Mi juventud en la tierra

Mi juventud en la tierra podría haber sido paradisíaca.
Se me cuidó bien como hijo único y heredero de mis padres, que me querían mucho.
Cuando me hiciera mayor de edad, tendría que tomar las riendas de sus tierras, bosques y demás propiedades.
Sus propiedades terrenales formaban un patrimonio grande y poderoso.
Estaban convencidos de que yo, Lantos Dumonché, los representaría de forma digna hasta en las más altas esferas de la sociedad, como le corresponde a un autócrata.
¡Porque era la voluntad de Dios!
Durante siglos, nuestra estirpe había representado a este lugar; nuestra estirpe había nacido en la tierra para dirigir y mandar.
Aún oigo decir a mis padres esas palabras y, sin embargo, fue hace casi novecientos años.
Su Dios quería que yo, Lantos, actuara como lo habían hecho todas aquellas generaciones anteriores.
Yo iba a ser un autócrata y salvaguardaría a mi afamada estirpe de la extinción.
En mí se posaban las miradas de muchos, también la de Dios.
Mis padres se desvivían por mí, y poder vivir aquello sería para ellos la mayor felicidad imaginable que Dios podía dar al hombre en la tierra.
Le profesaban mucha gratitud.
Una nueva generación significaba para ellos que Dios los amaba y privilegiaba.
Elevaron numerosas plegarias y con ese fin mantenían amistad con muchos religiosos.
Yo era su hijo único y heredero, de modo que no había otra opción de que así sucediera, pero el destino, u otro poder, decidió otra cosa, por lo que para mí mi juventud no fue de ninguna manera un paraíso.
Había alcanzado la edad de doce años, pero no era consciente de toda esta riqueza.
Al contrario, me sentía como los demás niños que ni poseían ni conocían semejante riqueza.
Unos años más y la mayor felicidad de mis padres se haría realidad.
Para eso vivían, para eso y nada más.
Ninguna enfermedad u otras penas podrían eclipsar su felicidad terrenal, dado que tenían a su alcance cualquier ayuda terrenal.
Su felicidad era indestructible, de eso también estaban convencidos.
Tenían mucha fe, amaban a su Dios y actuaban conforme a Sus designios.
¿Cómo será su vida, si abandonan de esta manera la vida terrenal?
Los religiosos de esos tiempos también lo confirmaron.
Se les había dado un hijo, y un vástago significaba para ellos la reproducción de la estirpe.
En un antiguo protocolo, redactado siglos atrás, constaba que el que portaba el nombre de Lantos Dumonché había nacido para mandar.
Al llegar el sucesor a la mayoría de edad, el actual gobernante iba retirándose y el primero aceptaba la gobernanza.
De ese modo, el gobernador anterior iniciaba una vida tranquila pero bien meditada, para poder disfrutar de sus bienes terrenales.
Al alcanzar la edad de doce años, ya se me asignó mi consorte.
De tanto en tanto entrábamos en contacto.
Pero ninguno de los dos era consciente de esta disposición.
Jugábamos, nos divertíamos y de esa forma nos conoceríamos y, tal vez, nos amaríamos.
En cualquier caso, para ella y mis padres era un hecho que nos casaríamos.
Al cumplir los quince se nos comunicarían esos planes y tendríamos que aceptarlos.
La voluntad propia, no aceptar, estaba fuera de cuestión.
No entendía yo la tarea encomendada a mis padres.
Cuando mi madre me la comentaba no me llegaban sus palabras.
Nunca se me dejaba solo, siempre había gente cuidando de mí, tanto hombres como mujeres.
Lo que más me gustaba era jugar en la naturaleza, porque me atraía, allí me sentía vivo y feliz.
En las muchas fiestas de mis padres, me presentaban a todo el mundo.
Todos tenían que conocerme, pero tampoco eso me llegaba.
No me daba cuenta del porqué de tanta agitación, ni de la razón para hacer tantas fiestas y celebraciones
Se derrochaba mucho oro terrenal, pero a los pobres no se les daba nada.
Cuando cumplía años venían centenares de niños en mi honor.
También ella, mi futura esposa, estaba entre los presentes y ella era la elegida entre todos ellos.
Pero a la que yo amaba no la admitían.
Era Marianne, mi pequeña amiga, la hija del jardinero a la que de tanto en tanto veía en el bosque.
Me gustaba mucho, pero a mi madre le parecía una locura y lo prohibió.
Una de esas tardes sentí surgir en mí una aversión por todos esos niños ricos.
Fue tan intensa que me tomó por sorpresa, tanto que se me podía ver en la cara.
El final fue antes que de costumbre, se envió a los niños a sus casas y a mí me metieron en la cama.
Pensaban que estaba enfermo.
Avisaron a los hombres más sabios de ese tiempo.
Me examinaron, pero no encontraron nada.
Agotamiento, según diagnosticaron y por eso tuve que quedarme unos días en la cama.
Me daba perfecta cuenta de no estar ni cansado ni enfermo.
Todo el caso me resultaba muy extraño, pero no se lo comentaba a nadie, por desconfiar instintivamente de todos y por tener un carácter taciturno.
Lo asimilé yo solo y le di muchas vueltas.
Sentía aversión por todos esos niños, pero aún más por mi madre, que rechazaba a mi amiguita.
También sabía yo que tanto los padres de Marianne como los míos desconocían nuestros encuentros en el bosque.
Se lo habrían prohibido y entonces nos habríamos quedado bruscamente separados.
Por saber eso, me callaba mis sentimientos, y así surgió en mí, ya de niño, una desgana por esta vida, por la riqueza y por las fiestas de mis padres.
Cuanto más me mimaban, más taciturno me hacía y más grande se hacía mi aversión por sus fiestas y cumpleaños.
No estaba yo dotado de una mente privilegiada ni destacaba en alguna otra cosa.
Mis fuerzas eran regulares.
De modo que pronto se vio que no era como todos los demás de mi estirpe que habían portado el nombre Lantos.
Aprender cualquier cosa me resultaba imposible, siempre volvía a olvidarla.
Pero cuando se trataba de arte o historia, bastaba con que me lo dijeran una sola vez; entonces no se me olvidaba nada.
Era lo que más me interesaba, sobre todo el arte.
Todo lo demás que tenía que aprender había que repetírmelo muchas veces, hasta que entendieron que yo no servía para nada y me pusieron otros profesores.
Pero también estos entendieron pronto que yo era o bien retrasado, o bien estaba enfermo, e incapaz de aprender, lo cual, sin embargo, era necesario para mi educación.
Les resulté un caso perdido, y así fueron sucediéndose.
Solo yo permanecía y no cambiaba.
Mi habitación infantil parecía un museo, un lugar donde se coleccionaban objetos de arte.
Pero mi madre no lo veía así, porque ¿de dónde sacaba yo esos sentimientos de pacotilla?
Esos sentimientos no formaban parte de nuestra estirpe.
Se hizo una gran limpieza, pero otros objetos volvieron a ocupar el espacio y mi habitación infantil siguió siendo un museo.
Ya no me era posible exhibirlos, pero cuando estaba solo, lo que por desgracia no pasaba muchas veces, entonces sacaba mis figuras y estatuillas y determinaba el valor de cada una.
Tenía una sensibilidad por el arte muy desarrollada, para disgusto de mis padres.
Consultaron a los sabios para ver cómo hacérmelo olvidar, porque era absurdo.
Pero resultó imposible, aunque lo intentaron muchas veces, hablándome de otras cosas.
Mantuve mi afinidad por el arte, al que me dedicaba con todo amor y total entrega.
Fue el único abismo, la única pena que causé a mis padres durante mi juventud.
En muchas otras cosas era un muchacho cariñoso, obediente, pero para ellos demasiado blando.
Nació la sospecha de que así no llegaría a autócrata, tal como se deseaba de mí.
Cuando se trataba de arte, podía hacer cien preguntas y todas ellas, según oía decir yo a escondidas a los sabios, eran muy profundas y estaban formuladas con conocimiento del ser humano, lo cual les sorprendía mucho.
Me examinaron repetidas veces, me prescribieron diversos ejercicios físicos, pero yo seguía amando el arte.
Mi sensibilidad por el arte incluso aumentaba día a día, pero lo ocultaba, y sentía, por muy joven que fuera, que esta sensibilidad no guardaba relación alguna con mi cuerpo.
No lograba entender sus análisis, y estoy seguro de que ellos tampoco me entendían a mí, igual que mis padres, por lo que en ese sentido seguí siendo un misterio para ellos.
Se aceptaba, porque me creían débil, y a la larga lo achacaron a que padecía agotamiento.
La vida agitada era demasiado cansada para mí; poco a poco, aseguraban los sabios, esos sentimientos irían remitiendo.
Había que concederme algo, y eso es lo que hicieron mis padres, porque al parecer no había otra manera.
Por eso me dejaron hacer, y me dediqué a estar en la naturaleza.
Ahora tenía más libertad para hacer lo que quisiera y justo eso era lo que deseaba.
Me habían dado unos meses de asueto, sin que tuviera que estudiar, porque mi cuidadora se encargaría en parte de enseñarme.
Para todos me había convertido en un niño débil y se entiende que a mis padres eso les creara temores.
Algo había penetrado en sus conceptos anticuados que hizo tambalear su confianza y fe en esta felicidad terrenal.
Su estirpe siempre había recibido la bendición de una vigorosa salud.
Por eso podría decirse que para ellos la vida terrenal era el paraíso.
Pero yo, su único heredero, era débil, no cabía la menor duda.
Y sin embargo era un niño normal.
Pero ¿de dónde había salido esa sensibilidad por el arte?
Les oía decir esas palabras.
No pensaba en por qué ocultaba mi verdadero carácter.
No tenía ni la menor conciencia de estar haciendo algo malo, pero ya dije que las fiestas y todos esos niños ricos me producían aversión.
Mi madre venía a verme al bosque todos los días.
Me preguntaba cómo me sentía y le respondía según lo que me viniera en gana.
Si me sentía feliz, entonces también la tranquilizaba, pero algunas veces era como si otra fuerza me obligara a atemorizarla, amargándole así su vida; en esos casos solía responderle “Sí”, en un susurro.
Eso le hacía concluir que aún me faltaba para ser como ella deseaba que yo fuera.
No tenía ni la más remota idea de quién y qué me incitaba a ello, pero sentía con claridad cómo esto surgía en mí.
Era más veloz que mis propios pensamientos, quedaba dicho antes de darme cuenta.
Entonces empezaba a darle vueltas, y solía darme pena haberle respondido de esa manera.
Pero se me venía encima de forma tan inesperada e irresistible.
Sin embargo, no le dedicaba mucho tiempo, para eso era demasiado joven, aunque sí entendía que para mí significaba libertad.
Esos sentimientos hicieron aparecer también otros, desconocidos para mí hasta la fecha.
No paraba de hacer pequeñas figuras de barro.
En el bosque buscaba la tierra necesaria, y la amasaba hasta que estuviera lista.
A mi cuidadora le sorprendía y me lo prohibía, porque me manchaba en exceso.
Pero era incapaz de dejar de hacerlo; una y otra vez tenía que volver a prohibírmelo, aunque no había quien me corrigiera.
Esa sensación crecía con cada figurita que creaban mis manos, adoptaban formas y les entraba vida.
Salía como sin querer; las hacía sin tener que pensar.
Le pedí que se lo callara, porque mis padres me lo prohibirían, pero gracias al amor que me profesaba, que más tarde le agradecí mucho, y aún le agradezco, pude dar rienda suelta a mis ganas.
La quería mucho; era buena conmigo y nos entendíamos a la perfección.
No me interesaba hacer nada más que eso, me rondaba la cabeza día y noche.
Mis objetos no tenían una vida larga porque se deshacían, pero me sentía satisfecho de que al menos hubieran tenido vida.
Aun así, no me dejaba tranquilo y busqué remedios para evitar que se desmoronaran.
Y los encontré.
Mezclaba la tierra con otra que sacaba del agua del estanque, amasándolas hasta que se quedaran secas.
Así conseguía un material firme, listo para ser modelado.
Enterraba en la tierra las figuritas que hacía, y ya disponía de distintos tipos.
De golpe se me ocurrió la idea de hacer un Dios.
Para mí era una gran figura, sólida y fuerte.
Pero de Su poder todavía no sentía nada.
Todos hablaban de Él, estaba en boca de todos.
¡Se oía hablar de Él a diario!
Empecé con dedicación a este trabajo y lo representé exactamente como era.
Cuando lo terminé, le enseñé mi última creación a mi cuidadora, preguntándole:
—¿A quién cree que representa esta figura?
—A un caballero —respondió.
—¿A un caballero? —repetí su pregunta, sonriéndome porque no supiera quién era.
Entendió mi sonrisa y preguntó:

—Entonces, ¿quién es, Lantos?
—Dios —respondí—.
Es Dios, mi Dios.
¿El suyo no es así?
Al parecer se había asustado, y me clavó una mirada pasmada.
—¿Dios, dice?
—Sí, ¿quién si no iba a ser?
¿Es que Dios no es como esta figura? ¿Es que le falta precisión?
¿No lo reconoce?

Le hice muchas preguntas seguidas, pero continuaba mirándome sin decir nada.
—¿Le sorprende? —le pregunté.
Me quedé decepcionado y ella lo sintió, porque dijo:

—Pero hijo, ¿cómo se le ha ocurrido esto?
¿Cómo se le ha ocurrido esta idea?
—Entonces masculló algo así como—: ¡Y después dicen que no es normal, que es débil o que está enfermo!
La comprendí, pero no reaccioné y esperé a que siguiera respondiendo, pero ya no dijo nada más.
Después le pregunté:

—¿Tampoco dirá nada de esto?

Asintió con la cabeza y se quedó con la mirada perdida y pensativa.
La abracé y le di dos besos, en señal de buen entendimiento y mutua comprensión.
Vi que le caían lágrimas, así que le pregunté:

—¿Está llorando? ¿Le hice daño?
¿No debería haber hecho esta figura?
—Pero Lantos, querido muchacho, ¡qué cosas dice!
Lo acepté como una señal de admiración y me sentí halagado.
Qué orgulloso me sentía de mi figura.
Los mayores tenían cada uno su propio Dios, y ahora yo tenía al mío.

—¿Sabe? —dije a modo de respuesta a sus últimas palabras—, ¿sabe que la quiero más que a mis padres?
—Me miró con sorpresa, conmovida por dentro.
Me tomó de la mano y me miró durante un tiempo a los ojos—.
También quiero mucho a Marianne —añadí—, a todos los demás, no.
—De haber sido algo mayor, habría sabido lo que se le estaría pasando por la anciana cabeza; pero ahora, todo eso se me escapaba y ya estaba pensando en otras cosas—.
Ahora voy a hacer a Marianne —le dije, liberándome de su abrazo y poniéndome a trabajar.
Cuando me dedicaba a eso, sabía de antemano qué debía hacer; las ideas me venían solas.
Cuando se me ralentizaban los pensamientos, sabía que no conseguiría crear nada.
Era igual que con las palabras, cuando mi madre quería averiguar algo sobre mi salud.
Pronto acabé la figura de Marianne, y también esta se la enseñé.
Vi que temblaba, pero no lo entendía y solo estaba pendiente de su aprobación, porque era lo que me importaba.
—Lantos —dijo, mirándome muy asombrada—, es Marianne.
Es ella clavada —dijo sin quererlo para sí misma—, pero capté las palabras, que me alegraron mucho.
A renglón seguido dije:

—Pero entonces mi Dios también es auténtico, ¿no?
Ella sabía que nadie me había enseñado este arte, que mis padres me lo prohibirían, que no era propio de mi clase, y sin embargo dijo:

—¿Quién se lo ha enseñado?
—Nadie, es que me sale así —dije.
No podría haberle respondido más claramente, pero sentía que no era yo mismo quien había hablado.
Sucedía fuera de mi alcance, pero no lograba ponerle palabras y me parecía algo muy normal.
Hizo un sitio para Marianne junto a las demás figuras que ya tenía.
También a ella la enterré; nadie debía saber nada.
Quería hacerla feliz en cuanto viniera a verme al bosque.
Sería un día radiante para mí.
Pasaron algunos días y a los sabios que me examinaron les pareció que había mejorado.
Mis padres estaban muy felices, pero entendí que esos momentos pronto pertenecerían al pasado, lo cual me atemorizaba.
En esas horas de angustia hablé con mi Dios de mis penas.
Desenterré la figura, la coloqué en algo elevado y me dirigí a la figura.
Solo podía hacerlo cuando estaba solo.
No me atrevía a contarle el secreto a nadie, ni siquiera a la mujer que me cuidaba.
Pregunté a mi Dios si estaba enfermo, y le hice muchas más preguntas infantiles.
Entonces era yo mismo y tenía que pensar y esforzarme por ser claro.
Pero ese juego tampoco me dejaba satisfecho.
Algunas veces me tumbaba durante horas, avizorando el cielo, donde veía diferentes figuras.
Intenté plasmar algunas, pero sin éxito.
Elaboré nubes y un sol, hice que radiara y lo sujeté a un árbol.
Sentía cómo me entraba el calor de ese sol hecho por mí, y se lo conté a mi cuidadora.
Le dio risa, pero me hizo bien, porque estaba abierto a la amabilidad.
Una tarde vino a verme Marianne.
Había escapado de la casa paterna y había llegado con sigilo.
Le pedí que me cantara algo, porque tenía una hermosa voz que yo amaba sin darme mucha cuenta.
Le dije:

—Anda, cántame algo, te tengo preparada una sorpresa.
Si no me cantas no te la doy.
—¿Qué es? —preguntó con mucha curiosidad.
—Primero a cantar —dije.
Marianne se puso a cantar; era una canción que todos conocían en los alrededores.
La admiraba y también la envidiaba, como se envidia de niño, por este maravilloso don.
Cantaba como si le fuera la vida en ello.
Cuando hubo finalizado su cántico, dijo:

—¡Y ahora la sorpresa!
—Ven —dije—, ven conmigo.
—Saqué su figura de debajo de la arena y del musgo.
Lo había envuelto en hojas por temor a que se rompiera—.
Siéntate allí y mira quién es.
Marianne se reconoció, sobre todo por los rizos rubios.
Los había trenzado con ramitas torcidas y con hojas, restregando barro por encima, y aguantaron, por precario que fuera.
Se alegró mucho y se puso muy feliz.
—¿Quién te lo ha enseñado? —preguntó.
Dije:

—Nadie.
Es para ti, pero tiene que quedarse aquí, junto a todas las demás figuritas.

Lo llamamos nuestra casa de arte; le pareció bien.
Pero ¿de dónde me venía esa sensibilidad artística, esos conocimientos? No los había aprendido, ¿no?
Cuento todo esto en detalle, porque quiero que veas lo puros que eran mis sentimientos infantiles ante mis aficiones, en este caso mi arte.
Volveré sobre esto más tarde, cuando llegue el momento para ello.
Jugamos juntos y nos divertimos, por lo que el día pasó volando, entrándome deseos de que ya llegara el siguiente.
Esa noche llovió muchísimo.
Cuando al día siguiente volví a mi rinconcito preferido del bosque, vi de inmediato que la lluvia había barrido mi sol.
Había estallado, quedando reducido a tan solo una mancha amarilla por donde corrían hilos de agua.
En el suelo y a lo largo del tronco había un limo amarillento.
Había sido mi sol, que me procuraba calor.
Esa noche había quedado destruida mi felicidad.
Desenterré a mi Dios: también Él se había ablandado y deshecho.
Mi Dios había fallecido y así se lo dije a mi cuidadora, que, sin embargo, no reaccionó, sino que me siguió muy atentamente en todo lo que hacía.
Lo sentía, pero le pregunté:

—¿Le gustaría que le hiciera su propia figura?

Reflexionó largamente sobre mi pregunta:

—Si es capaz —dijo por fin.
Bastó con que me lo dijera una sola vez para que me fuera volando para ir a por el material.
Regresé y amasé la tierra hasta conseguir una masa firme.
Había estado mirándome un rato cuando preguntó:

—Y ahora, ¿qué hace?
—Matar —dije.
—¿Matar?
—Sí, si no, se deshace —respondí.
Volví a sentir que este no era yo, estos pensamientos corrían más que yo.
Pero seguí y ya había empezado a modelarla.
No me hizo falta para nada mirarla; la figura quedó terminada en muy poco tiempo.
Una presión aquí, un pellizco allá, todo me venía de dentro, lo sentía muy claramente así.
Mis manos solas amasaban la materia y la modelaban—.
Permítame que me vaya un instante, de lo contrario no lo acabaré —le dije, después de trabajar un rato.
Eso también la sorprendió, pero me fui.
Regresé al poco tiempo, la figura estaba lista y se la exhibí.
En el mismo instante exclamó:

—Lantos, Lantos, ¿de dónde saca todo esto? Debo hablarlo con sus padres.
En cuanto pronunció las palabras, me asaltó una sensación incómoda.
Sentí que se me oprimía el pecho, quedándome casi sin aire.
Pensé que iba a desfallecer, pero después de unos instantes desapareció la sensación y me sentí otra vez normal.
Todo había sucedido en solo unos instantes.
Me quedé mirándola, y por muy joven e infantil que yo fuera, maldije el momento en que hice la figura.
Había peligro y sentía por qué, pero no le encontraba una explicación.
—¿Se encuentra mal? —preguntó con suavidad y ternura.
—No, estoy bien —respondí escueta y severamente.
Había hablado por primera vez como un Dumonché, y se asustó.
Pero es que nuestra hermosa conexión se había roto y ya no le tenía confianza alguna.
Mis sentimientos se alejaron de ella; me había quedado fuera de su alcance para todo.
No entendía yo por qué, no entendía nada de todo esto, aunque sentía lo que quería, porque lo llevaba muy dentro.
Lo comentó con mis padres y de lo dicho deduje que había callado el “porqué”.
Solo les dijo que yo la había puesto en su sitio con severidad y frialdad.
¿Y cómo se lo tomaron mis padres?
Me encontraron como yo debía ser.
Vieron en ello el verdadero carácter de su estirpe y se alegraron.
De esa manera el incidente quedó cerrado y olvidado, pero yo había cambiado.
A partir de entonces ignoré todas sus buenas intenciones.
Seguí temiendo algo, pero ¿qué?
Suspiraba por Marianne; ya no confiaba más que en ella y solo a ella podía expresarle mis sentimientos.
Mi amor por ella crecía.
Destruí la figura de mi cuidadora, perdió su lugar junto a las demás.
Cuando me hacía preguntas, eludía responderle.
Aun así, volvimos a acercarnos, porque siguió dándome su amor.
Al cabo de unos días cedí; se le saltaron las lágrimas y me abrazó apasionadamente.

—Hijo mío, pero ¿cómo puede enfadarse así? —preguntó.
Entendí así que no había comprendido mis sentimientos reales y que no sentía mi temor.
Estaba yo luchando por algo como si de ello dependiera mi vida, pero ella, aun siendo mucho mayor, ¡no lo sentía!
Estaba yo velando por “algo” que vivía a mi alrededor y dentro de mí, pero que yo mismo no entendía.
Otros niños de mi edad seguramente también ocultarán su pequeño mundo cuando se sienten incomprendidos.
No se confían sentimientos a ningún ser si no los comparte o si no responde a ellos.
Entonces la vida del alma se cierra de forma implacable.
Los sentimientos del niño empezarán o bien a aletargarse o se desbordan.
Conseguirá aquello por lo que suspira; se agudiza y se hace más consciente, hasta que madure y se manifiesten los verdaderos rasgos.
Sobre eso construye el hombre su propio futuro.
En los años siguientes, el espíritu se desarrollará, sobre todo cuando se anuncian la madurez masculina y la femenina.
Entonces uno es consciente o está dormido, pero ese estado somnoliento es propio de quienes no viven ni sienten ni procesan ni poseen nada de lo que cuento aquí.
En mí había una fuerza que me impulsaba, y ellos pensaban que era debilidad, o sea, material, pero todo el problema solo se desarrollaba en mi interior.
Esta fuerza se cerraba ante quienes no me comprendían.
Pero cuando el ser humano adulto me rodeaba con la radiación de su amor, se abría como por sí sola, pasando yo a la fuerza del amor que me hacía feliz.
Por eso también cedí ante quien era mi cuidadora y preceptora.
Tenía yo completa certeza de que si ella hubiera contado la verdadera causa a mis padres, en ningún caso yo ya habría aceptado nada de ella.
Eso facilitó mi acercamiento y la recuperación de mis antiguos sentimientos por ella.
Le dije que no estaba enfadado, pero también que no debía hablar.

—No irá a incumplir su palabra, ¿verdad? —añadí.
—¿Mi palabra, dice usted?
—Su palabra —repetí sin dejar de mirarla.
Se me ocurrieron ideas nuevas y le pregunté:

—¿Quiere que le haga otra figura nueva?
—Como quiera, hijo mío —dijo, por lo que me fui sin esperar más.
A los diez pasos de haberme alejado de ella sentí menos necesidad de modelar y me senté a pensar.
No recordé el tiempo que estuve allí: pasó veloz, los pensamientos se me amontonaron, y me entró cansancio de tanto pensar, hasta que me dormí.
Solo me desperté cuando oí que me llamaban por mi nombre.
Tenía a Marianne enfrente.
Recordé de inmediato lo prometido y no la saludé.
Marianne no sabía lo que se me pasaba por la cabeza y me miró enfadada, dio media vuelta y se fue.
—No te vayas —le grité—, no te vayas.
Pero no quiso quedarse y ya había desaparecido.
De nuevo me puse en camino, pero no lograba tener los pensamientos adecuados, y regresé.
De lejos ya me estaba sonriendo mi cuidadora y entendí su sonrisa.
Ya no se volvió a hablar de la figura, pero le dije:

—¿Sabe usted que pronto me iré de aquí?
—¿Que se irá pronto de aquí, Lantos?
¿Cómo se le ocurre eso?
—Se lo oí decir a mi madre, a escondidas.
Ya estoy mejor, ¿no lo sabía usted?
—No —respondió—, no sabía nada.
Pero al día siguiente vino mi madre a contárselo.
Preguntó con interés cómo me encontraba y por cómo se sentía la cuidadora.
Mi mirada fui de mi madre a quien me quería, y esperé mi sentencia de muerte.
Ya sabía yo lo que iba decir, cuando dijo:

—El bosque le sienta bien, está mucho mejor.
Se decidió que en unos meses iría a otro lugar para recibir mi educación física.
Habría nuevos preceptores que me darían sus fuerzas, pero mi vida en libertad habría acabado y empezaría una nueva.
Al día siguiente conté la gran noticia a Marianne, que estaba muy tímida.
Estuvimos vagando juntos por los alrededores, tomados de la mano, como dos enamorados.
De pronto me dijo:

—Trenzaré guirnaldas y nos casaremos.
Estuve de acuerdo de inmediato con su plan y juntos nos pusimos a recoger flores para que la feliz fiesta fuera un éxito.
Mi querido perro estaba con nosotros y el noble animal iba a ser nuestro hijo, una vez que hubiéramos contraído matrimonio.
Pronto estuvieron listas las guirnaldas y regresamos a mi cuidadora que nunca se alejaba mucho de nosotros para no perdernos ni un instante de vista.
Tomados de la mano nos acercamos a ella.
Hablé yo y dije:

—Tiene que casarnos.
—¿Cómo dice?
—Que tiene que casarnos —repetí—, estamos decididos, porque pronto me iré.
El acontecimiento era de santa gravedad para nosotros.
Después de observarnos y sentir que, a juzgar por nuestras caritas y actitud tan serias, tenía que seguir el juego, nos casó pronunciando algunas palabras.
Nos habíamos convertido en esposo y esposa y Marianne hizo valer sus derechos de inmediato.
Tenía que ser obediente, ser cariñoso con ella y darle preferencia en todo.
Pero pronto nos olvidamos de nuestra unión y empezamos a buscar otros juegos para matar el tiempo.
Pasábamos horas tumbados en el suelo, tomados de la mano, mirando el cielo, sin que ninguno rompiera el silencio.
Era como si sintiera que pronto me extrañaría.
Pero entonces de repente se levantaba de un salto y ponía tierra por medio.
¿Qué bicho le habría picado a esta muchacha tan descarada?
Yo entonces empezaba a darle vueltas, sin poder averiguar la verdad.
A veces volvía al cabo de unas horas y si le preguntaba sobre su marcha y sus arranques no me respondía.
Sentía que me espiaba desde todos los ángulos y que no se comportaba como siempre.
¿Sería por mi partida?
Cuando le pregunté si estaba apenada porque me iba, empezó a sollozar.
¡Pobre Marianne!
Le acaricié sus rubios rizos y le prometí hacerle un regalo.
Yo sabía que cuando cantaba se sentía feliz.
Me tomó de la mano y me interpretó su canción más preciada.
¡Cómo había empezado a amarla!
Le dije que la quería muchísimo, aún más que a mis propios padres.
Lo entendió completamente.
Nuestras pequeñas almas buscaban calor, sobre todo la mía, porque no lo encontraba en mi entorno.
Entonces volvíamos a tumbarnos y nos contábamos cosas bonitas.
De improviso dijo:

—Vamos, Lantos, voy a enterrarte.
—¿A enterrarme? —pregunté.
Un juego extraño, pero no me disgustaba y no quería decepcionarla.
Yo iba a ser enterrado y ella lloraría a su cónyuge.
Me enterró bajo una capa de tierra y de hojas, dejando libre mi cabeza, pero no debía abrir los ojos.
Hice lo que me pedía, porque siempre era ella quien inventaba nuevos juegos.
Me reía a carcajadas, pero ella se lo tomaba muy en serio.
Lloraba a mares.
Tenía las mejillas mojadas de lágrimas.
Yo también me puse serio.
Marianne se arrodilló a mi lado:

—Ay, cómo lo amé, pero ya dejó de existir —dijo.
Era trágico, Marianne sentía verdadera pena humana.
Mientras lloraba, empecé a sentir una curiosa fuerza dentro de mí.
Empecé a temblar y a estremecerme y me sentí recorrido por corrientes frías.
Quería poner fin al juego pero me resultaba imposible, estaba paralizado, se me había anulado el control sobre los miembros.
Esos sentimientos se me quedaron durante bastante tiempo, pero alteraron nuestro juego.
Después sentí que me iban volviendo las fuerzas.
Nos miramos a los ojos, y ambos sentimos que había ocurrido algo ajeno el juego.
Sin habérmelo propuesto, me había tomado por sorpresa.
Después nos reímos a carcajadas, y el juego, como tantos otros antes, ya era agua pasada.
De improviso me pidió que le enseñara la figura.
Cuando llegamos al lugar donde guardaba mi colección, saqué su figura, pero estaba impresentable, habiéndose convertido en una masa viscosa.
Me insistió en que le hiciera una nueva.
No hizo falta que me lo dijera dos veces y la figura salió aún más hermosa que la primera.
La envolví en un paño viejo y la enterré de nuevo.
No había abierto la boca en todo ese rato, pero cuando había guardado su efigie, dijo:

—¿Estás enfermo?
Estás muy pálido.
—No —le respondí—, me siento muy bien.
Pero siguió mirándome fijamente, hasta que de repente se giró y desapareció.
Me enfurecía que se marchara así de golpe.
Fui corriendo detrás de ella, queriendo saber por qué se iba sin mediar palabra.
Fue el único gran error que le detecté, pero me molestaba y me dolía.
Dejaba de verla durante días, en los que divagaba en soledad, buscando alguna distracción o contándole mis penas a mi cuidadora.
Ella tampoco era capaz de explicarme las razones del comportamiento de Marianne.
Sus actos me producían quebrantos, rompían algo en mi interior, haciéndome sufrir.
Entonces no había forma de alcanzarme y se manifestaba mi verdadera naturaleza a quienes me rodeaban.
Entonces rompía todo con lo que me cruzaba, y mis padres me alentaban.
Porque ahora era uno de los suyos y habían desaparecido todos sus temores.
Transcurrió un tiempo y volví a ver a Marianne una sola vez.
Le pregunté por los motivos de su repentina desaparición, pero no me contestó, ignorando la pregunta.
Entonces perdí los estribos y la agarré para zurrarla.
Pidió auxilio a gritos y a su llamada acudió mi cuidadora, que la liberó.
Marianne aprovechó la situación para poner pies en polvorosa.
Estaba furioso, pero no me atreví a medirme con la cuidadora, de modo que yo también salí escopetado, buscando refugio en la habitación.
Allí volví en mí y sentí que había desaparecido mi temor por aquella cosa.
Lo sentí desde el momento en que mi madre hablara con la cuidadora sobre mi partida.
Ese momento estaba decidido, irremediablemente.
Pensaba en Marianne y pregunté a mi madre si podía ir a saludarla.
Pero me lo prohibió, encogiéndose de hombros.
Vendría a estar conmigo otra niña, a la que no soportaba y a la que no había visto en mucho tiempo.
Pero la visita solo fue breve; mi humor sirvió para que acabara pronto y mi futura esposa se fue.
No volvería a verla, otra fuerza había roto este vínculo; ni los espíritus ni los hombres podrían cambiar nada en eso.
A la mañana siguiente me llevaron a otro entorno donde se harían cargo de mi educación.
Mi juventud, la época más hermosa de mi vida en la tierra, había terminado.
No volví a ver a Marianne.
A mi madre le parecía que entre Marianne y yo había un abismo infranqueable.
A pesar de mi juventud, sentía su significado.
Pero no me sentía como mi madre; su posición social, alcurnia, riqueza y dominio no me despertaban la conciencia.
Antes de marchar, di las gracias a mi cuidadora.
A ella tampoco la volvería a ver más.