientos y regar nuestros jardines y campos.
Tu Padre ve crecer y florecer esa fuerza, y esa fuerza vive en él, en ti y en mí, en los animales y las plantas y todo lo demás que vive.
Él ya sabe desde hace mucho cómo se despiertan las flores y por qué trinan los pájaros cuando tienen el buche lleno, haciendo que su canto ascienda a regiones más elevadas, incluso hasta donde están los Dioses.
Durante mucho tiempo pensé sobre todo esto y pregunté:
—¿Es Dios visible, Madre?
—Claro, Venry, y lo aprenderás, porque todos los seres humanos tienen que conocerlo a “Él”.
Lo mejor es que estés muy atento, Venry, quizá “lo” verás pronto.
—Habla usted igual que padre, pero ¿a través de quién pueden hablar los dos así?
—Escucha, querido Venry.
En este hermoso país vivía un sacerdote que enseñaba a la gente sobre las cosas invisibles.
Hablaba de la naturaleza y sobre las incidencias de Dios, y así fue como aprendió tu padre.
—¿Y padre también aprendió en los textos?
—No, querido Venry, de la naturaleza, solo de la naturaleza y de los milagros que forman parte de la vida.
—Pero ¿sabía el sacerdote también por qué los pájaros cantan más por la mañana y por la noche, Madre?
¿Lo sabrá padre?
—Puedes preguntárselo y él te contestará.
—¿Cree usted en ese sacerdote y en el Dios de padre?
—¿Por qué, mi amado Venry, no iba a creer yo en ellos?
¿No somos dueños de los milagros de Dios?
Reflexioné sobre todas las cosas y pregunté:
—Usted quiere mucho a padre, ¿no es así, Madre?
—Sí, Venry, y también tú tienes que querer mucho a padre.
Regresé a mi padre.
—Madre dice que usted habló con un sacerdote sabio y que podía hacerle preguntas.
¿También le preguntó por qué los pájaros cantan tanto por la mañana y por la noche?
Mi padre me miró con sus ojos radiantes y dijo:
—Mira, querido Venry, eso es muy sencillo.
Cantan por las mañanas porque la noche anterior han dormido bien y aún están en vida; pero por las noches cantan de gratitud por haber recibido tanto alimento ese día.
Se sienten contentos y felices, y entonces rezan a su Dios, dándole las gracias por todo.
—Padre, ¿saben, pues, que hay un Dios?
¿Pueden, igual que nosotros, “pensar y sentir” y dar las gracias y rezar?
Mi padre me miró muy seriamente y dijo:

—Eres muy sabio, Venry, para los años que llevas en la tierra, pero escucha.
Toda la vida en la tierra pertenece a los Dioses.
Pero toda esa vida vive en su propio mundo, aunque desde allí da las gracias a su propio Dios.
Lo integran los pájaros y todos los demás animales, las flores y plantas, también los peces que ves aquí.
Dan las gracias a su Dios a su propia manera, así que los pájaros cantan; y puedes oír su canto, pero en él está su oración.
—¿Y las flores y plantas, Padre?
—Pero si te lo acabo de decir: todas rezan y dan las gracias.
A las flores no se lo oyes hacer y solo lo descubrirás más tarde, cuando seas mayor.
—Pero ¿es que tienen oídos, como nosotros, Padre, y puede usted oírlas hablar?
De nuevo me lanzó una mirada interrogante y cariñosa.
—Ven aquí conmigo, Venry, y escucha.
Me acercó mucho al oído una flor.
—¿Oyes algo?
Escuché con mucha atención.
—No, no oigo nada, Padre.
—Hay que escuchar bien, Venry, y esperar, hasta que hable a la otra flor.
Me quedé expectante, pero no oí nada.
—¿Los peces saben hablar, Padre?
—Sí, claro —fue su respuesta.
—¿Lo hacen cuando no lo oímos ni nos fijamos?
—Sí, Venry, justo entonces, cuando las personas no nos fijamos.
—¿Y escuchan también lo que yo quiero, Padre?
Ahora me escrutó el alma.
—¿Cómo dices, Venry?
—Que si escuchan, Padre, lo que yo quiero.
Se quedó sin responderme y se fue a mi madre.
Cuando resultó que había terminado de hablar con ella, regresó.
—¿Ya oíste hablar a las flores, Venry?
Hice como que no lo había oído y pregunté:

—Cuando los peces saltan a la superficie del agua, Padre, ¿es que entonces están contentos y es esa su manera de cantar, agradecer y orar?
Me sonrió.

—Sí, casi siempre.
—Y los peces, ¿son mayores que las flores y los pájaros?
—No —dijo—, tienen la misma edad.
También le pregunté muy severamente:

—¿Cómo está tan seguro de eso?
Sin responderme, y como si tuviera que hacer algo donde mi madre, se alejó para hablar con ella.
Esa falta de respuestas me irritaba y me adentré en la naturaleza, ausentándome bastante tiempo, pero olvidé todo.
En otra ocasión hice nuevas preguntas a mi padre sobre otras cosas, pero eso me enojó de repente tanto que mi padre me miró asustado.
Preguntó:

—¿Qué pasa, Venry?
¿Te hice algo o te dije algo indebido?
No le respondí y me fui corriendo de casa.
No volví hasta bien entrada la noche.
Mi padre me hizo preguntas, pero ni yo mismo entendía por qué de pronto me había enfadado tanto.
—No lo sé, déjeme en paz.
De nuevo se asustó, porque no era la respuesta de un niño y nunca respondía así.
Me miró largamente con una mirada escrutadora y después me dejó en paz.
Al día siguiente había vuelto en mí y olvidado todo.
Pero cada vez que le hacía preguntas me asaltaba un intenso enfado y sentía que no me contestaba con claridad.
Así fueron pasando mis primeros años mientras crecía.
Siempre hacía otras preguntas e intentaba hablar con la naturaleza, igual que padre, descubriendo la naturaleza en los detalles, hasta que mi juventud se vio trastornada de manera atroz.
Estaba en nuestros jardines con mi padre, haciéndole preguntas, pero sin obtener respuestas claras.
En el mismo instante había otra fuerza, más fuerte que yo, que me obligaba a irme.
Huía de casa como si algo terrible estuviera pisándome los talones.
No comprendía quién o qué era, pero me salía de dentro y como un enojo.
Pero tenía que alejarme de mis padres, a quienes sin embargo amaba mucho.
Entonces deambulaba por la naturaleza e intentaba hablar a la vida en ella, igual que hacía mi padre, pero el idioma del que me servía no parecía ser claro, porque la vida no oía ni entendía, o no comprendía lo que yo quería decir, por mucho que me esforzara.
Había pescado pececillos hermosos y con esos animalillos jugaba a mi manera.
Había escogido a algunos, deseoso de que me escucharan y de que aceptaran que yo era su dueño y señor.
Y por extraño que sea, a veces podía hacer con ellos lo que yo quería.
Practicaba durante horas y los obligaba a hacer cualquier cosa.
Si deseaba, por ejemplo, que se quedaran quietos, entonces es que ya no se podían mover nada y se quedaban donde estaban.
Mostré la hazaña a mis amiguitos, porque quería saber si ellos también eran capaces de hacerlo, pero resultó que no.
Por mucho que lo intentaran, no les salía, y entendí que eran incapaces de pensar.
Lo que significaba y por qué yo sí era capaz era algo que no lograba explicarme.
No tenía ningunas ganas de hablarlo con mis padres.
Pero aún había otras fuerzas en mí y también me cuidaba mucho de no decir nada de ellas.
Cuando me dormía salía de mi cuerpo material.
Entonces sí era capaz de hablarle a la naturaleza, pero era como si fuera completamente uno y estuviera conectado, aunque viviera a la vez en otro mundo.
Desde ese mundo me paseaba por los jardines de mi padre y sentía que me entraba la vida de las plantas y flores.
En ese mundo podía ir donde quisiera mientras mi cuerpo material yacía durmiendo, aunque yo mismo estuviera fuera de él.
Así entendí que en el fondo poseía dos cuerpos y que esto que yo era ahora pertenecía a ese otro mundo.
Entonces planeaba por el imponente universo y allí, en ese espacio o mundo, veía a personas que eran como las personas materiales en la tierra, aunque todas eran aladas y vivían en ese mundo.
Entre ellas vi a algunas que eran luminosas y que quizá pertenecieran a los Dioses.
No lograba entender por qué otras personas, como mis padres, no contaban nada de eso.
Pero eso a su vez me hizo entender también que esto significaba algo especial, que solo yo vivía y conocía.
Pero solo cuando estaba dormido podía salir de mi cuerpo.
Además, sabía exactamente cuándo me desdoblaría de mi cuerpo.
Con antelación me atormentaban curiosos sentimientos; recibía una corriente fría que hacía vibrar mi cuerpo entero, y entonces me vencía el sueño.
Si estaba muy cansado, esos sentimientos tampoco eran tan intensos y podía comenzar mi viaje nocturno al poco tiempo.
El primer viaje de todos los que hice fue el entrar y salir de mi propio cuerpo.
Cuando viví este milagro estaba completamente despierto en el espíritu, o sea, en ese otro mundo, y miraba dentro de ese imponente espacio, donde resultaba que siempre había luz.
Entonces salía y entraba de mi cuerpo y podía verlo claramente.
Con cuidado me iba elevando más y más, incluso a través del tejado de mi casa paterna, hacia el espacio.
Poco o mucho después regresaba a mi cuerpo terrenal, consciente de dónde había estado.
Después de estos viajes y experiencias nocturnos no sentía nada especial durante un buen tiempo, a pesar de haber conocido ese otro mundo.
Después volvía a desear poder ir lejos, lejos de mi propio entorno, a través de las cosas materiales que estaban en la tierra.
Ningún ser humano terrenal puede traspasar las cosas materiales, ni hacer en la tierra lo que yo hacía allí.
Cuando vivía todas esas cosas extrañas y curiosas hablaba muchísimo con mi padre.
Por esas conversaciones descubrí, a pesar de mi temprana edad, que él tampoco lo sabía todo de la vida.
Un buen día dije a mi padre:
—Me habla de los milagros de su Dios, pero ¿está usted convencido de que no hay más?
Lógicamente, me miró muy sorprendido y volvió a irse.
No me atreví a seguirlo, pero adiviné a dónde iba.
Fue a ver a mi madre, le contó mi pregunta, pero no pude oír de qué hablaban.
Y eso me enojó.
Esos sentimientos me surgieron muy de improviso, de forma poderosa y espontánea, y así actué.
Pero ahora busqué la manera de poder escuchar a escondidas su conversación, si se presentaba otra ocasión.
Nuestra casa estaba sola y rodeada de un gran jardín, dividido en muchos otros más pequeños.
Había en ellos diversos tipos de flores y una gran abundancia de hierbas aromáticas y árboles que sin excepción le importaban mucho a mi padre.
Debido a sus conocimientos de la naturaleza cuidaba los jardines del Templo de Isis, a los que abastecía de plantas, hierbas aromáticas, flores y frutas.
Era un maestro del cultivo.
Quería intentar escucharlos detrás de la casa, por el lado izquierdo o derecho de donde yo dormía.
Pero eso también se me había ocurrido de forma muy inesperada y solo hacía poco, además de muchos otros pensamientos y sentimientos.
Sentía, con todo lo joven que era, que los odiaba.
Pero ciertamente no sabía por qué; a veces me asaltaba una terrible fuerza y cólera cuando mi padre me hablaba de su propio Dios, de sus cosas y los milagros en la naturaleza, de las frutas y flores y de las fuerzas de las hierbas aromáticas, o cuando no me daba una respuesta concluyente.
Su seguridad sobre todos estos milagros naturales me impulsaba y espoleaba a odiarlo aún más.
A medida que fui creciendo y que chocábamos, esos sentimientos de odio se fortalecieron e intensificaron.
Cuando me entraba ese odio, sentía de inmediato que me recorría esa corriente fría, y era como si otra fuerza al margen de mí me obligara a odiar a mis padres.
Dada mi edad juvenil, esos sentimientos y terribles pensamientos no podían estar presentes en la vida de mi propia alma.
Había cumplido catorce años, pero en mí había un sentimiento profundo y natural, y a veces entendía de qué me hablaba mi padre.
Entonces lo desentrañaba todo, lo repasaba y lo comparaba con mis propias vivencias, sintiendo que él hablaba como un ser humano terrenal —pero como uno en posesión de un sentimiento muy desarrollado, incluso de una gran fe— aunque las desconociera por completo.
Fui sintiendo y entendiendo por qué podía odiar de repente como solo odian los adultos a plena conciencia.
Pero a veces también me daba por odiar y hasta maldecir lo que les pertenecía, también sus posesiones interiores y su amor.
Me entraba de golpe y solo iba haciéndose más intenso.
Los pensamientos se me iban sucediendo en sentimientos, y primaban por encima de los míos.
Lo quisiera o no, tenía que sentirlos, seguirlos y escucharlos.
Entonces aún sentía por qué los escuchaba.
Me daban poder y fuerza, lo que entendía muy bien.
Pero aun así no quería poseer todos esos terribles sentimientos, porque me daban miedo.
Pero solo más tarde, cuando llegué a conocerme y a conocer las fuerzas de mi odio y mis desdoblamientos, descubrí de dónde sacaba todos esos pensamientos diabólicos.
Mis padres eran víctimas, porque se quería destruir su felicidad, incluso su vida, lo cual se intentaba conseguir haciéndome rebelar contra ellos; mis dones eran usados contra sus sentimientos de amor.
Cuando le hice a mi padre la pregunta “Me habla de los milagros de su Dios, pero ¿está usted convencido de que no hay más?”, sintió intuitivamente lo que quería decir con ella, pero esta y todas las demás que le hacía le parecían extrañas, sobre todo porque volvía con semejantes preguntas una y otra vez.
Pero cuando se me acercó diciendo: “Ven, querido Venry, vamos a recoger fruta y te buscas la más hermosa para ti”, se me desvanecieron al instante mis sentimientos de enfado y odio hacia él y volví a ser un niño normal.
Sus sentimientos amables y amorosos arrinconaron los horribles pensamientos que me hacían sufrir y me convirtieron en un niño natural.
Entonces éramos completamente uno, no había nada que trastornara nuestra armonía; comprendía del todo a mis padres y era un niño como otro cualquiera: obediente y lleno de amor hacia mis padres.
A veces pasaban semanas y meses, y estaba apacible; también mi sueño era muy normal, porque me quedaba entonces en mi propio cuerpo.
Pero la forma en que me llegaba seguía siendo para mí un gran misterio, era como si me tocara un chorro de fuego procedente del cielo.
Cuando seguía a mi padre y él enviaba sus profundos sentimientos a mi madre, primero me asaltaba un calor innatural, pero después me quedaba frío como un témpano; y entonces me entraba ese terrible odio que me obligaba a morderme los labios para reprimir las palabras, los sentimientos y pensamientos que me brotaban, o les habría lanzado todo lo que es feo y grosero.
Sin embargo, cuando me dejaban a mi aire, ese odio, ese calor y ese frío remitían, y recuperaba la naturalidad, sin más.
Pero ese no responder suyo, igual que sus líos con sus animales, me llevaba a un estado antinatural, encendía la mecha de mi odio, por lo que salía de la casa en busca de la naturaleza.
Horas después, a veces ya por la noche, regresaba a casa.
Ya sin saber qué hacer, mi padre lo comentó con el sumo sacerdote.
Este me citó.
En el Templo de Isis me llevaron a una pieza donde tenía que reposar, me dijo.
No sé lo que me hicieron los sacerdotes; pronto me quedé dormido y entonces viví un nuevo viaje.
Una vez fuera de mi cuerpo, estuve paseando por los jardines, recogiendo flores y hablando a los pájaros y otros animales que andaban libres.
Algunos de ellos podían verme en ese otro mundo, y mi amor por toda esa vida tampoco resultó haber cambiado en nada.
Después fui a los otros jardines, porque alrededor del Templo de Isis abundaban los jardines donde los sacerdotes cuidaban sus hierbas, plantas y frutales.
Mientras paseaba por allí, vi cómo se me acercaba una niña, que estaba dando el mismo paseo que yo.
Le pregunté de dónde venía y lo que hacía junto al Templo, y respondió:
—He venido a saludarte y a decirte mi nombre.
Me llamo Lyra.
¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Venry —dije.
Pero de repente me entró una tremenda fuerza y se me elevó a una conciencia muy diferente; después pregunté—:
¿Sientes, Lyra, cómo soy en este momento?
¿Que ya llevo siglos esperando?
¿Se me concedió en este instante poder verte?
Cuando la quise tomar de las manos y besarla, me dijo:

—Estás hablando como si fueras muy mayor, y es que lo eres, pero ahora solo puedes verme.
La conciencia en la que vives ahora ha sido despertada en este instante, porque sé que eres mucho más joven.
Ahora puedes hablar como un adulto, pero sé que me perteneces; ambos somos uno y volveremos a vernos, porque lo dice “Él”.
Cuando le quise preguntar quién era ese “Él”, se disolvió ante mis ojos y desapareció.
También se borró aquello en lo que yo vivía, y cuando me desperté había un sacerdote delante de mi lecho de reposo.
Me pidió seguirlo y me llevó a mis padres.
No se me permitió presenciar su conversación, pero ahora tenía un lugar desde donde escucharlos.
El sacerdote dijo a mis padres:

—Créame, estimado Ardaty, su hijo posee grandes dones.
Vendremos a buscar al muchacho dentro de algún tiempo para darle la escuela que él necesita.
Hemos podido seguir su espíritu y hemos descubierto dones en él que le darán las grandes alas.
Ahora he podido liberarlo de las influencias malignas.
Hace usted bien en estar atento a él.
En un año podrá formarse como sacerdote y desarrollaremos sus dones.
Dijo aún más cosas, pero ya no pude entenderlas, y después se fue.
Yo también me retiré y hasta horas después no regresé a donde mis padres.
Había vuelto en mí.
Pasaron meses.
Mi padre me hablaba de la naturaleza, pero no le dije nada sobre mi propio secreto.
Sin embargo, comprendí que mis padres lo comentaban y que lo hacían susurrando por haberme sorprendido.
Algún tiempo después volví a hacer viajes nocturnos.
Me quedaba un vago recuerdo del encuentro con aquella niña y se me hacía como si lo hubiera soñado.
Pero una noche conocí a aquel que me provocaba todas esas cosas terribles y que era la causa de mi odio hacia mis padres.
La ayuda de los sacerdotes, sin embargo, resultó haber sido insuficiente.