Me hice artista

Llevaba a Marianne apretada contra el pecho como si fuera una niña.
La apoyaba en mí y era como si durmiera.
Había estado paseándome así durante horas.
Quien me hubiera visto así me habría tomado por demente.
Llevaba en los brazos al ser humano al que quería.
Sin embargo, solo era un pedacito de tierra, pero a esa tierra iban vinculados diferentes sentimientos que me eran entrañables.
¿Era esto amor por el ser humano?
¿Eran pensamientos humanos puros?
¿O eran estos también falsos, ruines y malos, o imaginaciones?
¿Solo me aferraba a ella, buscando apoyo, por no tener a nadie?
¿Es que me merecía poder tener estos sentimientos?
En cualquier caso, los aceptaba y me hacían feliz.
Cuando llegué arriba, la envolví en una tela de seda y la guardé.

—Que duermas bien, Marianne, ¡no te olvides que te quiero!
No olvidaré nuestra juventud, siempre pensaré en ti, tal vez eso me reconforte.

Después junté lo necesario y salí a trompicones.
Mi carruaje ya estaba preparado, me fui a toda velocidad, como si el diablo me estuviera pisando los talones.
Conduje toda la noche, hasta la tarde siguiente, cuando hubo que cambiar los caballos.
Me puse otra vez en camino.
Quería abandonar este país lo antes posible, hasta entonces no encontraría paz.
Tenía miedo de que al final sí perdiera la vida, y quería vivir, porque todavía era demasiado joven para morir.
Aún no era mayor de edad, y aun así reflexionaba acerca de todo; tan joven como era, ya vivía las cosas más audaces.
Ya de niño pensaba igual que los mayores.
¿De dónde venía ese fuerte desarrollo?
¿De mis padres?
¿Era algo que había heredado?
Entonces, ¿por qué era tan diferente de ellos?
¿Creaba Dios distintos seres humanos?
¿No eran todos iguales?
¿Sabía Él lo que había creado?
Pero entonces, ¿por qué todas esas contradicciones en los caracteres?
¿Por qué chocábamos?
¿Por qué aceptaban ellos su patrimonio y era para mí una maldición, y menospreciaba yo todo?
¿Qué sentido tenía y para qué servía esto?
¿Tenía un significado?
¿Sembraba Dios la discordia entre la gente?
¿Él, el Omnisciente?
Me parecía que el hombre tenía más cosas del animal que de alguien con aptitudes intelectuales.
La naturaleza que me rodeaba era preciosa.
Era tan perfecta que no se podía dudar de ella.
Solo el ser humano no valía.
Me iba a un país extranjero y estaba solo en este maldito mundo.
Me atraían los lugares grandes, allí donde había vida.
Quería ver vida y vivir yo mismo y que la vida me enriqueciera.
Lo que tenía a mis espaldas para mí había muerto.
Muerto lo estaba todo, solo Marianne vivía aún en mí.
Esa noche descansé algo y al día siguiente continué.
Llevaba ya una semana fuera de casa y me alejaba cada vez más.
Todos esos pensamientos sobre aquello fueron difuminándose.
Sentía surgir en mí fuerzas completamente distintas.
Por fin llegué al Sur, donde me quedé.
Convertí mis papeles en efectivo, con eso tendría que pagarme todo durante unos meses.
No tardé en ponerme bajo la experta dirección de un gran maestro, que me dio mi primera formación.
Yo era un alumno agradecido.
Mi amor por el arte iba creciendo, comprendía qué quería decir mi maestro y progresaba rápidamente.
El corazón se me desbordaba de alegría, todo iba como quería.
El maestro estaba muy satisfecho conmigo.
Aprendía casi día y noche, absorbía todo lo que tuviera que ver con el arte, lo asimilaba todo.
Las clases más difíciles no me resultaban más que cosa de niños.
Mi alma lo absorbía, era artista en cuerpo y alma.
Qué feliz me sentía.
Así fueron pasando los años, sin preocupaciones.
Allí permanecí más de tres años.
De mis padres ya no tuve noticias.
Vivía en el vasto mundo, podía ir a donde quería, porque era dueño y señor de mi propia vida.
Mucho había cambiado en mí.
Mi carácter empezó a desenvolverse, mostrando muchos rasgos, pero el rasgo más grande y bello que yo mismo sentía que poseía era mi gran entusiasmo por mi hermoso arte.
Ese sentimiento crecía más allá de mí mismo; me perdía en él y me incitaba a hacer grandes cosas.
Mi preceptor me auguró un brillante futuro.
Mi arte tenía un estilo propio, que la gente no entendía.
Me resultaba un misterio de dónde me venían esos sentimientos.
Si continuaba de esta manera tendría que cambiar de maestro.
Me recomendó a uno de sus amigos, que había alcanzado una altura imponente y con quien acabaría mis estudios.
Un año después decidí marcharme.
Había sido como un padre para mí, lo quería en cuerpo y alma y lloré cuando tuve que partir.
—Tiene que ser así, querido Lantos —dijo—, tiene que ser así, conmigo ya no podrás aprender nada.
Tienes que desarrollar tu talento hasta el máximo y para eso necesitas otros preceptores.
No me quedó más remedio que irme.
Ahora me podía mover con mayor libertad, pero mi aspiración era una sola meta, un solo punto: alcanzar lo más elevado.
Tenía yo ese don; era, como decía mi preceptor, un artista nato.
‘Así que gracias a Dios’, pensé, ‘no nací para mandar’.
Ya no pensaba ni un segundo en el pasado, solo cuando me dijo estas palabras.
Me establecí en una ciudad donde florecía el arte y acepté una religión, porque se requería.
No voy a describirte ahora la vida en aquella época, solo lo imprescindible.
Sigo mi camino interior y prosigo contándote a quiénes me encontré en él y las cosas que viví.
Hay algo que en todos estos siglos no ha cambiado, por lo menos poco, muy poco.
Es la vida interior del hombre, que es incapaz todavía de renegar de su origen animal.
El hombre no ha cambiado en nada; al contrario, es como si fuera cuesta abajo, pero en realidad no es el caso.
Solo son estados pasajeros.
A cada tropiezo hay que volver a intentarlo.
Sondeando a un solo hombre se sondea y se siente a todo un pueblo, se sienten continentes enteros.
Lo que vive el ser humano individualmente, lo vive un pueblo.
Si se tropieza, entonces se tropieza el pueblo entero, tropiezan continentes enteros.
Esto se ha establecido en la psicología cósmica; son leyes, es el ciclo del alma.
Esa alma prosigue su camino para alcanzar las esferas divinas.
La tierra tiene millones de años, al igual que el ser humano, pero este ser intelectual apenas ha sobrepasado al animal.
Todavía es posible ver pasearse por la tierra a seres preanimales con aspecto humano.
Ándate con cuidado.
Evítalos, porque hasta dentro de centenares de años no se les podrá alcanzar.
Me puse a trabajar con el ánimo renovado.
Admiraban mis capacidades e hice muchos amigos.
Fue cambiando mi personalidad y empezó a sonar mi nombre.
Veían en mí un futuro maestro.
Pasaron años.
Aprendía muchísimo y estaba contento conmigo mismo.
Ahora entendía plenamente mi sensibilidad por el arte durante la infancia.
Solo me quedaba el misterio de saber de quién había recibido ese don.
Mucha gente me preguntaba si lo había recibido de mis antepasados.
Podría haberles respondido, pero me callaba mi verdadero origen.
Le daba muchas vueltas a esto, porque, como ya dije, no entendía de quién procedían esas fuerzas.
¿De Dios?
¿De un poder más elevado?
No me resultaba claro.
Seguía buscando y preguntando y el problema se intensificaba.
Era un analítico nato, quería saber de dónde venía yo, para qué servía todo esto.
Quería conocer todos esos problemas existenciales.
Era incapaz de digerir la dureza de la humanidad.
Mis sentimientos fueron madurando conforme me fui haciendo mayor, y descendí al interior de la vida para conocer mejor esa verdad.
Siempre estaba pensativo y ya decían que era un soñador.
Me halagaba mucho que lo dijeran y me sentía orgulloso de que me vieran así.
Sentía que tenía más años que la edad que había alcanzado.
Por eso atraía a los compañeros mayores y me invitaban a estar con ellos.
Empezaron a hablar de mí.
Quise terminar mis estudios con una gran obra de arte.
El tema que elegí fue el de una madre con un niño y los representé a tamaño real.
Puse en la obra el sentimiento con el que hubiera querido que mi madre me hubiera amado.
La escultura tenía vida y se convirtió en un gran éxito.
Puse en ella todo mi amor, mi alegría del alma en estado puro como la sentía y poseía de niño.
La obra fue premiada.
La sonrisa en el rostro de la madre hacía derretirse a corazones fríos.
El niño, con ambas manitas levantadas, miraba a la madre y le suplicaba amor.
Ese sentimiento grande y sagrado estaba en ambos seres.
Eran dos almas unidas, que sentían, pensaban y amaban como una sola.
Así es como había sentido de niño el amor maternal, pero no se me dio; eso se alojó después a mucha profundidad en mí, sin que para ella, para mi madre, volviera a emerger más.
Alrededor y dentro de mi creación estaba esta gran fuerza.
Mi lucha juvenil, ya a mis espaldas, había hecho madurar y crecer mi sensibilidad por el arte.
Iba al encuentro de mi felicidad a paso firme.
Solo me interesaba por el cuerpo humano y su belleza.
Logré superar las profundidades y así hice muchos amigos, pero también muchos enemigos.
La gente no deseaba la felicidad de los demás, mataba por conseguir honores y fama.
La vida humana carecía de valor, te quitaban la vida por nimiedades.
Todo esto me indignaba y sufría por ello, pero ese sufrimiento no duró mucho.
Sentía que vivía con demasiada seriedad y por eso me lancé al torbellino de la vida desenfrenada.
Los siguientes años transcurrieron en medio de una borrachera de fama y honores.
Iba siendo hora de buscarme la vida yo mismo, algo desconocido me impulsaba a ello.
Me desprendí, busqué un alojamiento y tomé un servidor recomendado por uno de mis mejores amigos.
Pero el hombre, que hacía todo por mí, no me daba confianza.
Había algo que me estorbaba.
Lo estuve buscando, pero no lo encontré.
No podía sondar su carácter.
Volví a preguntarle a mi mejor amigo, llamado Roni, si podía confiar plenamente en él.
—¿Cómo se te ocurre, querido Lantos? Soy tu amigo, ¿no? —dijo.
Ya me arrepentía de desconfiar de él, pero no lograba librarme del sentimiento, lo reprimí con violencia y ya no quise darle más vueltas.
Había acordado con mi sirviente que no se le admitiría la entrada a mi taller a absolutamente nadie sin mi conocimiento.
Porque no quería que nadie supiera en lo que estaba trabajando.
Una y otra vez aparecía con mis nuevas creaciones, sorprendiendo al mundo y apabullando a mis compañeros.
A los grandes, que aún estaban por encima de mí, también los alcanzaría.
Pronto me convertiría en un maestro.
Era hacia donde me enfocaba, a eso me llevaba mi arte.
No me libré del odio ni de la envidia.
En una de mis reuniones me lo hicieron sentir claramente.
Uno de ellos era mi mejor amigo, lo que me causó mucho dolor.
Él lo intentaba ocultar detrás de su bello rostro, pero aun así yo lo sentía.
Cuando intenté sondar su carácter, no me resultó posible.
Su figura era la de un adonis.
Le dediqué muchas horas, pero ni así llegué a conocer su verdadero interior.
Unas veces rebosaba simpatía y era mi mejor amigo; otras veces, de improviso, veía otra cara suya que me resultaba muy desagradable.
Intenté librarme de él, pero eso tampoco resultó posible.
Era como si un poder invisible nos mantuviera unidos.
Me parecía haberlo conocido antes, pero no lograba acordarme.
Sin embargo, su figura no me dejaba en paz.
Siempre volvía a pensar en él, pero era y seguía siendo alguien inescrutable para mí.
Mis sentimientos se correspondían con lo que había sentido de niño y que me incitaron a desprenderme de mi familia.
Esa fuerza había triunfado, me había ido y me había convertido en lo que quería ser.
¿Eran fuerzas invisibles?
¿Estaba yo sometido a una influencia, actuando bajo su dictado sin quererlo ni saberlo?
Ahora sentía esas fuerzas de mi juventud más nítida y conscientemente; era como si estuviera despertando.
Me aislé para reflexionar sobre este problema, dando largos paseos como antes.
En la naturaleza se me aclararon muchas cosas.
Es que sentía que ambas fuerzas eran una sola: una sola voluntad, un solo sentimiento dirigía todo esto.
¿Era Dios?
¿Era una fuerza Todopoderosa, que había creado el cielo y la tierra, al hombre y los animales?
¿Que dirigía y guiaba todo?
¿Había una dirección, o estaba sugestionándome cosas?
¿Qué era?
Sentía verdadera amistad por mi amigo y, sin embargo, debía reconocerlo con honestidad, lo odiaba.
Pero ¿por qué? ¿Por qué odiarlo?
¿Me había hecho algo?
Me tenía envidia, no me deseaba ni el lugar ni la altura que había alcanzado.
Era algo humano, muy común, y no debía molestarme por eso.
Pero seguía inquietándome, aunque sin averiguarlo, por muchas vueltas que le diera y por mucho que analizara todos sus rasgos.
Mis sentimientos diferían de los suyos y aun así éramos amigos, muy buenos amigos incluso.
Sus actos eran espontáneos, pero sin sensibilidad, muy en perjuicio de su arte.
Su espontaneidad y afán de honor ahogaban las vibraciones más hondas de su alma, la fuerza para poder sentir en toda su amplitud sus creaciones.
Se precipitaba en todo, sin reflexionar.
No sentía el silencio de la vida.
No era consciente de sí mismo en nada, actuaba en el momento y se entregaba por completo sin pensar.
En su océano vital siempre había tormenta, que lo zarandeaba de aquí para allá, y se saturaba viviendo la vida tal como le venía.
Durante un tiempo me dejé guiar por él y vagabundeamos juntos por la vida desenfrenada.
Pero poco a poco fui buscando un puerto seguro.
Esa vida me resultaba demasiado fatigosa, me moría por descansar, por el silencio, por volver en mí.
Me pensaba y repensaba todo aquello con lo que me conectaba.
Yo era un soñador y un pensador, como me llamaban.
Pero él no alcanzaría mi altura si no se las apañaba para asimilar estos rasgos; solo entonces su arte cobraría vida.
Yo tenía y sentía un solo objetivo, él tenía muchos.
En la pintura, tal como se ejercía en esos tiempos, había alcanzado una gran altura, pero en las artes plásticas no me igualaría.
Yo ahora tenía fama y honores, todos los bienes terrenales estaban a mis pies.
Aun así, algunas veces me invadía un estado de ánimo triste y no me sentía satisfecho.
Pero cuando estaba así, veía que mi arte crecía y que adquiría vida.
Entonces veía a los hombres y los animales de otra manera y me resultaban más fáciles de alcanzar.
Amaba, pero no llegué a conocer el verdadero amor.
El amor que se me ofrecía no me daba nada.
Era demasiado fácil de adquirir, ese amor era demasiado evidente.
Cuando uno abría su corazón, quedaba ocupado por completo.
La gente se dejaba seducir una y otra vez por el deseo ansioso.
Pero aprendí a cómo tenía que armarme, no quería que esos sentimientos jugaran conmigo y eso me puso a pensar.
Descubrí y entendí su naturaleza.
Aunque seguía buscando el verdadero amor, no lo encontraba.
¿Y si este amor no estaba en la tierra?
¿No tenían los demás seres un amor semejante?
¿No estaba en ellos esa fuerza que hace feliz la vida en la tierra?
¿No sabían lo que significaba el amor y no poseían la conciencia de que había que respetar los sentimientos de los demás?
¿No entendían nada de la felicidad verdadera y real, como la pretendía el Omnipoder?
Y, sin embargo, como artista, quería a un ser así.
Los ojos sonrientes de ella, suplicantes y mimosos, me eran entrañables.
Su cuerpo entero era para mí un templo de belleza, gloria y felicidad.
Podría dar la vida por este ser, pero entonces ella tendría que amarme verdadera y genuinamente.
Ya albergaba estos sentimientos en mi temprana juventud, pero ahora eran conscientes y estaban desarrollados.
Esta felicidad imponente y formidable era la que deseaba poseer.
Cómo deseaba mi alma entender, cómo anhelaba yo ese ser único, ese ser dulce y hermoso que me elevaría a lo más elevado y que espiritualizaría mi arte.
Las personas que había conocido hasta el momento no poseían nada de esas elevadas fuerzas de los sentimientos.
No poseían más que deseos animales, egoísmo y pasiones bastos humanos, que me daban asco.
El sonido rítmico, que tenía que hacer cobrar conciencia a las fuerzas del alma más hondas, simplemente no estaba en ellos.
Se desfogaban, erraban de una persona a otra.
¿Se había equivocado Dios, el Creador de todo eso tan fabuloso?
¿Conocía Su propia creación?
¿Por qué creaba diferentes especies y tantos sentimientos incomprensibles?
¿Por qué daba a ese ser aquella fuerza sin precedentes?
¿Por qué no había conectado lo femenino con lo masculino? ¿Por qué no les había dado una misma sintonización, para que se entendieran y sintieran un solo amor, viviendo conforme a Su voluntad?
¿No había sido esa la intención de Dios?
De eso también hablaban las Sagradas Escrituras, igual que los sacerdotes.
No, no lograba dilucidarlo, no lograba abarcar yo este misterioso problema.
Pero sí que me ocupaba y me preguntaba: ¿por qué y para qué?
¿Dónde iba a poder encontrar a este ser envidiable, dotado de una belleza radiante y de esa fuerza que hace feliz, convirtiéndose la vida en un paraíso?
¿Dónde estaba?
Mi alma preguntaba por ese ser; yo ansiaba poder admirarlo.
Daría la vida por una sonrisa, por un beso en la mano.
Lo sentía, esas fuerzas habían cobrado conciencia dentro de mí.
Con este estado de ánimo sombrío y anhelante suspiraba por un ser que sintiera como yo, por un oído que supiera escuchar y por un rostro que expresara todos esos sentimientos.
Buscaba y buscaba, sondeando a centenares de estos seres, pero sin encontrar lo que quería poseer.
No estaban en la tierra; Dios tuvo que haberse equivocado.
El hombre no era perfecto; yo no veía ni sentía el amor que poseía Él y que debíamos tener en nosotros.
A Él lo había querido en mi infancia, tenía mi propio Dios, había estado muy cerca de mí; estaba tan lejos ahora, inalcanzable.
Hubiera querido hacerle preguntas, miles, a las que Él, el Todopoderoso, me podría contestar.
Mi Dios se desintegró durante mi infancia; ahora deshilachaba su Creación hasta no dejar nada de ella.
Estos sentimientos también procedían de la misma fuente eterna.
Pero entonces no era consciente y deseaba poseer a Dios; llegado ahora a esta edad y empezando a descubrir la vida, sintiendo al hombre, quería correr el velo a ese poder.
Mi cuerpo había crecido, mi mente se había desarrollado y, sin embargo, yo seguía igual.
Lo que sentía de niño lo poseía también ahora, y al revés.
Solo era más consciente, aunque en lo más hondo de mi alma me había dormido, por no entender todo esto.
Estaba despierto en una sola cosa de la que era muy consciente: era el amor.
Quería poseer ese amor y que me diera calor; solo entonces sería capaz de alcanzar lo más elevado.
Veía en ella la inspiración más elevada, ese ser me impulsaría hacia arriba, hasta las posibilidades ilimitadas.
Me vino un curioso pensamiento del pasado, algo entrañable que había poseído un día.
¡Mi Marianne!
En todos esos años no había pensado en ella ni un solo segundo.
¿Viviría todavía?
¿Poseería todos esos rasgos?
Ese pensamiento se encontraba escondido en mí, como en un espacio cerrado.
Marianne pertenecía al pasado, era lo único que amaba de él.
También a ella la hubiera borrado de mis pensamientos si nuestra juventud no hubiera sido tan hermosa.
A ella la quería, a ella la amaba, había sido mi vida y mi sol, y seguiría siéndolo hasta que me muriera.
Ay, si se me concediera verla en esta vida serían suyos mi corazón y mis más profundos sentimientos del alma.
Me entendía, me intuía; no éramos extraños el uno del otro, seríamos hermanos en el verdadero sentido de la palabra.
Yo esto lo veía con claridad, lo sentía, mis sentimientos por ella no habían cambiado en nada.
Qué extraño no haber pensado antes en ella.
Pero mi vida se había llenado, mi trabajo me había ocupado demasiado.
Marianne, ¿dónde estás?
Cuando alcanzara mi apogeo, iría en busca de ella.
Quería volver a verla antes de morir.
Me había consolado y mimado sin darse cuenta.
Resolví encontrarla, si es que aún vivía.
Me apresuré a casa.
El paseo me había devuelto mis recuerdos de juventud, en la plenitud de la vida no se me habrían ocurrido.
No tardé en llegar a casa y saqué su figura.
Le quité la envoltura, con curiosidad por saber si aún viviría.
Completé el trabajo con mucho cuidado y, en efecto, no estaba dañada; al contrario: estaba más firme y radiante.
Ahora me parecía ver en ella a una hidalga.
¿Estás viva, Marianne?
Dime, ¿dónde estás?
Ven a mí, seamos amigos o amantes.
¿Aún estás disponible?
Entonces, ven, querida niña mía, cántame; tu voz me inspirará, dame ese amor suave pero puro que es lo más elevado.
El paño de seda en el que la figurita había estado envuelta todo ese tiempo estaba completamente desvaído, pero, la tierra le hacía conservar su fuerza; mediante ¿qué cosa?
Clavé las uñas en ella, pero el material estaba duro como el mármol.
Era curioso.
Me senté y le hablé durante bastante tiempo.

—¿Eres mi niña querida?
Ven a mí, Marianne, no te pasará nada de nada.
Dicha de mi infancia, ¿estás satisfecha con esta vida?
Anda, ríete y muéstrate alegre, déjame oír tu voz y ven.
¿Estaba empezando a moverse la figura?
Así me pareció, pero de inmediato deseché esos sentimientos; no quería ponerme sentimental.
Coloqué la figura sobre una base y la observé un buen tiempo.
Estaba madurando un plan.
Me había entrado miedo de que al final algún día sí que se desintegrara y que me quedara sin nada de aquella época.
Iba a hacer de la figura una Marianne a tamaño real, tal como la intuía, veía y amaba en estos momentos.
¡Con qué precisión la había representado en mi infancia!
Cuánta precisión en los cálculos.
¿De quién tenía yo ese don?
¿De dónde me había venido esa sensibilidad por el arte?
¡Era innato!
Pero en esta vida uno debía hacer suyo todo, aprender siempre, para comprender y poseer algún día.
¿Seguiría siendo este misterio irresoluble?
La figura tenía una sensibilidad que ahora me obligaría a esforzarme para poder igualarla.
¿De dónde procedería esa fuerte intuición para el arte?
Lo intentaría revelar, pero antes tendría que crear esta obra de arte con la que alcanzaría fama y aún más honores.
Estuve profundamente sumido en mis pensamientos durante horas.
Me dejé llevar, imaginándome su personalidad e intuyéndola como nunca antes.
Qué hermosa y cariñosa sería ahora, si mi intuición resultara acertada.
Pero también descubrí rasgos frívolos en ella, lo que me dolió.
Su rostro, sin embargo, irradiaba una franqueza que no había visto antes.
Y también amor, sin duda era su rasgo más elocuente.
Ay, si pudiera considerarla mía, cómo la ceñiría con mi amor.
Se me ocurrían todo tipo de pensamientos, que volvían a diluirse.
Tenía ante mí un gran trozo de mármol, enseguida podría comenzar el trabajo, todo estaba preparado.
Empecé a sentir el estado de ánimo adecuado para producir algo hermoso.
El corazón me latía con más fuerza de lo habitual, pero en mi alma había un sosiego piadoso, que me asombró, dado que en verdad yo no lo era tanto.
Jamás rezaba, sería incapaz de hacerlo.
Sí que había aprendido algunas oraciones, pero las había olvidado.
No sentía la necesidad de rezar, porque estaba en continua rebelión contra Dios.
Junté todos mis utensilios y comencé a trabajar.
A un ritmo acelerado, siempre consciente de todo el ser de Marianne, fui trabajando el mármol níveo.
A cada golpe crecía mi amistad y amor por ella.
No sé cuánto tiempo llevaría ocupado, pero me desperté de un sobresalto por un tremendo golpe.
Había estado trabajando como soñando, porque la labor me absorbía por completo.
¿Qué había sucedido?
Una vieja estatua se había caído de su pedestal.
Los trozos y pedazos me rodeaban por todos lados.
¿Era un presagio o era una casualidad?
Barrí los trozos para poder seguir trabajando.
Qué lástima esa interrupción, había estado tan enfrascado en el trabajo.
Daba miedo; me atravesó un escalofrío.
Se me había cortado la inspiración y tuve que esperar algún tiempo antes de poder volver a ese envidiable estado.
Me sentía intensamente feliz, porque estaba conectado con la época más hermosa de mi vida.
Después de unas horas de ardua labor me sentí cansado e intenté dormir un poco.
Me desperté por la mañana y volví a trabajar, lo que aguanté hasta la tarde.
¿Para qué tantas prisas?
Albergaba una fuerza impulsora para concluir esta estatua lo antes posible.
Me sentía muy apremiado, como nunca antes lo había vivido y tenía un curioso estado de ánimo.
Era una fuerza desconocida la que me inspiraba, nunca antes había sentido una tan poderosa.
Después de comer algo, di un largo paseo.
La naturaleza seguramente me daría renovadas fuerzas y me fortalecería la mente.
Finalizado el paseo me encontré con Roni.
—Mi querido Lantos —dijo—, ¿dónde ha estado todo este tiempo?
No lo he visto desde hace mucho.
¿Está trabajando en una nueva obra?
Tenía el rostro radiante, y se mostró muy animado y franco.

—Desde hace varios meses tengo un bomboncito —empezó contando, porque era lo único que le interesaba.
No reaccioné y dejé que continuara.
—Es muy rica, Lantos, y qué bonito canta, como un ruiseñor.
Los ojos le destellaban e irradiaban luz.
¿Dónde me había encontrado con alguien así? Lo conocía.
Prosiguió:

—Me ama, pero ¡ya sabes!
Entendí lo que me quería decir con eso.
Se desharía de ella como de un trapo, y entonces su honor, si es que aún lo conservaba, quedaría mancillado.
Su manera de querer de siempre.
‘Eres un canalla’, pensé, y sentí surgir odio, aunque lo oprimí.
Respondí:

—¿Por qué me cuenta siempre sus secretos íntimos?
—¿No es usted, Lantos, mi amigo, mi mejor amigo?
Era cierto, pero su vida me estremecía.
Yo también había llevado una vida similar, pero en gran parte ya me había curado de ella.
—¿Está ocupado? —preguntó con interés.
—Sí —respondí—, y no estoy para nadie durante unos meses.
—¿Puedo ir a admirar la nueva creación?
—No —dije en tono severo sin querer—, todavía no.
—Vaya —dijo—, ¡qué tajante es usted!
Sentí su envidia, se le nubló el hermoso rostro y en sus labios apareció una expresión cruel.
Un instante pensé verlo a través de su máscara, pero se recompuso y volvió a ser la amabilidad en persona.
Después me despedí de él.
Me quedé pensando mucho tiempo sobre el encuentro, pero no fui capaz de sondar a Roni.
En realidad, ¿de dónde venía?
Cualquier alma anhelante de amor que se quedaba atrapada en su telaraña estaba perdida.
Quien lo probara también tendría que soportar todo lo demás, y le esperaba pena y dolor.
Él albergaba una fuerza demoniaca; estaba por encima de todos esos seres que le besaban los pies.
El adonis jugaba con las almas de las mujeres y rompía corazones.
¡Un juego diabólico!
Las aplastaba, las ordeñaba hasta dejarlas vacías, porque así parecían quererlo ellas mismas.
No era nada más que pasión.
Entre ellas había mujeres ingenuas y esas eran las que me daban lástima.
Ya le había comentado que se abstuviera de esas mujeres ingenuas, pero no había manera de convencerlo.
Hacía lo que le venía en gana.
Era un seductor de la peor calaña, y encima se sentía orgulloso de ello.
Los últimos meses sentía una creciente aversión por él, así que tuve que ver cómo liberarme de su influencia.
Pero, al parecer, no era posible y empecé a pensar en poderes invisibles, aunque deseché el pensamiento, por ser yo demasiado pragmático.
Me parecía ridículo suponer algo así.
Su mundo había sido el mío, y aun así me habría resultado imposible llevar una vida como la suya.
Yo tenía otra mentalidad, porque era demasiado sensible para semejante comportamiento.
Era como si fuera mi opuesto; sin embargo, ambos amábamos la vida.
Yo buscaba a una persona determinada, él no buscaba, sino que tomaba a la que fuera, rica o pobre.
En él había un solo deseo: poseer al ser humano, en su totalidad, pero solo en lo material.
Mis pensamientos volvieron a llamarme al trabajo y me apresuré a casa.
De inmediato logré el estado de ánimo deseado y me puse a trabajar.
Me sentía como anestesiado; era una sensación gloriosa.
Solo entonces es cuando un artista se siente feliz, sintiendo a fondo su propia creación.
¡Qué profundamente estaba conociendo ahora a Marianne!
Vivía en mí y yo en ella; éramos uno.
Por ella daría la vida; ahora lo sentía con claridad.
Ojalá estuviera conmigo, así podría hacerla feliz.
Me la imaginé profundamente y representé todos sus rasgos en el mármol, plasmándolos en él.
La estatua crecía.
El trabajo iba muy rápido y me admiré a mí mismo.
Mi capacidad me parecía ahora ilimitada, ahora alcanzaría lo más elevado.
Pasaron varias semanas, como un relámpago, y había avanzado que daba gloria.
Una dulce sonrisa ceñía su querida boca, su ser entero irradiaba amor.
Así debería ser en la actualidad, si vivía todavía.
La estaba representando tal como la intuía.
Sus rubios rizos dorados le caían encima de los hombros, envueltos en un resplandor aterciopelado, y estaba cobrando vida.
Las semanas se me hacían días, no: horas, y me sentía la persona más feliz del mundo.
¿Era mi amor por ella lo que me llevaba a estas alturas?
No había otra opción, porque esta creación era de primera categoría.
Estaba mirándola desde cierta distancia.
Había silencio dentro y alrededor de la figura, lo que me sosegaba.
Ahí estaba, como una pequeña reina.
Su aspecto se correspondía con su interior, había acertado en ambos y me sentía satisfecho.
—¿Dónde estás, Marianne?
Anda, dime dónde vives ahora.

De nuevo sentí su sonrisa.
Me puse a pulir.
Un rayo de sol recorría toda la figura.
Su ser radiaba como un sol, poseía lo que había buscado en ella, no había otra opción.
Pronto acabé.
La besé en ambas mejillas, dándole las gracias en mi interior por esta hermosa inspiración mientras me saltaban las lágrimas.
Por mucho que me resistiera, se me caían por las mejillas.
Me sentía estúpido, pero había brotado algo en mí de lo que era imposible renegar.
Me sentía triste, muy triste, pero en realidad, ¿por qué?
Todo ese tiempo había sido la persona más feliz de la tierra.
Nada me incomodaba, todo salía sin esfuerzo, vivía, sentía su amor, su personalidad y eso me brindaba una gran felicidad.
Entonces, ¿por qué sentía necesidad de llorar?
‘¿Por qué?’,
me preguntaba una y otra vez, pero sin averiguarlo.
Me entró rabia, porque me sentía desagradecido, sin querer serlo de ninguna manera.
Mi amor era verdadero, me atrevía a reconocerlo.
Pensé mucho tiempo, hasta que de repente lo supe.
Era mi anhelo de ese amor.
Hacía unos momentos había fluido hasta muy dentro de mi alma y fue eso lo que me hizo llorar.
Ay, qué hermosa podía ser esta vida en la tierra, pero se convertía en un martirio cuando uno realmente albergaba un amor puro.
“Ay”, clamaba una y otra vez, “¿dónde estás, Marianne, dónde vives?”.
Si me atreviera a rezar, le suplicaría a Dios que me indicara el lugar donde vivía ella, pero no creía en milagros.
La estatua quedó lista; muchos me envidiarían.
Seguramente que iba a herir a mi amigo Roni hasta dejarlo sangrando.
Lo que él alcanzaba en el amor, yo lo alcanzaba en el arte.
Prefería eso a su vida maldita.
¿Maldita?
¿No había sido yo también maldito en mi juventud?
¿No pesaba sobre mi vida una maldición?
Mis padres me maldijeron y yo los maldije a ellos.
Aún oía con claridad sus palabras, aún me azotaban el alma.
No debía seguir pensando en ello; eso había terminado.
Ahora me encontraba ante mi Marianne, mi inspiración más pura.
Mostraría esta creación artística a todos, pero antes quise descansar un poco, porque el trabajo me había conmocionado mucho.
Me había consumido toda mi vitalidad, pero la había sacrificado de buen grado.
Por ella estaba dispuesto a hacer lo que fuera.
Me sentía realmente cansado, pero un poco de distracción me haría bien y me fui a donde se reunían los artistas.
Por el camino me detuve de golpe, quedándome sin aliento.
Tenía a Roni enfrente y me sorprendió su actitud.
‘Maldita sea’, pensé, ‘siempre tengo que encontrármelo’.
¿Significaría algo?
—¿Lo asusté, Lantos? —empezó diciendo—.
Está muy pálido.
¿Demasiado trabajo?
¿Dónde estuvo últimamente? ¿Estuvo trabajando sin parar?
Lo miré; su cara era como una máscara con una mueca.
Estuvimos sondándonos unos segundos, yo lo intuía y él a mí, en ese instante ambos supimos que éramos enemigos y le dije, para dejarlo descolocado:

—Mi nueva obra está lista.

Ahora me tocaba a mí preguntar:

—¿No se encuentra bien?
De repente se está quedando pálido, ¿le ocurre algo?
¿Se le acabó la dicha en el amor?

Me quedé mirándolo y lo calé claramente.
No me concedía mi arte.
Cómo lo odiaba.
‘Canalla’, pensé.
Pero se mantuvo de lo más amable y fue cortés en todo.
—¿Hacia dónde está caminando, Lantos?
—Quiero un poco de distracción, me encuentro algo cansado —dije con sinceridad.
Sentí que me estaba recobrando y gracias a su cortesía disminuyó mi odio.
Era un tipo curioso.
Continuamos el camino juntos.
—¿A usted qué le parece su propia obra? —preguntó con interés.
Dije:

—Nunca antes había conseguido algo tan hermoso.
—Bueno, bueno, me está despertando la curiosidad.
¿Podría ir a admirarlo?
—No, todavía no —respondí con frialdad.
Lo observé al decirlo, pero su rostro rígido ocultaba sus sentimientos.
—¿Qué significado tiene esta obra? —volvió a preguntar.
Me asusté, pero logré dominarme; no compartiría con él mis sentimientos más sagrados.
Esquivé la pregunta diciéndole:

—Luego, más tarde.
—He avanzado, Lantos.
—¿Ha avanzado, dice?
—Sí, con mi nuevo amor.
—Vaya, vaya —dije, pero pensando en mis propias cosas.
¿Ha avanzado?
Pero ¿cómo?
¿En qué?
¿Ha avanzado en el amor?
¿No era destruir lo que quería?
—El juego se acabó —dijo—, soy el ganador.
—¿El ganador, dice?
—Aquella de la que le hablé, ya sabe, la tengo a mis pies.
Una delicia, Lantos, una belleza, pero un ser tonto.
Muy tonto, parece una antigua campesina.
—¡Eso es ridículo!
—Sin embargo, canta que da gloria y es muy guapa; pero veo su pasado.
—¿Su pasado? —pregunté.
—Bueno, la estuve tanteando un poco.
Estará soñando con su suerte.
Me está esperando. Como me dijo que quería distraerse, ¿quiere acompañarme?
—No —dije—, adelante.
Nos despedimos, pero estaba muy despistado.
¿Por qué me había asustado tanto? Me latía el corazón en la garganta cuando lo vi.
¿Por qué?
Volví a darme cuenta de que lo había conocido antes en mi vida.
¿De qué conocía a ese canalla?
¿O solo eran imaginaciones mías? ¿Acaso no era cortés?
Tal vez estaba yo un poco con los nervios a flor de piel.
Qué tenía que ver yo con sus asuntos amorosos.
Pero ¿era yo distinto?
Si continuaba así, me quedaría sin ningún amigo.
Era caprichoso, estaba insatisfecho y era desconsiderado, y debería ser de otra manera con él.
Pero en el fondo, ¿qué es lo que me imaginaba?
Ya me arrepentía de haberlo tratado de manera tan hosca.
Ya hablaban de mí como de un bicho raro y no quería serlo.
Yo era como todos.
¿O es que sí que era diferente?
Intentaba conocerme mejor, urgía que lo hiciera.
Pero después de un tiempo me extravié en mí mismo y me produjo mucha risa.
Tenía ahora la edad de treinta y ocho años, había ascendido mucho y podía volver la mirada con satisfacción.
Luego celebraría nuevos triunfos con mi última creación, con mi Marianne.
¿Mi Marianne?
Qué extraño que solo ahora se me ocurriera.
Siempre hablaba de mi niña, de mi Marianne.
¿Me amaría como yo la amaba a ella?
Habría que verlo.
De todas maneras, éramos amigos y ya solo eso me hacía feliz.
Ahora descansaría un poco, porque a pesar de querer ir a ver a mis amigos, había ido regresando, sin darme cuenta, a casa.
Era extraño, pero seguramente se debería a que estaba tan despistado.
Esta obra me había dejado exhausto y extenuado por completo.
No podía ser de otra manera, la figura era una obra de arte.
El trabajo había sido emocional: con solo mirarla un instante se adueñaban de mí esas fuerzas.
Volví a insistirle a mi sirviente en que no dejara pasar a nadie, fuera quien fuera, a mi santuario.
Había cubierto a Marianne con una tela.
Vi cómo se había abierto cada pliegue del vestido.
Observé el conjunto, porque seguía sin confiar del todo en mi sirviente.
Me consideraba a mí mismo como un amo horrible, pero es que no podía ser de otra manera.
Me sentía agitado e inquieto y no lograba concentrar mis pensamientos en una sola cuestión.
Sin duda me hacía falta un poco de descanso.
Aun así, di un paseo más, pero mis pensamientos volvieron a Roni.
Su fanfarronería me molestaba, me parecía un jactancioso.
Tarde o temprano también me llegaría a mí la felicidad.
La esperaría, porque querer buscarla sería una locura.
Cuánto tiempo no llevaba ya buscándola, pero no existían las que portaran el verdadero amor puro, que pudieran amar de verdad.
¿Sería que Roni se volcaba en esta vida para inspirarse?
Muchos primero se emborrachaban para luego poder crear algo.
A pesar de ello, sus figuras tenían vida y eran admiradas.
¡Menudo mundillo!
De las numerosas inspiraciones que yo había recibido, la última era la más hermosa.
¿Qué era en realidad la inspiración?
¿Era una conexión consciente con algo más elevado?
Me sentía incapaz de pensar.
Cómo me había conmocionado el trabajo.
Me sentía febril, me ardía la frente.
El silencio de la naturaleza me haría bien.
¿Estaba enfermo, o a punto de enfermar?
Me senté en un entorno hermoso, rodeado de flores y cipreses.
Parecía un paraíso, lo único que estorbaba era el ser humano.
Sentí que también yo estorbaba.
Los pájaros cantaban sus melodías, su trinar me hacía bien.
Por todas partes veía vida joven.
Todo ello era la creación de Dios, también nosotros.
En realidad, ¿por qué vivíamos en esta tierra?
¿Por qué estábamos aquí?
Qué ganas tenía de saberlo y de conocer al hombre.
¿Qué profundidad tenía el hombre?
¿Quién lo conocía?
¿De dónde venía?
¿Existía la pervivencia?
¿Había una vida después de esta?
¿O llegaba la vida a su fin con la muerte?
Entonces, ¿qué sentido tenía el estar aquí?
Unos hacían pedazos a los otros.
Solo veía dolor.
¿Había una pervivencia eterna?
Si así fuera, tendría yo mucho por enmendar.
Estaba en la Biblia, los clérigos hablaban de ello, pero nadie lo sabía a ciencia cierta.
Aun así, siempre me mantenía ocupado.
Siempre andaba con estas ideas en la cabeza.
¿Por qué?
Siempre me hacía esa pregunta.
¿Tenía yo demasiada conciencia?
¿Vivía la vida con demasiada intensidad?
¿No estaba satisfecho?
Estaba en busca de algo.
¿Era la felicidad casera?
¿Una esposa, hijos y una vida feliz?
¿No me estaba reservado esto?
¿No era Dios un Padre de Amor?
Entonces, ¿por qué no daba felicidad a Sus hijos?
Ciertamente, era curioso que ni siquiera ahora me encontrara satisfecho, a pesar de tener fama y poseer todo lo que había deseado en mi juventud.
Había algo que me privaba de la felicidad deseada.
Miraba como en un hoyo profundo y nunca averiguaría el secreto.
¿Era la misma fuerza que ya me había hecho intratable de niño?
Pues había sido imposible domarme, “algo” me alejaba de casa.
Ahora lo buscaba y lo sentía con nitidez, eran los mismos sentimientos.
¿Sería esa fuerza mi sino?
¿Estaría poseído por el diablo?
¿O eran fuerzas de la naturaleza, leyes de las que no podía escapar?
Si asumía esto, me sentía como si no hubiera vivido, como si hubiera una fuerza que me gobernara y dictara mis actos.
¿Era posible eso?
¿Había fuerzas que me hicieran intratable?
¿En qué medida el hombre era él mismo?
¿Tenía voluntad propia?
¿O es que no nos correspondía querer nada?
¿Vivíamos inconscientes, conscientes de nada?
¿Hasta dónde llegaba la conciencia humana?
¿Estábamos aquí para adquirir conciencia?
¿Experimentaba todo el mundo estas cosas?
Nunca oía a Roni, ni a muchos otros, hacer preguntas, solo vivían y eran felices.
¿Me tocaría algún día vivirlo?
¿O era por soñar y ser diferente de ellos?
¿Había gente en la tierra que vivía con conciencia?
Si no era así, ¿cuánto nos separaba de ella?
¿Dónde está el comienzo y dónde el final?
Podría haber continuado así y hacer mil preguntas, pero ni una sola obtuvo respuesta.
Un tupido velo lo cubría todo, incluida mi propia vida.
Me encontraba ante un misterio.
Me veía como un problema, por no saber calarme.
¿Algún día llegaría a conocerme?
No tenía conciencia de nada, era inconsciente de absolutamente todo.
Siempre me rondaba esa cosa misteriosa, esa fuerza desconocida que gobernaba mi vida.
Me volvería loco si continuaba así.
Déjalo, Lantos, déjalo, pides demasiado.
¡Vive tu vida como hacen Roni y otros, y serás feliz!
Miré hacia arriba.
Allí arriba, detrás de ese terso firmamento azul morado se encontraba el secreto.
Allí vivía Dios y allí estaba Su cielo.
Algún día llegaríamos allí, para ser juzgados, algún día.
A mí se me castigaría mucho, ardería y se me condenaría, porque no había vivido como un santo; al contrario, había sido un viva la Virgen.
Se conoce que esa no era la intención.
Había que rezar, mucho, y yo no lo hacía para nada.
Tampoco había dado nada a los pobres, solo vivía para mí mismo.
Eran pecados y tendría que expiarlos cuando llegara a vivir de ese lado, si es que eso era cierto, porque aún tenía que verlo.
Nadie lo sabía.
Se me tildaba de pagano, de no ser creyente, y eso era terrible.
Si continuara viviendo, mi cuerpo tendría que soportar ese fuego eterno.
Por ese puñado de pecados que había cometido.
Era horrible.
Lo llamaban un Dios de Amor, pero ¿era amor condenar a Sus hijos?
El Dios que conocían los clérigos y del que se hablaba en la Biblia me hacía temblar.
¿Estaba haciéndome creyente?
Al menos, estaba empezando a pensar sobre la religión.
Ya no soñaba, sino que analizaba.
Algo estaba cambiando en mi interior, día a día, pero sin que llegara a obtener certezas.
¿Tenía que adquirir conciencia de esta manera, pensando?
Siempre me lo preguntaba.
Más allá, allí estaba eso, allí había vida, allí estaba Dios.
¡Qué inmensidad!
Oh, ese enorme espacio; sentía empequeñecerme.
Él, el Creador de toda esta vida, del cielo y de la tierra, se había envuelto en una emanación.
Permanecía invisible para todo el mundo.
Y la gente sentía tantos deseos de conocerlo, yo también.
Allí arriba todo me parecía ilimitado, no veía el fin.
Allí, detrás, latía el corazón de Dios, para todos Sus hijos.
Pero yo no lo oía latir, por mucho que me esforzara.
¿No valía mi oído para Su poderoso sonido?
¿O sintonizaba yo mal?
¿Debía sintonizarme igual que como vivía mi arte?
Mucha gente hacía las mismas preguntas que yo: ¿Por qué y para qué esta vida? ¿Para qué esas injusticias, todo ese horror en la tierra?
La gente le dirigía sus oraciones sin obtener respuesta.
La gente clamaba y gritaba en busca de ayuda y no era escuchada.
La pena, el dolor y la miseria, el hambre y el frío marcaban sus vidas y pedían que se les librara de ellos, pero no ocurría.
También los que acudían a diario a la iglesia rezaban sin cesar y tampoco las oraciones de ellos eran oídas, y preguntaban, igualmente, por qué y para qué.
Su dolor no conocía fin.
No intervenía ningún Dios de Amor, ni paraba los pies a los autócratas, les dejaba que siguieran destruyendo vidas humanas.
Sin embargo, era un Dios de Amor.
Era incomprensible que se le reconociera como un Dios de Amor y de justicia.
No se percibía un firme sí o no a ninguna pregunta.
Todo permanecía envuelto en esa emanación invisible, no podía resolverse.
¿Era esto la vida inconsciente?
¿Era Dios algo inconsciente?
¿Lo veía mal?
¿Estaba yo en rebelión?
¿No sentía todo el mundo como yo?
¿No buscaban la vida real y verdadera?
¿O era yo una excepción?
¿Cómo debería encontrar el hombre una salida a este caos?
Había que creer, se decía, entonces se alcanzaba la verdad.
Miraba fijamente hacia arriba, y volvía a hacerlo, pero no encontraba a Dios.
Allí arriba todo seguía terso, misterioso e intangible.
La profundidad del universo me ofrecía una mueca, impenetrable para el hombre.
Seguía el azul.
Solo por la noche se podía ver allí la vida de las estrellas.
Pero tampoco de ellas entendían mucho los sabios.
¿Residía en ellas el secreto de la creación en conjunto?
Debería haberme hecho sabio, porque la ciencia me interesaba mucho.
El hombre llevaba buscando desde hacía miles de años, preguntándose “por qué y para qué”.
¿Cuánto tiempo habría que seguir preguntando?
¿Cuándo llegaría el momento en que Dios dijera: “Mirad, vivo.
Sientas (sentid) cómo amo a todos, cómo dirijo y gobierno todo lo que resulta incomprensible e inabarcable”.
Yo ya no lo vería con mis propios ojos, para ello mi vida era demasiado corta.
Tal vez mañana ya habría muerto y entonces se habrían acabado todas esas preguntas y súplicas por la verdad.
El hombre tenía un tremendo poder y, sin embargo, era un ser fugaz.
A quien ayer hubiéramos visto hoy ya no estaba, porque lo había llamado la muerte.
Estaba en el cielo o ardería eternamente en el infierno.
Y la muerte, ¿qué era realmente la muerte?
Una palabra con un sonido terrible.
No entendía la muerte, ni los demás problemas.
Yo tenía tres problemas: la muerte, Dios y mi propia vida.
Dios me resultaba el mayor misterio de todos.
Creaba algo fabuloso y dejaba que se muriera.
Cuando yo había creado algo hermoso, lo admiraba durante horas sin cansarme nunca de ello, siempre lo quería estar admirando.
Pero ¿qué suponía mi creación en comparación con la de Él?
Nada, pues.
Qué asombrosa Su creación, el hombre, el animal y toda la demás vida.
Pero la criatura más hermosa es el hombre.
Este, sin embargo, terminaba muriéndose para convertirse en polvo, en nada.
Pero entonces, ¿por qué había creado al hombre?
Me era posible ver, oír y sentir e ir a donde quisiera.
Todo en el hombre era perfecto y aun así un día tenía que morir.
Y, peor aún, ¡después tendría que arder!
El hombre encima tenía que expiar los pequeños pecados que cometiera.
Me hacía sufrir y la sentencia me parecía excesiva.
¿Podía tener esta vida entonces un fin?
Todo esto se me hacía una tortura, algo impenetrable.
¿Cómo podría aceptar la palabra de Dios ahora que sentía esto de esta manera?
Me resultaba imposible creer sin entender, aceptar todo a pies juntillas.
Roni era como un adonis, tenía un cuerpo atractivo, pero también él moriría algún día.
Lo lamentaba por él, pero aun así no le deseaba la vida.
En su muerte veía y sentía justicia.
Unos años más y también habría terminado su belleza.
Él sentía envidia por mi arte y mi éxito.
¿Cómo era posible que Dios alojara en él semejante carácter?
Un cuerpo perfecto y, sin embargo, una bestia.
Porque no cabía duda de que era una bestia.
Cualquier mujer que se topara con él estaba irremediablemente perdida.
Las ordeñaba hasta dejarlas vacías y después se las quitaba de encima.
¿Era esa la voluntad de Dios?
¿Por qué daba tanto poder a semejante animal para destruir y romper?
Si él tampoco moría, tal vez me sería posible matarlo.
Así no habría pena ni dolor y ya no se romperían corazones inocentes.
Pero él también moriría, no cabía duda de ello.
Mira, solo por eso ya podía estarle yo agradecido a Dios.
Dios era perfecto y justo solo en esa única cosa.
Ni un solo ser, hombre o animal, podía seguir viviendo, conservar la vida.
Todo moría y tenía que perecer.
Dios no solo había dado a Roni su belleza, sino incluso maravillosos dones, que desperdiciaba.
Su arte no resultaba en nada, se desfogaba y no aportaba más que miseria.
Así es como era mi amigo Roni y sin embargo era un hombre talentoso.
¿No resulta Dios imposible de entender?
¿Quién podría entenderlo?
¿No iba algo así en contra de toda lógica?
A semejante hombre animal como Roni no se le ponía traba alguna, hacía y deshacía a su antojo.
¡Qué injusticia más terrible!
Otros sabrían realizar algo hermoso si tuvieran semejante sensibilidad artística.
Muchos suspiraban por ella y aun así no recibían ninguno de esos gloriosos rasgos.
También eso me resultaba un misterio.
Ya en mi juventud se me ocurrían ese tipo de pensamientos: por qué unos recibían tanta felicidad terrenal, mientras otros tenían que padecer hambre y miseria.
Sentía que me surgían más preguntas, pero sería de nunca acabar seguir planteando más preguntas.
Ya me sentía un poco más tranquilo y no tan agitado.
Me había sosegado reflexionar en la naturaleza pura.
Filosofar así me sentaba bien, me mejoraba el estado de ánimo.
Ya había avanzado la tarde cuando regresé a casa.
Quería comenzar con una nueva estatua y en breve expondría a Marianne.
¿Qué es lo que iba a representar yo ahora?
Algo que me condujera a la inspiración más elevada.
Desde lo más hondo de mi ser me brotaban pensamientos estremecedores.
Algo así me parecía impensable.
¿Cómo tendría que representarlo a Él?
No lo conocía, ni lo sentía ni entendía nada de Él.
Y tenía que sentirlo, sentirlo a fondo en todo, si es que quería llegar a algo.
Pero, además, me ocupaba el pensamiento de la muerte, ese horror que al hombre le cercenaba la vida, y también la quería representar.
Se me ocurrió que la muerte se convertiría en una obra maravillosa, una creación de primera categoría.
Pero sentí surgir aún otro plan y ese se me hacía todavía más atractivo.
Elaboraría un adonis y lo dejaría morir.
Tendría que representar a Roni, él encarnaba la vida y la muerte.
¿Cómo podría conectarlas entre sí?
Estuve reflexionando mucho para poder sentirlo a fondo.
Qué hermosos eran estos pensamientos; me veía como un genio del pensamiento.
La muerte y Roni, y Dios como Creador de este grupo.
Con qué profundidad estaba pensado el conjunto.
La gente se arrodillaría con veneración si conseguía llevar a cabo la obra.
Yo ya sentía el significado de esta escultura.
Para mí era Dios, la vida y la muerte.
Imposible hacer algo más hermoso, profundo y perfecto.
Regresé al lugar de donde había venido para seguir reflexionando.
La naturaleza tendría que ayudarme, solo así lo conseguiría.
Tenía que sentirlo a fondo, sentirlo completamente en mi interior, solo entonces podría experimentarlo.
Una vez que llegara a ese punto me encontraría preparado para empezar a trabajar en la representación.
En ella todo el mundo reconocería a mi amigo, al que yo odiaba.
Volcaría todo mi odio en la obra.
Me burlaría de su vida, le mostraría que tenía las horas contadas.
Me sentía alegre y feliz porque se me hubieran ocurrido esos pensamientos.
¿Alguna vez habría pensado un artista en ello?
¿De dónde procedían estos pensamientos?
¿Y serían míos?
Tenían una profundidad que daba miedo, eran apenas comprensibles para un ser humano.
Aun así, tenía que ser posible completar la obra.
Todavía era un pensamiento inconsciente, pero sin duda que llegaría a ser consciente.
Esto también me estaba quedando claro, porque estaba empezando a sentir algo de lo inconsciente y lo consciente.
Cuando pensaba esta escultura a fondo era consciente de que podía crearla.
¿Era este el concepto correcto, la verdadera conciencia, o no era así?
Ahora estaba empezando de nuevo.
Pero tendría que limitarme a esa única cosa, no pensar en otras, dejar que únicamente me llenara esta cosa grande, para trasladarla a la conciencia.
Me sentía feliz, se me había despertado una nueva fuerza.
¿Vivirían todos mis hermanos de profesión sus creaciones como yo?
Se lo preguntaría a algunos que todavía me tenían simpatía.
Tal vez podrían ofrecerme nuevas impresiones.
Pero no les contaría nada de mi plan, seguiría siendo un secreto mío.
Me levanté y me apresuré a verlos, quizá los encontraría todavía.
De todas formas, me faltaría el sosiego, debía actuar enseguida.
Al mismo tiempo, intentaría calar a mi amigo Roni, porque era necesario, dado que tendría que conocerlo en su totalidad.
Daría largos paseos con él, sí que lo dejaría entrar en mi estudio, para que mi amistad pareciera más fuerte.
Tenía que verlo más, encontrarlo más veces, porque si no mi creación no llegaría a ser perfecta.
Y esta sería el broche de oro de mi obra.
Mi idea era gloriosa, increíblemente hermosa y penetrante.
Quería verlo, quería quedarme mirándolo mucho tiempo.
Cuando él lo sintiera, le diría que había comenzado una nueva obra y que esta mostraría similitudes con él.
Mi actitud le extrañaría, pero ¿no me consideraban un soñador?
Ahora eso me agradaba y lo aprovechaba.
Tenía la esperanza de encontrarme también con muchos otros.
A todos les sondaría los pensamientos, si es que era posible.
Solo ahora empecé a tener interés en mis amigos y a buscar su interior.
Cuando entré, vi que estaba.
¿Estaría borracho?
Se me acercó y me dio un animado apretón de manos, diciendo:

—Mi querido amigo Lantos, por fin otra vez juntos.
¡Los días se me hacen demasiado largos!
Me quedé sorprendido, nos habíamos visto por la mañana.
Así era siempre con él: beber y divertirse, últimamente su trabajo quedaba en agua de borrajas.
Qué contraste: su espléndido cuerpo y su horrible carácter.
Empecé a sondarle los sentimientos y lo escruté.
—Voy a representarla, Lantos, voy a hacer algo bonito con mi amada —dijo.
Tuve que esforzarme para no echarme a reír.
Iba a hacer algo bonito, pues entonces estaba enamorado y se había roto su poder.
Nos sentamos en un apartado.
Roni estaba haciendo mucho ruido y le conminé a que se tranquilizara un poco.
—Como quiera, Lantos, me dominaré.
Nunca se olvidaba de ser cortés, aunque el vino le hubiera nublado los sentimientos y desbocado la cabeza.
—Una tarde maravillosa, Lantos, lástima que no me haya acompañado.
—Parecía acordarse de nuestro encuentro y dijo—: ¿Podríamos ir a visitarle juntos?
Verá a una hermosa pareja y se quedará boquiabierto.
Mejor imposible, y accedí gustosamente.
—Podrá venir a verme mañana —dije—.
Si quiere, venga con ella, me gustaría conocerla.
Me agarró ambas manos, estrechándolas efusivamente.
—Ya me imaginaba que accedería.
Es usted mi amigo, Lantos, y seguirá siéndolo, ¿verdad?
No respondí y él prosiguió:

—¿A qué hora podría recibirnos?
—A la una —dije; me era indiferente—.
Debo comunicarle algo, Lantos.
—Lo escucho —dije, sentía curiosidad por lo que tenía que contarme.
Naturalmente, sería sobre su vida y su última conquista.
—Me he excedido, Lantos, debe suceder algo que me resulta muy desagradable.
Al instante entendí lo que quería decir.
‘Canalla’, pensé, ‘encima eso’.

—¿Piensa casarse con ella?
Soltó una carcajada, que me sonó como una risotada diabólica.

—¿Cómo se le ocurre, Lantos?
Querido amigo, amo demasiado mi libertad.
¿Qué me aconseja hacer?
—No lo sé, no le puedo ofrecer una respuesta.
—Ella se lo merece, Lantos, es hermosa.
—Entonces, ¿por qué no se casa con ella?
—Como ya le dije, amo demasiado mi libertad.
Pero dígame qué debo hacer.
No logro desprenderme de ella, esté donde esté ella me encuentra y me pregunta qué debe hacer.
Es más fuerte que yo, no permite que se juegue con ella, Lantos.
Esta vez he calculado mal, porque hasta ahora no me había encontrado con nadie así.
Créame cuando le digo que quisiera liberarme, sacudírmela de encima, pero me resulta imposible.
La conozco mejor que a mí mismo.
Por favor, dígame, aconséjeme: ¿qué debo hacer?
—¿Quiere hacer una estatua de ella? —pregunté.
—Algo así, pero no sé si lo conseguiré.
Debo hacer algo, pero ¿qué?
Esto no es más que un medio, entiende, para concederme más tiempo de reflexión.
Pero ¡mi libertad, Lantos, mi tan amada libertad!
‘Eres un animal falso’, pensé, ‘qué ruin eres’.
Todos mis buenos propósitos se fueron al traste por sus pensamientos diabólicos.
De repente dijo:

—Por cierto, tengo que irme.
Vaya, que no se me hubiera ocurrido eso.
Tengo que irme, Lantos, hasta mañana, ¿verdad?

Me acercó la mano y se marchó.
Un tipo extraño.
Borracho hace unos instantes, ahora de golpe sobrio.
¿Cómo era posible?
¿A qué se debía ese repentino cambio?
¿Eran fingidos sus actos, no más que un juego?
¿Estaba dejándome engañar?
¿Estaba jugando conmigo?
Qué va, estaba viendo fantasmas, tenía que creerlo y confiar más en él.
Pasaron las horas y seguía reflexionando en el mismo sitio.
Por fin, me levanté y me marché.
No había sondado a mis colegas, no había podido preguntarles nada, los presentes aún tenían que despertar.
Carecían de ese sentimiento, estaban huecos y eran inconscientes.
Y “yo”, ¿sí era consciente?
Siempre esa vida consciente e inconsciente en todo.
Me había llegado al alma todo lo que me había contado.
¡Ay del ser humano al que le tocara este dolor!
Primero la llamaba campesina, después una belleza, y ahora esto.
Si ella tenía una personalidad diferente a la de él me interesaba encontrarme con ese ser, y conocerlo.
A mí me resultaba imposible ver a través de la máscara de Roni, ¿sería capaz ella de hacerlo?
Pero las mujeres no eran como los hombres, veían con más nitidez y sentían más hondamente cuando todo estaba en juego.
Sentía mucha curiosidad, no solo por verla, sino también por conocerla.
Quizá eso me serviría para mi nueva obra.
Tal vez fuera ella un milagro, dotada de fuerzas diferentes a las mías, para mí desconocidas.
¿Era en todo su superior?
Era casi imposible.
Entonces ella tenía que ser una diabla.
En él también veía yo un diablo con aspecto humano.
¡Menuda pareja!
Era divertido encontrarse con dos diablos, pero también daba miedo conocer a semejante pareja.
Ya tenía ganas de que fuera mañana.
Lástima no haberlos invitado para esta noche o madrugada, pero ya no era posible.
Así que tuve que esperar hasta el día siguiente y dejar de impacientarme.