Noche del jueves 15 de noviembre de 1951

—Buenas noches, señoras y señores, oyentes míos.
Voy a comenzar con una primera pregunta.
Una madre que dice: “Yo misma, la madre de la niña que ha tenido una visión, me fui dos días después de su entierro a dormir a su habitación, donde falleció.
Quería dar ejemplo a mis otros hijos, que tenían miedo de dormir allí.
Me angustié mucho y viví cosas que no puedo repetir aquí.
Y se me hizo un llamamiento de que debía morir.
Y entonces dije bien alto: ‘No me lleven, todavía no puedo para mis hijos’.
Cuando recuperé la conciencia olí un delicioso aroma floral, durante bastante tiempo.
Pero ¿he cometido un error al irme a dormir tan pronto a esa habitación?
¿Entristecí con eso a mi criatura?”.
¿De quién es esto?
(Una señora en la sala):

—Mío.
—¿Dónde está usted?
Señora, quizá no se lo crea, pero cuando tengo que vivir a una persona fallecida en mi familia con la que haya tenido relación, si hace falta me echo a su lado en el ataúd, durante un tiempo.
Es entonces justamente cuando comienza el estudio, como si dijéramos.
Eso no lo presenciamos todos los días, pero me gustaría demostrárselo.
Si estamos ante la muerte, porque eso es...
Porque La Parca no es ningún ogro; hay que hablar con ella.
Un paciente mío de hace tiempo, el maestro Zelanus y yo mismo hemos escrito y hablado alguna vez sobre él...
Estuve alguna veza en contacto con alguien de quien sabía que ese hombre tenía que morir, que moriría en año y medio.
El paciente estaba en manos de un médico.
Y entonces dice: “Tú mejor vete, porque el médico se ha ido.
Si quieres, pues, ayuda”.
Yo digo: “No hay nada que hacer”.
“¿Cómo lo sabes?”.
Digo: “Lo estoy viendo”.
Digo: “Ese hombre como mucho vivirá año y medio”.
Digo: “Pero me voy”.
Tenía que ir allí.
Ese chico también es que vivía...
Estuve sentado junto a su lecho, hablando, aún estaba consciente, leía mis libros, un muchacho de veintiocho años, padre de una criatura, una maravilla, un matrimonio muy hermoso.
Estuve sentado a su lado con los libros, hablaba con él, le di ‘Vida y muerte’, ‘Vida y muerte’ aún no había salido, le di ‘Aquellos que volvieron de la muerte’, le contaba las leyes.
Lo disfrutaba y yo sabía: voy a conseguir sacarlo unos días a la calle y después se irá sumergiendo y entonces ya no tardará.
Y así ocurrió más adelante.
Así que asistí al drama entero.
Era en los tiempos en que aquí dije una vez: “Quise morir por un hombre”.
Era este ser humano.
Quería entregarme.
Entonces entablé una lucha con Cristo.
Dije: “Dijiste: ‘Quien quiera dar su vida recibirá la Mía’”, y reaccioné a eso.
Y se convirtió en una lucha de vida o muerte.
Hasta el punto de que dejé de lado a mis maestros.
Digo: “Ahora quiero lo más Elevado.
Porque ya tengo ganas de saber si eso son cuentos de antes: ¿eso dijo Cristo?
Si tengo contacto contigo también puedo recibir a ese maestro allí arriba, y este me aconsejará, porque se trata de un ser humano y se trata del cosmos entero, de Dios y Cristo y de todo”.
Y eso llegó.
Pero cuando el chico estuvo en el ataúd...
Se había..., en año y medio se había consumido.
Lo vimos en la calle y empezó a hundirse, más, más, y así se fue.
Entonces... el hermano y la madre eran incapaces de mirarlo.
Y entonces tomé un poco de la mano a ese hermano.
Digo: “Anda, ven conmigo y mira a tu hermano Gerard, vamos”.
Y entonces miramos directamente a su carita.
Digo: “Anda, mira.
Si ahora supieras lo que ha ocurrido y lo que significa todo eso...
Tú aún no lees libros, no tienes tiempo, dices, pero mira ese cuerpo, anda, ahora tienes que saber de una vez por todas que vive allí.
Ese chico está siendo cuidado, era un buen hombre”.
Digo: “Eso no es nada”.
Digo: “Mira, lo acariciaremos, vamos, hazlo”.
“Eh, él..., eh, hmm”, allí estaba.
Un hombre de treinta y seis años.
Digo: “Hay que ver el pobre diablo que eres”.
Digo: “Vamos, acarícialo, dale un beso”.
“No se hace con un cadáver”.
Digo: “Ya no hace falta.
Es una forma de hablar”.
Me ocupé un poco de él durante quince minutos, entonces puso su mano sobre la de él.
“Fría”.
Digo: “Muy fría, ¿verdad?”, digo, “pero eso no significa nada.
Cuando lo sientas a él llegará el calor”.
Y de pronto le entró calor a esa mano, en esa mano muerta.
Entonces dijo: “Eso está vivo”.
Y yo: “No, es él.
Es él, ahora”.
Digo: “Desde ese mundo, desde su personalidad te está dando ahora fuerza para que al cadáver se le vuelva a infundir alma”.
“Dios”, dice, “qué hermoso es esto”.
Entonces vino la madre.
Estaba sollozando.
Y luego llegaron algunos familiares más.
Y entonces llevé a toda esa gente a esa pequeña vestimenta depuesta, y así perdieron el miedo.
Y ¿qué es lo que hizo ese joven entonces?
Se fue a sentar en esa misma habitación una noche, dos horas, tres horas.
Dice: “Ahora ya no tendré miedo a un cadáver, nunca más”.
Digo: “No, ahora lo conoces”.
Digo: “Fácil, no tiene misterio alguno.
Ninguno”.
Y así es como lo ha vivido usted.
No hizo usted nada malo.
Pero lo que le faltaban eran fuerzas para vivirlo.
Cuando uno desciende en una cripta...
Puede usted empotrarme en la cripta que quiera, señora, y juego unas partidas junto al cadáver, sin problema.
Me pongo un té.
Si le gustaría divertirse un poco, pues lléveme a la tumba.
Ya le dije aquí antes: “Cuando me vaya, luego, a todos se les ofrecerá un buen vaso de vino y entonces no cantarán otra cosa que: ‘Viva, viva, seguimos viviendo’”.
Eso ocurre.
La muerte no existe.
No hay una conciencia cadavérica.
Pero usted no estaba en contra de eso, así que se echó en esa camita, que es la muerte y todo lo de la criatura, la pérdida, la tumba... y se ve ante un universo, y sí que le entraron unos buenos temblores.
¿Entiende?
Y en verdad que le podría haber dado una fiebre con escalofríos.
¿Cree que no?
¿Cuanta gente no se ha asustado de un cadáver, de un muerto?
Pero usted no estaba preparada para esto.
Porque de lo contrario puede echarse a dormir tranquilamente junto a un muerto, porque ya no nos hacen nada.
Ahora para el ser humano solo habla la ignorancia.
¿No es así?
Por la ignorancia —no conocemos las leyes— sigue siendo todavía La Parca.
Allí yace la muerte que no es muerte.
Si ahora se fuera usted a mirar un momento detrás del ataúd —se viene usted un instante a donde se fue el espíritu y el alma, la personalidad—, entonces es posible que ya en ese instante vuelva esa persona, si hay luz, sentimiento, saber, sabiduría.
Y entonces volverá a tener contacto con la persona que partió.
Y ha habido quienes han regresado más de una vez, aún yacían en el ataúd y ya andaban por aquí.
Lo he visto.
Estaban hablando.
Vivían todo, su propio entierro.
Mi padre, Hendrik el Largo, andaba detrás de su propio ataúd.
¿Lo leyó en mi libro?
Y lo acompañé, dando esos pasos grandes de papá, y entonces pensó Gerrit, que pensó que yo estaba de broma’, dice: “¿Es necesario que copies a papá?”.
Pero él estaba, estaba, estaba allí.
¿Entiende usted?
Cuando me encontraba delante de su ataúd...
¿Ya leyó usted ‘Jeus’, la primera parte?
Debería hacerlo, señora.
Me encontraba ante su ataúd y sus ojos recuperan la vida en ese mismo momento, El Largo estaba dentro.
Pues, sí, ¿cómo?
Porque el maestro Alcar quería ofrecer pruebas a este mundo, por medio de mí, por medio de El Largo, a ustedes.
Ahora tienen ustedes ese libro.
Ya solamente por ese acontecimiento deberíamos haber podido convencer esa masa inconsciente.
Y entonces dije a El Largo: “¿Ya tienes manchas amarillas en la cara?”.
Digo: “Sal de allí.
Sal de allí”.
Pero no salió, pero estaba fuera, estaba al lado.
¿Entiende?
Esto no está mal, es muy sencillo.
Espero que no tenga que volver a vivirlo con sus hijos.
Pero entonces lo hará usted de otra manera.
(Señora en la sala):

—Sí, quería dar un ejemplo a mis otros hijos, porque tenían mucho miedo de dormir en esa habitación.
—Claro.
(Señora en la sala):

—Entonces di el ejemplo.
—Sí, muy bien, muy bien.
(Señora en la sala):

—No tenía miedo, no tenía miedo para nada, pero todo eso lo viví en mi sueño.
—Desde luego, sí, allí está: no tenía usted miedo, no tenía usted miedo, pero no experimentaba las cosas plenamente, al cien por cien conscientemente, sino no habría sido presa de ellas.
Puede usted meterme donde quiera.
Paul Brunton —una noche hemos hablado de esto— se metió en la pirámide.
Se hizo encerrar.
Y Paul Brunton era una personalidad fuerte, y sabía mucho, pero no todo.
Entonces se le avisó en ese viaje de forma astral, o sea espiritual, por medio de... en algún sitio llegó donde un señor viejo, pero ya estaba siendo atraído, dice: “Hombre, hombre, hombre, sal de esa cosa”.
¿Por qué?
Toda esa habitación en la torre, o esa cámara real en la pirámide de Giza no le hará a usted nada si tiene usted esa conciencia.
¿No ha leído y oído de aquellos años en que los investigadores allí de pronto se quedaban muertos?
Por esos círculos mágicos que los sacerdotes trazaron alrededor de esos cuerpos.
Son círculos mágicos, pero eso es: no toques mi cadáver.
Si tengo la conciencia, un círculo mágico de esos... los quitamos a la primera.
¿Me entiende?
Un faraón de esos no me hace nada, siempre que uno sepa.
No tengo miedo a un faraón ni a un sacerdote ni aunque tenga cien mil años, y entonces se llama un maestro, un iniciado, no les tengo miedo a esos caballeros.
¿Por qué no?
Porque conozco la ley.
No hay miedo en el espacio y Dios tampoco ha creado miedos.
Una y otra vez es: porque el ser humano no se conoce a sí mismo ni la ley en la que vive.
Entonces viene el miedo.
No habría dementes si fueran ustedes capaces de explicarles la imagen.
No se van a volver ustedes locos por esto, por estos libros.
El mundo, la sociedad dice: “Todo eso son cosas diabólicas, con eso te vuelves loco”.
No, señora, pero el ser humano a veces se pasa de la raya.
Sigan pisando el suelo.
Igual que yo.
Si necesitan algo relajante en estas cosas, mejor vayan entonces a una feria de atracciones.
En ‘Las máscaras y los seres humanos’ —esta tarde aún me topé con esto—, allí le dice Frederik a Karel y a otro: vamos, ladra como un perro de verdad y siente esa felicidad.
Y Karel se rió de él.
Dice: “Ya estamos con este otra vez”.
Pero, vamos, ladra, a ver, déjate llevar de verdad por el juego.
Los seres humanos, ¿somos capaces de eso?
¿Lo ve? Se está poniendo demasiado serio esto.
El ser humano se pierde a sí mismo y no está preparado para millones de problemas... que para ‘Las máscaras y los seres humanos’ son máscaras de verdad.
Eso lo hizo usted bien y quiso dar a su criatura una imagen, pero no estaba segura al cien por cien, de lo contrario lo habría vivido usted como si nada.
Al contrario, podría haber vivido usted algo hermoso, porque tenía contacto espiritual y podría haber recibido todo de nuevo.
(Señora en la sala):

—¿No puede haber sido que me diera cuenta de las cosas que tuvo que vivir mi hija, porque no estuvimos presentes... (inaudible)?”.
—Sí, es posible que las viviera usted.
¿Ocurrió en esa camita?
¿Fue allí...?
(Señora en la sala):

—Sí.
—Pues, entonces tiene usted..., entonces puede usted... —justamente por ser madre, porque ama la cría— adquiere telepatía materna, la unidad natural con la vida y entonces puede usted vivirla.
¿Cree que soy sensitivo?
Una vez me fui al extranjero con un grupo de personas, todavía trabajaba en el garaje, y tuvimos que ir a Bruselas; está en la primera parte de ‘Una mirada en el más allá’.
¿Lo ha leído?
Tuve que dormir en un hotel.
Me dieron una habitación.
Pero santo cielo, santo cielo, la de cosas que se me vinieron encima en esa habitación de hotel.
Durante cinco días simplemente me estuvieron apaleando hasta matarme, ya no podía decir nada, tenia que enfrentarme a eso y todo lo que llevaba en los bolsillos se lo di a esos pobres que andaban con muletas y...
Esa gente ... fuimos a ver amigos suyos, era un catedrático, y entonces se pusieron a comer delante de las ventanas.
Digo: “Allí no voy a comer, no puedo hacer eso”.
Porque allí es donde estaban los pobres.
Pero aun así querían.
Digo: “De acuerdo, señor, de acuerdo”.
Y ese señor que piensa: ‘Vaya tipo tan raro’.
Pero de pronto agarro ese trozo de pollo y el plato, y las patatas y todo, salgo a la calle y se lo di a esa gente.
Y entonces yo también había comido.
Y esa ciudad ya me daba igual.
Y, claro, pensaron: ‘Ese está loco’.
Pero ¿cómo voy a sentarme a comer pollo delante de esa ventana —encima también había vino— frente a la pobreza del mundo?
Dios santo de mi vida, eso me asfixiaba, no podía.
Y no lo comprendían.
No hacía más que arrastrarme detrás de esa gente.
“¿Pero ¿qué es lo que te pasa?”.
Digo: “Ya te lo contaré después”.
Apenas habíamos salido de esa ciudad cuando ya exclamaba yo de voz en cuello: “Vuelvo a poder respirar, gracias a Dios”.
“¿Tú lo comprendes?”, dice aquel hombre, “¿Qué clase de chico es ese?”.
Digo: “Señor, esto es verdadero y lo de usted es falso”.
Digo: “Yo no digo que usted sea falso”.
Pero cuando nos vemos ante la vida, señora, ¿pensaba usted que podemos atiborrarnos con alguien a nuestro lado a quien dejamos que se muera de hambre? ¿Es posible eso?
Es imposible, ¿no?
Pues me moví ante eso, no, me conmoví ante eso, en esa habitación, huí de ella.
En esos tiempos aún me arrodillaba para rezar.
Estuve rezando toda esa noche, porque en esa habitación habría no menos de cincuenta hombres y mujeres.
Pienso: Dios mío, Dios mío.
Sí, imágenes, hay psicometría...
¿No pensaba usted...?
En estos momentos no pueden hacerme dormir en ninguna parte, porque prefiero, con mucho, echarme en la naturaleza.
Si quieren invitarme a su casa para que pueda descansar, mejor no me den una cama en la que han dormido veinticinco personas, porque hago mío todo ese estado de aquella gente.
¿Qué no adoptará usted entonces de una cría así, si es suya?
Yo no estoy más que al margen de eso, pero se me viene encima.
Me he hecho muy sensitivo.
Se lo he explicado aquí y eso ya lo oye ahora.
Si luego en Diligentia, de lo que se trata...
Eso será de una seriedad sagrada y es verdadera locura, pero uno tiene que mantener los pies en el suelo si quiere superarlo.
Yo lo he conseguido.
Cómo, eso ya lo oirán luego.
También usted lo podrá vivir.
Y así adopto todo lo del ser humano y de la vida, pero lo proceso, porque ahora conozco las leyes, todo, la muerte, todo lo del ser humano, alma, espíritu, personalidad.
Lo he visto.
Estuve en los infiernos, en los cielos.
He vivido leyes cósmicas.
Es imposible fantasear más.
Nunca fui un fantasma, señora, porque era algo que siempre he tenido desde niño.
Todo lo que les cuento lo he vivido.
Se ha hecho sabiduría cósmica.
Pero la sensibilidad del ser humano los conecta con aquello que aman y con lo que tendrán que ver.
¿No está claro eso?
Así que podía haber vivido mucho más en esa habitación.
Muchísimo más.
Y así puedo seguir.
¿Lo comprende?
¿Algo más?
Gracias.
(Señor en la sala):

—¿Puedo hacer una pregunta?
—Sí, señor.
(Señor en la sala):

—Esa señora acaba de decir que cuando regresó al yo de la conciencia diurna olió un aroma floral.
—¿Cómo dice?
Sí.
(Señor en la sala):

—¿No es así?
En ese momento, digo yo que casi seguro sería una con la cría, ¿no?
—Ya era contacto, sí.
Ese olor a flores que olió usted... ¿no había flores en la habitación?
(La mujer):

—No.
Alguna vez sí las hubo, claro.
Aún quedaba, aún quedaba.
Ahora les ofreceré una imagen, señor Berends, hasta dónde va eso.
Cuando terminaba un libro —yo lo había vivido y los maestros lo habían escrito— no le decía nada a mi mujer.
Pero una hora después, cuando estaba listo —con cada libro, aunque no estuviera acabado— llegaban las flores, llegaban a través de las paredes.
Estaban colocadas por todas partes.
Entonces se ponía a husmear a mi alrededor.
Digo: “No, no me he embadurnado con perfume”.
“Oye, qué maravilla de olor aquí”.
Digo: “Mira, hija, esto es, pues, un perfume espiritual”.
Del que habla Frederik en ‘Las máscaras y los seres humanos’.
Señor, y después de todos los libros...
Aparecía mi hermana, mi hermana aparecía con flores, aparecía Hendrik el Largo con flores y otros igual.
Pienso: ‘Mira, mira, mira, qué bien saben que he terminado un libro’.
Y así con cada libro.
La gente que subía por la escalera ya lo olía: “Qué olor tan fresco hay aquí, parece que uno llega al cielo”.
Y yo que pienso: ‘Sí, allí estás, allí estás, porque allí hay flores, flores astrales’.
Y ahora usted.
Señora, hay mucha gente que vive eso.
Los padres hablan de los niños, los niños hablan de los padres, y dicen: “Hay que ver el aire tan delicioso que nos llega de repente”.
Señora, créame, están con flores a su lado.
Y esa es la verdad.
Ese perfume del otro lado, la vida astral, es muy penetrante.
Pero aparece la explicación en ‘Las máscaras y los seres humanos’ o en ‘Dones espirituales’: ¿cómo huele usted eso?
¿Eh?
Y ese olorcito no les llega por la nariz, por el órgano, sino que lo sienten, y sintiéndolo es como se hace la conexión a través del sentimiento, del contacto, ajusta sus órganos a ese estado y eso es lo que están oliendo.
¿No te divierte?
(Señor en la sala):

—Sí.
—¿Tenía usted algo más?
(Señor en la sala):

—Sí, se me ocurre que podría relacionar otra cosa con esto que en el fondo es lo mismo.
Teníamos un hijo adulto de unos treinta años; de repente tuvo que acudir al hospital para ser operado.
Fui con él.
Llegué al hospital.
Pero el médico no sabía lo que pasaba.
Al final lo volvieron a tranquilizar de tal forma que...
Sí, ese médico, ese médico menudo sale de esa habitación, que llaman la cristalera, y es que entonces dijo que tenía que ser operado; pero no sabía lo que era.
Me encontraba en ese mismo momento en el pasillo y apareció entonces un crío, bueno, nuestro —hace treinta años habíamos perdido a un niño a los diez días de nacer—, ese niño apareció detrás de esa puerta de cristal y dijo...
—¿Eso es lo que vio? ¿Eso?
(Señor en la sala):

—Eso es lo que vi.
Ese niño dijo: “Pa, vete a casa, todo irá bien”.
Ya no esperé más al médico, para nada, y me fui.
—Qué bueno.
(Señor en la sala):

—Llego a casa.
Me dice mi mujer: “¿No hueles nada?”.
Digo: “No, todavía no”.
Y me dice: “Pues, esas flores”, no las había por ninguna parte, “cómo huelen”.
Y yo que pienso: “Vaya, qué extraño”.
Pero en el fondo es el mismo fenómeno que el de esa señora con la niña que había hecho la transición y que el de este niño nuestro que había cumplido diez días cuando se fue”.
Digo:

—Señor, eso pasa muchas veces...
(Señor en la sala):

—Vi esas flores espirituales como una sensibilidad de la propia vida.
—Sí, por la sensibilidad de usted...
Hay gente que no es susceptible ante ninguna cosa.
¿No es así?
Pero hasta un animal lo huele.
Y resulta que una vez lo viví con gente, nada, era una pareja terrible, y cuando tuvieron una pérdida esa madre, la mujer, llegó a decir, por un aire, un perfume...”Hay algo allí”, dice, “Dios mío, Dios mío, hay algo allí”.
Así es como cambió esa gente, solo porque la persona que había hecho la transición, a la que habían perdido —y fue culpa de ellos— volvió, simplemente les dio algo a oler.
Y en ese estado animal de esa gente empezó a haber un cambio debido a que a la madre eso le llegó a tocar.
¿No les parece curioso?
(Señor en la sala):

—Desde luego.
—Esas cosas pasan de vez en cuando, pero el ser humano no siempre las comprende.
¿Hay más preguntas?
(Señor en la sala):

—No, gracias.
—Gracias.
Aquí tengo: “¿Es necesario que el ser humano experimente y viva él mismo todo para asimilarlo?
Si esto es así entonces se desprende de ello que todos nosotros también hemos asistido a suicidios o que aún los tenemos que vivir”.
¿Es así?
—¿De quién es eso?
(Señor en la sala):

—Mío.
—Señor, todos hemos sido suicidas.
Y de verdad pensaba...
Tiene que aceptar, naturalmente, que hemos estado centenares de miles de veces aquí en la tierra.
Y eso no puede ser de otra manera, porque procedemos de la jungla hacia la matriz blanca, no de un arreglo bidimensional de números...

(Risas).

... sino según la raza blanca (véase el artículo ‘No existen las razas’ en rulof.es) y eso dura —se lo he explicado y lo puede leer en ‘El origen del universo’—, eso dura millones de años y para ello necesitamos un millar de vidas.
¿De verdad que pensaba que no hemos sucumbido en esos miles de vidas?
¿O supone usted que llegaremos a poseer los cielos, el reino de los dioses por una sola vida cortita?
Claro que no lo supone.
Y es que es imposible e inconcebible porque así no es.
Por tanto, claro que alguna vez nos hemos quebrado a nosotros mismos y a otros en ese largo camino, a través de todas esas vidas.
¿No creen?
Así que éramos suicidas, señor, y unos terribles aficionados al canibalismo.
En otra ocasión nos hemos reído mucho... ahora hemos constatado entre todos...
Alguien dijo: “¿Y qué es lo más rico de un ser humano?”.
Y dice: “Este trocito”, esto, la palma de la mano.
Dice el hombre: “¿Y eso cómo lo sabes?”.
Uno que había estado en Oriente.
Dice: “Señor, sigo comiendo personas, tan solo me hace falta poder agarrarlas”.
Dice: “Bueno, ya me encargará de llevar siempre un revólver encima”.
Era de Nueva Guinea, por allí, que tantos apetitos nos despierta, ya saben, ¿verdad?
Eso que Sukarno (el primer presidente de Indonesia después de declararse independiente de Holanda en 1945) tanto anhelaba tener, ese trozo.
(Voces desde la sala):

—Nueva Guinea.
—¿Cómo era que se llama?
(Voces desde la sala):

—Nueva Guinea.
—Ah, sí, algo así.
Y allí siguen viviendo...
Así que estamos muy contentos con un trozo de tierra, pero lo que vive allí suele dedicarse en general al canibalismo.
Entre esas personas hay quienes hablan holandés y que tienen conciencia, porque hubo algunos de esos caníbales que salieron por la radio.
Claro, esos ya no se comen a los humanos.
Entre ellos que se suponía eran doctores ingenieros tal y cual, de un negro azabache.
Miren, allí ya hay gente que...
Y entonces dice el propio chico: “Sí, adéntrese más en Guinea”, dice, “y cuando te das cuentas te han metido en una olla, el domingo por la mañana, y te aseguro que de allí ya no sales vivo”.
Y estuvimos hablando de la sopa humana.
No de sopa de gallina, señor, sino de sopa de humanos.
Mire, ¿se cree usted que eso no lo hacíamos nosotros allí cuando vivíamos en esa jungla?
¿O supone que esa gente tiene que seguir allí mientras nosotros aquí vamos adquiriendo conciencia, luz, vida, una estufa calentita, buenos alimentos? Nosotros hemos recibido conciencia y ¿Dios abandona a esa gente allí, sin más?
¿Es posible? ¿De verdad?
Bien.
Así que ustedes también arrastran centenares de miles de suicidios, yo también.
¿Que si seguimos haciendo eso ahora?
¿Ahora?
Creo que ya no.
¿Usted?
Señor, cuando alguna vez vea a un suicida, será mejor que no diga que ese hombre es tonto, sino que tiene que preguntarse —y así es como lo voy a considerar allí—: “Yo mismo, ¿me he quitado eso de encima?”.
Si un ser humano golpea a otro ser humano, señor, ¿qué hace usted entonces?
Cuando un ser humano es una carga para otro, cuenta chismes, habladurías y lo desintegra, ¿qué vamos a hacer entonces?
¿Estoy libre de eso yo?
Allí yo no me meto.
Mire, es cuando la vida empieza a valer la pena, porque uno empieza a verla de otra forma.
Pero ¿nos persiguen nuestras propias sombras?
No, señor, arrastramos toneladas enteras, incluso ahora, y eso es lo que se llaman las leyes del karma.
¿No lo cree?
Esto es esto, aquello es lo otro, y esto es asá y esto es aquello, tenemos desgracias, no avanzamos; queremos pero no podemos.
¿Qué es eso, señor?
Máscaras y máscaras y máscaras y máscaras, problemas.
Pero las hemos ido coleccionando, incluido el suicidio, todo.
Por aquellos tiempos éramos asesinos conscientes, ahora no me da la gana.
Si quieren hacerme general, digo: “Señor, vamos, lárguese de aquí con sus estrellas”.
Digo: “Entonces tendré que dar órdenes a la gente para que cometan matanzas, ¿no?
Pero ya no soy capaz de eso, ¿no?
Eso ya no me interesa.
Señor, me parece usted decrépito.
Eso de usted, señor, eso ya es parte de las eras prehistóricas”.
Ya no quiere usted jugar a ser general.
Ni siquiera quiere ser, señor, jefe de la policía, aquí, porque entonces uno ya no mete a la gente en el talego.
Ya ni siquiera quiere usted tener que ver nada con esa dureza y desintegración.
Si va a hacer este trabajo, si quiere vivir esta vida, señor, entonces en el fondo ya no hay ningún puesto de trabajo en la sociedad, o tendrá que ser capaz de valerse por sí mismo.
Entonces uno prefiere con mucho ir de puerta en puerta vendiendo flores, o trapos viejos, entonces uno cuenta mucho más para ese mundo de trapos viejos que sentado allí con una golilla de esas, diciendo: “Le impongo una pena de veinte años”.
¿Es verdad o no?
“A ese, ¡cadena perpetua!”.
Y hay uno... “¡Pena de muerte!”.
Pues, mi querido señor, ¿pensaba usted que el espacio, que Dios, que Cristo quiere que el hombre sea asesinado por el hombre?
¿Que hay un juez en la tierra que llega a hacerse con el derecho para decir: “Veinte años.
Cadena perpetua.
Que lo cuelguen”?
¿Se atrevería a jugar a ser verdugo?
Pero es la verdad, ¿no, señor?
Eso ya no lo hará usted.
Si usted acepta los diez mandamientos —es lo que nos preguntamos, lo dicen los maestros, lo vi de niño—: ¿como es posible entonces matar?
Entonces ¿como puedes destrozar a la gente?
¿Cómo puedes ir a Corea para que te den una condecoración?
Alguien regresa...
¿No ha vivido usted ese drama en el pasado?
Qué inconsciencia, señor.
Llega un barco de esos con combatientes de Corea.
Todavía hace falta, pero eso ya no es cosa mía.
Entonces dicen: “Qué cobarde ese”.
“¿Quién es cobarde?”, dijo Cristo. “¿El ser humano que clava un puñal, que lanza piedras? ¿O el que dice: ‘A mí pégame, pégame’?
En realidad, ¿quién es el cobarde?
¿Quién?
¿En qué fue Cristo grande y todopoderoso?
Vamos, demuéstrenlo.
¿Por qué?
Cuando estuvo allí ante Pilato y dijo: “No soy nada”.
(Alguien en la sala):

—Usted lo ha dicho.
—Es cuando a Él lo...
¿Cómo dice usted?
Entonces le escupieron en plena cara, en pleno rostro, lo torturaron y pegaron; Él no dijo nada.
Si hubiera dicho una sola cosa mala, habría perdido y depuesto Su sintonización divina, que es amor.
¿Entonces qué haces?
Llega un barco de esos, acuden los peces gordos, hay un ministro allí con una hojita en la mano: “Eh... hay que ver el... eh... trabajo que han hecho ustedes.

(Risas).

Eh... eh... ustedes han...”.
Llego otro que se pone a su lado y dice: “Ustedes... ustedes... ustedes han demostrado que... son auténticos so..., de verdad, ah, sí, auténticos so...”.
Se traban la lengua con cuatro palabrillas.
Es por el papelito, señor.
Ese general, ese ministro lo leyó así, dos frasecitas; lo vi en una película, ocurría en Róterdam.
Pienso: ‘Madre mía’.
Y tú ¿te tragas eso?
Había uno al que le faltaban un brazo y una pierna, ¿verdad?, en éxtasis: le estaba hablando el ministro.
Había otro que decía: “Han demostrado ustedes que el soldado holandés puede participar ante el mundo entero”.
¿Lo ve?
“Y..., eh...”.
También del papelito.

(Risas).

Y si uno va allí como ser humano, señor...
¿Todavía quiere meterse en eso?
Cielos, cielos, cielos, cielos, ¿es posible cambiar a esa gente?
¿Se lo pasó pipa allí en Corea?
Sí, perdió unos cuantos brazos y piernas.
Ya tuvo su juerga.
¿Compasión con esa gente?
Señor, cuando te ves ante estas cosas te haces tan duro como un trozo de granito.
Y no es tu caso.
Porque, ¿qué dice la ley?
¡No se metan en eso!
¡No metan las narices en la desintegración!
¡Váyanse a casa!
Y entonces digo yo, señor: “¡Flores!
¡Bonitas flores!”.
Bueno, bueno, miren eso, allá.
Se van a...
Miren, vamos, síganlos un poco.
Yo estoy mucho más tranquilo, señor.
Yo ya no participo en esa desintegración en nuestra sociedad.
Sí, estoy loco.
Allí piensan que soy un rebelde.
No, a centenares de muchachos se les ha regalado el antimilitarismo gracias a la Línea Grebbe (el libro ‘Hacia la vida eterna a través de la Línea Grebbe’).
Aparece un comandante que dice: “Ustedes, mejor váyanse, porque aquí ya hemos tenido a unos cuantos centenares de ese Jozef Rulof, no se puede hacer nada con ustedes, porque los ha estropeado a fondo”.
Gracias.
Digo: “No digas nada, si no hasta son capaces de agarrarte por las solapas”.
Y ellos para casa.
Señor, no mate.
¿Entiende?
Y ¿qué hemos...?
Le ofrezco imágenes para mostrarle, señor, que cuando empiezas con estas cosas, cuando vives lo que vivió esa madre, lo que vive ese hombre, que regresará un hijo que dice: “Padre, vuelve a casa, no pasa nada”.
¿Qué se cree usted? Que si nos pusiéramos a matar y a incendiar, ¿que ese mundo iba a poder alcanzarnos?
También, también.
Si somos susceptibles de hacer el bien, siempre llegará la voz desde el espacio.
Pero hemos sido asesinos, suicidas; mancillamos, somos cualquier cosa, hemos sido ladrones e incendiarios, y tal vez lo sigamos siendo.
¿Quién de nosotros es capaz de demostrar, bueno, cuando todo tiene que suceder: “Yo eso no lo hago.
Domino mi mano, esa voluntad tiene suficiente fuerza para no guiar esa mano”?
Pues entonces tendremos que volver a vernos todos alguna vez en los campos de concentración, porque allí lo han demostrado, gente que era capaz de eso.
Ha habido personas tan tremendamente torturadas y entonces... las he compadecido, ay, ay, ay, las he compadecido... han sufrido terribles torturas porque no querían contar nada, porque así habrían delatado a otras personas.
A esas personas las quemaron como ganado —ya saben, con la punta de un cigarrillo—, como antes con un hierro en la espalda, con hierro candante; y no dijeron nada.
Recurrieron a esa voluntad, señor, ahora para el bien, para uno mismo, el espacio.
Durante la guerra tuve un sagrado respeto por los miembros del NSB (Movimiento Nacional Socialista de Holanda; Jozef habla aquí de determinados hombres que conoció personalmente y no sobre el movimiento del NSB como ideología; el maestro Zelanus dice del NSB en la Conferencia 40: “... ese NSB maldito, desgraciado, inconsciente”).
El maestro Zelanus habló de eso el pasado domingo (véase ‘Conferencias’, parte 3, Conferencia 40), pero a esos ya los felicita (por su fuerza de voluntad, pero no por su ideología, que en su conferencia el maestro Zelanus llama “maldita, desgraciada e inconsciente”).
Dice: “Ya verás, André, después de la guerra veremos muchos.
Porque esa es la posesión del mundo si lo empiezan a ver espiritualmente.
Porque esas fuerzas... el ser humano que recurrió a esas fuerzas puede hacer más”, dice, “y es capaz de cualquier cosa cuando sabe”.
¿No es así?
(La gente en la sala asiente).
Tengo un sagrado respeto porque para nosotros eran los idealistas, pero advertí a centenares; así que sabían en lo que se metían.
“¿Por qué no vienes tú también?”.
Digo: “Hombre, no te metas en ese caos”.
Ni caso.
Bueno, pues yo ya no podía hacer nada, nada.
Se fueron.
Después de la guerra volvieron a visitarme: “¿Quieres verme todavía?”.
Digo: “Entra, amigo, vamos, entra”.
Digo: “¿Fue duro?”.
“Ay, Dios mío”.
“¿Fue difícil?”.
“Sí”.
Digo: “Imagínate que en esos tiempos hubieras tenido el sentimiento de poder escucharme: no habrías vivido esa desgracia.
Ya te podría haber hecho leer ‘Los pueblos de la tierra’, ya lo tenía listo en 1940”.
Pero ¿no hemos de demostrar de lo que somos capaces?
¿Y no tenemos que ganarnos nuestro sentimiento y conciencia?
Y es allí donde sucumbimos una y otra vez, siempre de nuevo.
Y todavía hay muchos, señor, que se suicidan y que se estrellan por ello.
¿Pensaba usted que no?
Pregunta usted aquí: “Cuando Lantos se hubo separado de su cuerpo no pudo acceder al mundo astral hasta que llegó el final de su vida terrenal propiamente dicha”.
Esto se refiere al libro ‘El ciclo del alma’.
Eso está claro.
“Pero ¿ocurre lo mismo si alguien pierde la vida por un accidente y hace la transición demasiado pronto?”.
Recientemente, hemos hablado sobre diferentes tipos de lechos de muerte.
Toda la noche —¿verdad que sí, señores y señoras, que estuvieron aquí?— hemos vivido esos estados, relacionados con muertes prematuras, y eso ya va muy lejos.
¿No es así?
La gente me preguntó aquí: “Es obligatorio, es posible, que demos al ser humano la luz de nuestros ojos, de la córnea?
¿Lo haría usted?”.
Contesté: “No, ahora ya no lo hago”.
¿Por qué no?
Se lo expliqué a la gente.
Cuando luego me vaya...
Y cuando te vas al ataúd es posible donar la córnea, y entonces quizá haya un ser humano que vuelva a ver por usted.
Y dije...
Primero dije: “Sí.
Adelante.
Estupendo, maravilloso”.
Pero va tan lejos —y vuelven a darme ustedes la razón— cuando de verdad uno..., cuando se vive en el otro lado en la primera esfera, donde uno es armonía, amor en todo, y uno descubre volviendo la mirada atrás que ese ciego, que ahora ve gracias a ti, hace todo añicos y roba y engaña al ser humano —es posible, ¿no?—, a uno le entra dolor por haber ayudado a alguien a comenzar a destruir, porque ese dolor y pena, esa paliza, le perseguirá a uno en ese mundo.
¿No les parece?
Así que eso ya ni siquiera lo hago.
Al final ya no es posible darle nada a un ser humano cuando estamos ante la ley, nada, nada.
Lo tenemos que hacer nosotros mismos.
Es una ley del karma, un trastorno.
Esa personalidad vivió una cosa en algún sitio, le quitó la luz de los ojos a algún ser humano y ahora, a su vez, se ha quedado ciega ella misma, de lo contrario eso no sería así.
¿Lo aceptan ustedes?
(Señora en la sala):

—¿Es igual con las transfusiones de sangre?
—Pues, señora, de eso también hemos hablado aquí.
Es igual.
Y la transfusión sanguínea, señora, dama, también entra en el ámbito de los problemas poderosos... problemas poderosos.
Esos asuntos los hemos tratado aquí.
La pregunta es ahora...
Esto está claro.
“Pero ¿también ocurre con alguien que muera por un accidente?”.
A ver, ¿qué quiere saber usted de ese accidente y de esa muerte?
Para mí hay miles de posibilidades.
Cada ser humano tiene, pues, su propio lecho de muerte.
¿Cómo es el estado de morir, de hacer la transición, el accidente? ¿Cómo es eso?
¿Es por su propia culpa?
¿Por negligencia?
¿Por ir como locos por la carretera?
(Señor en la sala):

—Un accidente de verdad, algo que ocurre completamente al margen de nuestra voluntad.
—¿Un accidente?
O sea, una muerte...
Miren, les voy a contar algo: un amigo mío se va a (la localidad holandesa de) Sassenheim durante la guerra, en 1944, y va allí con alguien, va allí para buscar comida.
Está cerca del túnel, cerca del túnel en (la calle) Leidsestraatweg y de pronto es como si oyera: “Jan, enciéndete la pipa”.
Y entonces ese hombre con el que había vuelto desde (la ciudad de) Leiden: “Yo sí que voy a seguir, señor, luego ya lo veré allí”.
El hombre sigue en bici, al mismo tiempo llegan los ingleses, bombardean el túnel y no quedan más que pedazos del señor; el que se encendió la pipa sigue vivo a día de hoy.
¿Eso qué es?
Y así hubo más gente que recibió advertencias.
En (la ciudad de) Den Helder había gente... él huía del peligro.
La casa en la que vivía sigue existiendo hoy en día; los niños volvieron.
El padre quería marcharse, no aguantaba más, se fue a Ámsterdam.
Consigue una casita en el campo, en las afueras de la ciudad.
Una mañana sale a echar un vistazo y recibe un balazo en la cabeza.
Adiós.
Simplemente, se echó en brazos de la muerte.
¿Es un accidente?
Los niños regresaron a Den Helder, han vuelto a vivir allí; el padre buscó su propia muerte.
Ha habido miles de situaciones de ese tipo.
Una señora en (el barrio de La Haya de) Bezuidenhout.
He oído montones de problemas de la gente.
Pregunté: “¿Vivió algo?
¿Lo vivió usted?”.
Pienso: ‘Cómo es posible’.
Por la mañana: huye de Bezuidenhout ante ese tremendo bombardeo, se va volando, no hay quien la pare.
Y ha habido más personas que lo vivieron.
¡Fuera de aquí!
Y ya a las nueva de la mañana, casi... a las siete de la mañana ya está levantada y agarra...: “No sé lo que ocurre, pero me quiero ir”.
Reciben cualquier historia, van a una hermana, o se van al centro de la ciudad y apenas han salido de allí o ya empieza el follón; libres.
Otros quisieran quedarse en casa, a cualquier precio; adiós.
¿Lo ven?
La propia vida...escuchen bien ahora, las cosas llegan hasta ese punto..., pero cuando estamos en armonía con la vida, con la vida, con la gran vida, con la poderosa vida de la que formamos parte, con el macrocosmos, con Dios, cuando estamos en armonía con todo eso, señor, señora, ¿se creen entonces que nos puede destruir una bomba de esas o cualquier bala de otros, un cuchillo?
¿Que nos pueden arrojar a palos de nuestra vida?
Es imposible.
Pero al ser nosotros mismos disarmónicos, al tener errores —hemos causado destrozos, señor—, se nos devuelve esa misma ley en nuestro camino, y se nos expulsa, se nos echa a palos.
Y ahora en eso hay... cada ser humano es otro problema, una ley, y todas las transiciones son, pues, o bien personales, bien según las leyes, o bien naturales, o bien habla la vida.
¿Entienden?
Y entonces hay miles de...
Y aunque uno escriba miles y miles de libros sobre todos esos lechos de muerte y todos esos accidentes y todas esas coincidencias, sea lo que sea, aun así no habríamos llegado.
Así de profundo es, pues, el ser humano.
Y es allí hacia donde esto nos conduce.
¿A quién de ustedes le queda alguna cuestión?
Comentaba usted las transfusiones de sangre, ¿tiene algún asunto más?
(Un señor en la sala):

—Sí, en el fondo lo que quiero decir es esto; mire, si alguien fallece puramente por un accidente, ¿experimenta entonces lo mismo que Lantos después de que se liberara de su cuerpo material?
—Miren, eso es lo que les pregunto, si usted sale de esa muerte por otra persona, si la atraviesa por otra persona, como ese accidente que le mostré...
No sé si usted quiere seguir a esas personas, pero ese hombre quedó libre, era su hora.
Aquí no está en juego ningún tipo de negligencia ni ninguna forma de buscar conscientemente la muerte.
¿No le parece?
Así que simplemente es el momento de la transición, porque Dios no conoce ningún lecho de muerte.
Y queda libre.
Pero si vamos conscientemente al suicidio, nos quedamos pegados al cuerpo, primero entramos a la tierra con él y después nos liberamos de él, porque se va pudriendo de forma consciente, debajo y dentro de nosotros.
Esos gusanos los sentirá usted en los ojos, porque se quedará pegado a ellos, porque es usted el sentimiento para esa vida, está pegado a ella por medio del cordón fluido, es imposible romperlo, porque aún no es su hora.
Es el mayor tormento, el más profundo, de los que puede vivir el ser humano: el suicidio.
Y cuando uno queda entonces libre, cuando se ha ido la putrefacción, el cordón fluido se desgarra, también tiene que romperse, porque ya no queda nada, solo quedan huesos, se desgarra, se libera y usted se irá —aunque todavía esté en otro mundo— al mundo al que llegó Lantos después de su proceso de putrefacción.
Si no tiene usted eso, señor, entonces o bien regresará al mundo de lo inconsciente, te conviertes de nuevo en un embrión, vuelves a nacer en la tierra, recibes un cuerpo nuevo (el segundo “o bien” no se expresa aquí, pero la otra posibilidad ya se ha mencionado anteriormente, es decir: acceder al mundo astral)...
Ahora eres holandés, pero entonces tal vez llegues a parar entre los franceses, o los rusos.
A la jungla ya no volverás, pero sí puedes ser todavía negro (véase el artículo ‘Anti racismo y discriminación’ en rulof.es), alguien de piel negra.
Puede ser que atraigas Harlem en Estados Unidos; andarás allí con mofletes bien gorditos y bien negros, y nadie conocerá a ese... ese... ese... holandés.
Sí, señora, Estados Unidos, Francia, Alemania, la jungla y todos los idiomas y todos los pueblos de la tierra que viven en nuestro corazón forman parte de nuestro subconsciente.
Señor, mejor no insulte a los franceses o los rusos; nosotros mismos fuimos eso.
¿No sienten, consideran, que todo es de justicia?
¿Entienden?
Si dicen que son blancos, señor, puede ser que vaya usted precedido por la irradiación negra, y entonces diremos: “Mira, allí va un negro”. (Véase el artículo ‘Anti racismo y discriminación’ en rulof.es).
Un negro blanco que es negro.
¿O no es así?
¿Tiene usted alguna cosa más?
Señora, ¿tiene usted alguna cosa más?
(Señora en la sala):

—No.
—Será mejor que no empecemos con las transfusiones de sangre, porque eso es un buen trecho.
Si lo quiere saber, lo trataré, pero entonces tiene que formular la pregunta.
(Señora en la sala):

—Hace un rato dijo usted: nada de ojos.
—¿Cómo dice?
(Señora en la sala):

—Aquello sobre lo de prestar un ojo, que eso estaba mal, por eso pensé: ¿será que entonces también está mal prestar sangre?
—Señora, la transfusión de sangre es igual de mala que prestar un ojo.
Llega la hora de la verdad.
No puede usted vivir en mi mundo ni yo en el de usted, ya no lo haré.
Y es que es lógico.
Pero cuando en un momento dado... —esa pregunta se me hizo aquí en la sala—, cuando en un momento dado es necesario..., hubo un señor que hizo esa pregunta y dice: “Mi hijo ha recibido una transfusión de sangre, ¿es bueno eso?”.
Yo le digo: “Sí”.
Digo: “Desde un punto de vista físico, para esta conciencia del ser humano: sí, ¿por qué no?
Pero ¿a dónde quiere llegar?
¿Conoce el médico la profundidad de la sangre?”, dije.
“La sangre tiene siete mundos y profundidades”.
Dije: “En la conciencia diurna la sangre está controlada y no constatan enfermedades”.
¿Es cierto?
Pero si regresamos un instante al pasado, a la tercera raza (quizá se quiera decir: “en la tercera generación”), señora, los hijos de tal y cual padre tienen tuberculosis y cáncer.
Sí, el abuelo también lo tenía, así que su sangre está dentro de mí.
Y es cuando emerge el cáncer.
Dije a ese señor: “No se preocupe, porque el tiempo para nuestra vida aquí es demasiado corto, porque ahora tiene que poder vivir ciento cincuenta años o ciento setenta y cinco años —tres veces esa generación—, pero entonces en su cuerpo aparecerán irremediablemente todas las desgracias desde esa sangre y quizá vaya arrastrando un cáncer, tuberculosis y quién sabe lo que haya padecido nuestra raza (véase el artículo ‘No existen las razas’ en rulof.es), nuestra familia en esos siglos pasados, eso saldrá.
O sea, me da un poco igual y no me hace mucha gracia cuando el médico me dice: “Oiga, señor Rulof, vamos a hacerle una transfusión de sangre”.
Digo: “Pues a mí mejor denme sopa hervida”, digo, “así tendré más..., así algún día podré tener al menos un complejo de gallina, pero a saber lo que recibiré ahora”.
¿Entienden? La sangre nos puede infundir alma y nos puede contagiar.
Y ahora es una imagen para el ser humano, una ley, ahora ya es asunto suyo lo que hagan ustedes.
Estamos ante cosas...
(Señora en la sala):

—Si morir tiene algo que ver con eso...
—Sí, señora.
(Señora en la sala):

—Pues entonces sí que se va a complicar un poco.
—Sí, señora, pero eso de morir no me da miedo, no me importa morir.
(Señora en la sala):

—No, pero ¿entonces no importa...?
—¿Lo ve? ¿Lo ve? Llegamos...
Sigue usted pensando de modo humano, yo ya no, al menos no como ser humano aquí.
Si su vida está en manos de la armonía espacial, ¿cómo podría morirme entonces cinco minutos antes de tiempo?
Imposible, ¿no?
Pero el ser humano que se enferma vive en disarmonía.
Y ese es el ser humano que tiene que adaptarse a la sociedad, a los estudiosos, al médico, tiene que aceptarlo, porque este médico colabora y está ayudándolo a quitarse de encima esa disarmonía social, corporal.
¿Ha quedado claro eso?
Así que tiene que decidir usted misma lo que haga.
Y eso hará, no se preocupe, porque cuando...
(Señora en la sala):

—Pero si entra en juego la muerte de tu hijo, entonces... (inaudible).
—Bueno, pero yo no tengo miedo a La Parca, porque me alegro de largarme.
(Señora en la sala):

—Es que no quiero decir eso...
—No, mire, con lo que tenemos que ver es con esa manera diferente de pensar y sentir.
Exactamente lo mismo que el ser humano que se alegra de que le condecoren, y de que le den esto y pueda alcanzar lo otro; ¿mediante la desintegración, la destrucción del ser humano?
Nosotros ya no.
Así que yo tampoco le tengo miedo a esa muerte, no tengo que ver con ella, porque no existe, me largo, continúo.
Y bueno, pues, que sea esta noche, en cinco minutos, por mí mejor que en dos semanas.
Le parece...
(Señora en la sala):

—Señor Rulof...
—¿Le parece horrible?
(Señora en la sala):

—¿Le puedo...?
—Todavía no hemos terminado, señora.
(A la otra señora): ¿Tenía alguna cosa más?
(Otra vez a la primera señora): Ahora puede empezar usted.
(La señora dice):

—Señor Rulof, todavía se hacen transfusiones de sangre, es más: muchas; pero se morirán de todas formas cuando llegue el momento.
—Ya estamos otra vez, ¿lo ve? Y entonces ya no sirve tanto operar.
He tenido entre mis amigos a médicos, los sigo teniendo, y me dice uno: “Pues, lo que es operar, hemos operado, lo querían a toda costa.
Es que no hay forma de que digamos: ‘Mira, mejor no lo hagan, porque tampoco servirá’”.
Así que encima lo intentan.
Abrieron el cuerpo.
Dice: “Y, claro, ya pudimos ponernos a coserlo otra vez, porque no había más que podredumbre, cáncer.
Muerto a los cuatro días”.
¿Acaso habría podido vivir esa persona, esa señora, ese hombre, otros cinco días si no la hubieran operado?
¿Y qué?
Dos semanas.
¿Y qué?
Dos meses.
Eso ya nos da igual si estamos muertos en vida, pero en dos meses bien que se pueden hablar unas cuantas cosas con los demás.
Podría haber usado usted esos dos meses para decirle a su padre, a Jacobo y Nico —a Nico de todas formas no lo tenemos a mano— y a Germán y a quien fuera, a sus compañeros de casa: “Oye, mira, en unas semanas ya no estaré, hablemos un poco”.
¿Tenían esa conciencia?
Entonces hay algo, hay conciencia, dirás: “No lo hagas, porque estás acabada”.
Si puedes hablar con el médico: “Doctor, dígame, ¿qué opina? Estoy esto, sé lo otro y sé aquello”, entonces te contesta: “Bien, hija, bueno, todo pende de un hilo, medio puntito sobre cien de que no esté acabada.
Porque usted no tiene miedo a la muerte, ¿no?”.
“No, doctor”.
“Bien”, dice, “pues, intentémoslo, hagamos esa apuesta, veamos lo que ocurre, veamos lo que vive en el interior de usted”.
Cuatro días después: muerta.
“Claro”, dice ese médico, “se habría ido de todas formas.
Y no hemos sacado nada en claro”.
Y usted, señora, ¿qué tiene que hacer usted?
¿Operarse?
¿Lo ve? Es una cuestión personal.
De todas formas no podrá actuar por la voluntad y la fuerza y los sentimientos de otra persona; a la hora de la verdad, usted actuará tal como es ahora.
¿Algo más?
(Señor en la sala):

—Sí.
—Sí, señor.
(Señor en la sala):

—Me gustaría preguntarle algo.
Mire, antes, cuando alguien tenía una úlcera de estómago —¿verdad?— o bocio —¿verdad?— no lo operaban, y se iba, sin remedio.
—Señor, es que eso es la comodidad de la sociedad.
¿Cómo dice?
(Señor en la sala):

—Pero en el caso de que sí lo operes, lo salvarás.
—Así que, según me comentan aquí, si al final uno lo acepta todo, ¿entiende?, estamos ante... ¿una casualidad?
No, entonces te encuentras ante una entrega general.
(Señor en la sala):

—Sí.
—¿Y es posible eso en esta sociedad?
(Señor en la sala):

—¿La entrega total?
—Es imposible, señor.
Uno ya ni siquiera tiene derecho a ella.
Es eso.
Si tiene usted una úlcera, y tiene otra cosa, y hay que operar, puede entregarse a esa sociedad, sin problema, porque de todas formas le faltará a usted la conciencia cósmica, espacial, de lo contrario no tendría esa úlcera.
¿No es así?
¿Lo ve?
Es decir, el espíritu le da a usted armonía y vida armoniosa.
Si mañana me martirizara una úlcera de estómago, ¿entiende?, y no consigo eliminarla por la concentración ni por esto y lo otro, y ese médico puede hacer algo con su bisturí, ¿cree usted que yo me opondría con tanta obstinación a su ciencia?
Ahora el maestro Alcar se inclina, Cristo se inclina y Dios se inclina.
Porque, ¿de dónde salen esos médicos, señor?
De una escuela que se ha construido en ese mundo: el conocimiento del otro lado, la Universidad del Mesías, llega a la tierra, el médico va elevándose y aprende a cada instante.
Allí lo vuelve a arreglar, infaliblemente.
Entonces seré yo quien tenga que inclinar la cabeza ante él.
Porque luego —así se lo he enseñado a la gente, y así es— en la tierra ya no habrá una ley del karma y ya no tendremos que ver con causa y efecto.
Más adelante en el mundo habrá aparatos, instrumentos que vencerán cualquier enfermedad.
Ya no habrá cáncer ni cólera ni lepra ni tuberculosis, más adelante se les conectará a un instrumento que nos alimentará cósmicamente.
Basta con que lean ‘Los pueblos de la tierra’.
Y, señor, cualquier desgracia se disolverá, no hay nada que se resista a eso, cada desintegración recibirá nueva alimentación.
¿No ha quedado claro eso?
Así que entonces habrá desaparecido.
Pero cuando tenga que inclinarme...
Si me rompo una pierna, señor, ¿no tengo que inclinarme entonces ante el médico?
¿Hay que volver a colocarla, no?
Esos, pues, son para mí los estados de adaptación ante la sabiduría.
No vamos a dar rodeos alrededor de la sabiduría.
Pero cuando se trata de la vida o la muerte, y si está en mis manos, al margen de esas desgracias y esos dolores, entonces empiezo a verlo de otra manera.
¿Entienden?
Y es cuando el ser humano tiene que decidir él mismo sobre el estado al que ha llegado a parar.
Y no sobre otras cosas que aún no conoce ni sabe y que tampoco llegarán todavía.
¿No es así?
(Al técnico de sonido): ¿Ya está usted mirando ese cacharro?
(Señor en la sala):

—Sí.
—Vaya.
Señor, ¿tiene alguna cosa más?
Gracias.
Entonces voy a seguir un poco.
Aquí tengo: “En casa me educaron en el protestantismo.
Hay tantas preguntas que la iglesia nunca ha podido o querido aclararme.
Las conferencias en (la sala) Diligentia me han llegado de tal forma que he conseguido ver respondidas varias preguntas.
Tengo problemas muy graves, entre otros este: tengo cuatro hijos, de los que según los médicos hay tres que son apáticos.
Uno de ellos ya lleva tres años en un psiquiátrico.
Y ahora, según los médicos, voy a tener que entregar también los otros dos.
La iglesia dice que son golpes por pecados, que he cometido yo o mis antepasados.
Siempre lo he creído, pero ahora ya no lo puedo aceptar”.
¿De quién es esto?
(Señor en la sala):

—Sí, es mío.
—Señor, esos hijos apáticos no tienen nada que ver ni con la iglesia ni con Dios, sino que usted tiene que vivir ese estado tal como sea el espíritu de esta personalidad.
Usted tiene que ver con esos hijos, esos espíritus, esos seres, esa madre, ese hombre, esa mujer con la que se encuentra ahora, pero que ha atraído por el matrimonio, eso es y forma parte de nuestra vida de ahora, es con eso con lo que tenemos que ver, de lo contrario no atraería usted esas almas.
Pero no es usted responsable de esas enfermedades.
Es esa vida misma la que se ha situado en ellas, y ese es el estado de la criatura.
¿Ha quedado claro?
Así que aquí ya estamos hablando del sentido de la justicia de Dios.
Pero el ser humano no lo entiende.
Usted no tiene nada que ver con esas personas en ese estado.
Esa imagen usted se la ha...
Mire, la iglesia lo que hará es machacarla un poco más.
Aún le queda un clave ardiendo al que aferrarse, pero este también se lo tiene que quitar de encima.
Por eso me salí de esa iglesia católica, ¿entiende?; porque eso es imposible.
Hace no mucho hubo aquí un chico que estaba... otra criatura apática, psicopática.
Dice: “Yo tengo tres”.
Dice: “Uno de ellos se cae al suelo desde una altura de seis metros y no le ocurre nada.
Pienso: ‘Gracias a Dios, está...’”.
Dice: “Me voy abajo.
Se levanta, me mira y se va arriba”.
Dice: “Usted pensará que soy duro, ¿verdad?, señor Rulof, pero debería usted vivir eso, un día tras otro.
Estamos siendo tiranizados”.
Digo: “Señor, es culpa de usted mismo”.
“¿Por qué?”.
“Se lo diré”.
Dice: “El otro saca el dedito por la puerta, o hace algo y se quema la mano entera.
También se cae, se rompe la pierna.
Él no”, dice, “él no.
Claro, será para mí, ¿no?”.
El hombre está desesperado, desesperado, desesperado.
Digo: “Señor, no se complique tanto las cosas”.
Digo: “¿Por qué no quiere que esa criatura salga de casa?
Puede librarse de ella”.
Ahí están los motivos: karma social, causa y efecto.
El socialismo es bueno, cuando es bueno.
Digo: “Señor, allí tiene un psiquiátrico, allí conocen ese estado y harán por la criatura todo lo que su mujer y usted son incapaces de hacer.
Pagará usted un poco de dinero, pero de verdad que se habrá quitado de encima esa desgracia.
¿Por qué no entrega a la criatura al maestro y la maestra que han estudiado para eso y se habrá librado de ella? Y sabrá: a esa criatura la están cuidando.
Y eso no es falta de amor, puede leerlo en ‘Las máscaras y los seres humanos’.
Esa criatura estará así mucho mejor que con ustedes”.
Y se acabó.
Pero cuando uno se hace la pregunta: “¿Eso lo he hecho yo?
¿Es por nuestros pecados que se nos han caído encima...?”.
Señor, no lo dude, déjelo de lado, porque eso es imposible.
De eso no hay, si no tampoco existiría Dios ni nosotros y andaríamos todos justamente al revés, hacia atrás, de espaldas hacia el sol.
O daríamos vueltas de campana.
Y la sociedad entera ya no significaría nada.
No se preocupe: puede arrojar el sol, la luna y las estrellas al fuego, si es capaz, y a Dios también.
Entonces mejor ya no crea en nada, viva como le dé la gana, y mangue y robe y mate e incendie tanto como quiera, porque de todas formas no hay un Dios.
Nosotros ya lo pensamos en el pasado y entonces actuamos como energúmenos desatados.
Pero más tarde, cuando uno empieza a mirar y a conocer las leyes, aquí o allá...
Quizá haya estado en un templo.
En esta vida tiene usted este sentimiento, está usted aquí y otra persona no está aquí.
Quiere usted leer esos libros y otra persona dice: “Y a mí, ¿qué me importa?”.
Pero es a usted a quien le entra el sentimiento de despertar.
Señor, no haga caso a eso, no se preocupe.
Ya tiene bastante tarea aquí para prepararse en esta vida, junto a su mujer, para otra cosa.
Esa alma, esas personas, esa personalidad que vive en este cuerpo, de esta criatura, las conoció usted en alguna de aquellas vidas.
Y ahora resulta que esa criatura se ha desatado aún más que usted, usted ya ha llegado al punto de que tiene un asidero social, es usted armonioso, la criatura aún no.
Y usted ha atraído a esa criatura porque tal vez le hayamos dado allí una paliza, en Francia, o en otra parte, en Norteamérica, en Alemania, no lo sé.
Y ahora, prepárese: en el momento menos pensado, después de miles de años, atraemos... volvemos a la tierra, vamos creciendo, nos casamos, atraemos una vida, y hay una criatura, un ser humano en particular entre todos que resulta que me dice: “Chsss, me toca mí.
Ya voy”.
Y entonces ya tenemos a papá y mamá.
Tienen un hijo, la criatura es apática; y otra, y otra.
¿Que tiene tres, me dice usted?
Ardua tarea.
Aquí decimos —y ahora nos da risa— sabemos que nos hemos portado como energúmenos.
Pero el ser humano que atrae eso tiene que aceptar: vaya, ¿qué me pasaba a mí allí y allá y allí y allá?
Y entonces uno lo ve de otra manera, lo vive de otra manera.
Sí que aparece el sol, solo que usted sabe, ahora lo sabe, y esa es la comodidad, vuelve a ser la fuerza, la armonía, ahora usted sabe: si es posible, va a hablar usted con esa criatura.
Haces algo bonito, haces otra cosa, empiezas a ver a la criatura de una manera muy diferente.
Ya no sientes ninguna extrañeza ante esta vida psicopática inconsciente.
Y esa fuerte presión de la iglesia ha desaparecido, porque Dios no castiga.
No, señor.
Aquí llega nuestro pecado —miren, sí que están cerca—, pero ese pecado regresa, hemos violentado una vida, ahora la tenemos delante de nosotros, pero libre, como una entidad propia.
Usted no tiene nada que ver con eso, señor.
Pero hemos de hacer algo aquí, y tiene a su criatura.
También puede ser su mujer.
Puede ser su marido.
¿Quién recibe golpes en esta vida?
La persona sensible.
El bruto no recibe ninguna paliza espiritual interior.
¿No es así?
El ser humano sensible termina quebrado, entre el hombre y la mujer, y quien lo quiebra no siente nada, no comprende que esa mujer o ese hombre se altere tanto: “Pero ¿qué pasa? Volví a decir algo”.
Pero a otro eso ya lo ha quebrado.
Ya solo con una palabra es posible clavarle al ser humano un cuchillo en el corazón, no en el material, sino en el espiritual.
Y este es más sensible que el material.
¿Me creen?
Porque, señores y señoras, sentimos el cuchillo en nuestra alma, y no en el corazón; y es el espíritu, son los sentimientos, la personalidad.
(Al técnico de sonido):

—¿Cuántos minutos más me concede?
(Señor en la sala):

—Dos.
(De nuevo al hombre de la pregunta):

—¿Le ha cambiado esto algo?
(Señor en la sala):

—Desde luego, señor Rulof.
¿Tiene más preguntas al respecto?
(Señor en la sala):

—No, señor.
—Gracias, espero haber podido ofrecerles algo.
Señoras y señores, el té está listo.
 
DESCANSO
 
—Señoras y señores, aquí tengo algo.
Alguien lo ha encontrado.
Tengo aquí una carta muy larga.
Señora, ¿me ha dado usted medio libro?
“¿Merecería la pena comentar los siguientes sueños?”.
Bien, bien, así que nos vamos a los sueños.
“Si no fuera así, deje a un lado estos papeles, por favor”.
Bueno, primero leeremos lo que contienen.
Tenemos curiosidad, señora.
“Gracias por adelantado”.
Bien, vamos allá: “Hace mucho tiempo, aún antes de haber tomado conocimiento de la doctrina de los maestros, soñé lo siguiente: me encontraba en una gran habitación, vacía.
Las puertas acristaladas se abrían hacia fuera, y también estaban abiertas.
Cuando me atreví a acercarme al borde más exterior del suelo, o sea, donde esas puertas, vi un precipicio.
Así que no podía salir de allí sin descalabrarme.
Pero de pronto mi mirada fue atraída hacia un punto a la derecha, más arriba, y allí vi una gran bola.
Quizá con un diámetro de un metro.
Esa bola colgaba entre el cielo y la tierra...”.
¿Como la luna, el sol y las estrellas, algo así?
(Señora en la sala):

—Solo que mucho más baja, claro.
—Ah, ¿es que hay muchas más de esas bolitas allá?
“Y estaba plagado de estrellas”, anda, “soles y plantes”.
¿Esa bola en concreto?
(Señora en la sala):

—Sí.
—Esa en concreto.
“Me quedé fascinada por lo que vi y durante mucho tiempo pude conservar el sueño con nitidez, pero ahora todo ya está difuminándose.
Más tarde, esa misma bola estaba colgada...”, en su salón.
(Señora en la sala):

—En ese mismo sueño la bola llegó a estar colgada en el salón.
Señora, dama, señorita.

(Risas).

Sí, mire, señora, dama, y entonces, claro, podía haberme detenido, pero de pronto apareció otra cosa y ella me contó: “Señora no soy, para nada, soy...”.
Esa bola con esas estrellas y los planetas fue un sueño, un sueño premonitor de que usted llegaría a tener que ver algún día con esa sabiduría.
Una noche tuvimos aquí a un chico que dijo: “Señor Rulof, ¿no le parece extraño? Antes de que lo conociera a usted, trabajaba con un patrón, soñaba que estaba trabajando con un patrón y que empecé a relacionarme con libros, que trataban de todo, de esto y lo otro”.
(Señor en la sala):

—Este chico trabajaba donde ese patrón.
—Sí.
(Señor en la sala):

—No soñaba, sino que trabajaba allí.
—Trabajaba donde ese patrón.
(Jozef acaba el relato): “Y ahora tengo los libros delante de mí”.
Es un ejemplo de cómo la gente tiene sueños que predicen en realidad a dónde irá la personalidad.
(Jozef continúa para la señora): Esa bola, pues, ese globo terráqueo, ese planeta y esas estrellas...
Ahora tenemos en nuestras manos ese macrocosmos como bola, porque por medio de los maestros hemos recibido veinte, veinticinco libros y ahora la conocemos.
Así que eso sí se ha convertido para usted en verdad, se ha hecho verdadero.
¿No es así?
Hay un montón de cosas en eso, desde luego.
Su vida entera tiene que ver con eso.
En segundo lugar: “Quizá un año más tarde soñé que me encontraba en el campo, con otras dos personas.
Primero estuvimos caminando, pero después nos sentamos a conversar.
No recuerdo sobre qué.
Pero el terreno era verde y con colinas.
De pronto vi un punto en el cielo, muy pequeño, pero me llamó la atención.
No sé si los demás lo vieron.
Ya no les hice más caso y observaba ese punto.
Poco a poco fue descendiendo, se fue agrandando y al final empezó a adoptar una forma.
Cuando pude percibir la forma plenamente vi una silueta de hombre, ya no joven, pero con un rostro de una cordialidad inolvidable, enmarcado por rizos de un gris plateado.
Los ojos eran de color azul celeste, y estos ojos y esa sonrisa eran extraordinariamente encantadores y tiernos, ay, tan amables y cariñosos.
En la mano derecha sostenía un rollo de pergamino, envuelto y cerrado, de unos veinticinco a treinta centímetros de ancho.
Cuando se posó en el lugar de destino, o sea, que seguía estando entre el cielo y la tierra, desenrolló el papel, que se convirtió en un trozo de casi medio metro de largo, y había bastantes cosas escritas sobre él.
Pero entonces vi la otra aparición ya no muy cerca por encima de las cimas de las colinas, sino que permanecía más arriba.
Solo entonces empecé a ver de verdad que me encontraba en un paisaje montañoso.
Al estirarse uno, era posible ver lo que había sobre el papel”, vaya, qué curioso, “que la figura sujetaba en ambas manos extendidas, como para mostrarlo a todos esos hombres y mujeres y niños, que también empecé a percibir solo ahora.
Todos estaban alrededor de la aparición, pero esta no tocaba la tierra.
Entonces dije con pocas palabras a mi compañía que yo también tenía que estar allí.
Y justo estuve a tiempo para ver desde atrás, estirándome de puntillas, que todo estaba escrito en inglés.
Pero me sentía acelerada, también por la posición incómoda, y solo leí la firma, que era muy clara, y que tuve presente durante mucho tiempo.
Ahora ya me acuerdo con exactitud”.
Una lástima.
“Pero el nombre empezaba por Mac y luego el resto, Maclé, o algo así.
Cuando tuve este sueño aún no conocía a nadie en Inglaterra, ni siquiera sabía que algún día fuera a ir.
Así que el paisaje que luego vi en la realidad me permite asegurar ahora que también estuve en Inglaterra durante ese sueño.
A pesar de todo el cariño que emanaba de la aparición, esta sí iba vestida con traje negro, pero los ojos, el rostro, el cabello y también las manos los recordaré siempre, eran de una rara belleza.
En los tiempos de este sueño sí que seguía ya las conferencias y las noches informativas”.
¿Y ahora quiere saber lo que es?
Vamos a ver, tiene usted... su vida interior está abierta, estaba abierta a la sabiduría más elevada en esos tiempos y los otros.
Y ese hombre de allí de negro es...
Si ese hombre, esa aparición hubiera tenido una túnica celestial, usted no lo habría comprendido para nada.
Pero ese hombre quiere decir: mira, la conduzco hacia la sabiduría, a través de la muerte.
El negro es la muerte.
Esa luz usted no la había comprendido todavía.
Al estar encima de una montaña y aun así fuera visible ese documento, ese pergamino, quería decir: voy...
Es decir, esa imagen, si yo la hubiera visto, habría comprendido de inmediato: esa imagen va a venir, llegará desde un espacio encima de la tierra, y no la tocaba.
Así que: “Me libero de la tierra, pero me conecto con la vida de usted”, y ese es la muerte, es la oscuridad, son las tinieblas, “pero le mostraré lo que tengo”.
Y entonces usted sí pudo..., aunque él se encontrara arriba, aunque esté por encima de la tierra, esa aparición..., o quien sea, puede ser Dios, puede ser Cristo, sea quien fuere, da igual, pera esa aparición procede de aquel mundo de allí y le puede mostrar, aun así, todo, irrefutablemente, porque usted se encuentra encima.
Eso de estar lejos, dice Frederik en ‘Las máscaras y los seres humanos’, es encontrarse cerca.
Y ahora tiene usted..., tiene usted aquí una de esas cosas, está lejos, muy por encima de la tierra y aun así cercano, porque puede leer en ella todos los días.
¿No está claro?
Puede leer usted todos los días en la sabiduría de ese mundo si se abre usted y si lo desea.
Es un sueño muy hermoso.
(Señora en la sala):

—Pero el idioma inglés, ¿tiene algo que ver?
Puede que allí ya haya tenido contacto con ... ese idioma inglés puede haber tenido que ver con ello, para todos allí.
Pero sí que fue una vida con la que usted tuvo que ver.
¿Entiende?
Usted, en esos tiempos, ya estaba, como si dijéramos, en ese idioma inglés —por lo visto se encontraba usted entonces en Escocia o vivió usted entre los ingleses o donde fuera, o en la India—, pero es en ese idioma, como si dijéramos, que usted despertó para esto.
Y ahora que está usted aquí regresa ese contacto.
Esa es la reencarnación, porque aquí habla el idioma.
(Señora en la sala):

—Y esa firma, quizá sea una pena que ya no esté muy segura de cómo era, ¿no?
—Bueno, no le sirve de nada, pero podría haber... creo que así es como usted regresa a un pasado, que vuelve a una reencarnación.
Y por medio de esa firma...
Puede que haya sido su propio padre, quién sabe.
Hay personas que han soñado cosas poderosas, como esta en su caso.
Por ejemplo, hace poco hubo alguien en la sala y dice: “Yo también he vivido algo así.
Era pleno invierno.
Estaba sentado encima de un trineo de pinchos (pequeño trineo que se propulsa con bastones puntiagudos que se clavan en el hielo)”.
¿Se acuerdan?
“Y me iba propulsando con los bastones.
Y ese camino era blanco”.
Digo: “¿Blanco del todo?”.
“Sí”.
Digo: “Entonces está muerto ese camino”.
“No, era nieve”.

Da igual.
Entonces se acercó a unas personas, y dice: “Venga, tú, sigue, continúa”.
Pero él quería mirar.
Y cuando ya se disponía a mirar a la gente, a la izquierda, entonces estaba..., dice: “Ya me había perdido algo.
No me sentía a gusto”.
Dice: “Y entonces estos dijeron: Con que no te apartes nunca de ese camino, siempre llegarás a un final bueno”.
Dice: “Señor Rulof, tal le parezca extraño, pero al final de ese camino estaba usted”.
¿No?
Algo así dijo.
(Gente en la sala):

—Sí.
—Dice: “¿Tiene que ver con usted?”.
Digo: “Señor...”.
Dice: “Y aunque solo haya estado un par de veces aquí, ahora comprendo que estoy sentado en el trineo”.
Y si ahora va a la derecha y se encuentra otra vez donde la otra especie, ya podrán contarle lo que quieran, pero habrá otro que le dirá: “Pero, señor, agárrese a eso, porque entonces uno va seguro, así se avanza”.
Hay que clavar los bastones por un solo camino.
¿Entienden?
Tuvo una visión muy bonita, un sueño precioso.
Hay personas...
Hace poco hubo un sueño en (la revista) ‘Vizier’, seguro que lo habrán leído, de un capitán que predijo exactamente la caída de esto, lo otro y aquello.
Ese almirante tenía los días contados y todas esas cosas.
Pero cada ser humano sueña.
Y unos tienen sueños delirantes, entonces la personalidad está reviviendo cosas y se arma la marimorena.
Pero de una manera que impone por su agudeza, una agudeza infalible...
Yo también soñé mucho en esos tiempos, pero entonces fueron visiones para mí, miren, por ejemplo, cuando el maestro Alcar me veía demasiado cansado durante el día y me llevaba con él al sueño.
O me sacaba un momento, pero eso no lo podía hacer siempre, porque entonces mataba el contacto, sobrecargaba el contacto del desdoblamiento corporal.
Así que tenía que conseguirme de otra manera, y entonces me lo daba así, y me daba aquello.
Y yo veía al enfermo, hablaba con la persona enferma, y al día siguiente me iba andando directamente a ella y decía: has hecho esto y lo otro, lo haremos así, porque esto es.
Y entonces yo ya lo tenía en un sueño.
O la carta en mi bolsillo, y la carta empezó a hablar, o así, o así, o así, entonces se te transmitía la visión, infaliblemente.
O sea, entonces hay contacto directo.
Pero ahora puede usted vivir esto por su propio desdoblamiento, por su vida.
Ya lo habrá entendido: nuestra reencarnación, nuestras vidas anteriores nos envían hacia los sueños, a otros países.
Se encuentra usted ante la gente y dice: “Santo cielo, ¿por qué los conozco tan bien? ¿Por qué me siento atraído por esas personas?
Quizá sea su propio hijo, su madre, su padre.
Les digo, y pueden aceptarlo sin problema, lo he visto yo mismo, es posible que yo..., cuando...
El maestro Alcar dice: “¿Quieres ver a tu familia?”.
Dice: “Sí”.
“Entonces el mundo entero es tu familia”.
Y entonces vi centenares de miles de madres mías, padres míos, pero yo también era padre y madre.
Y mirara donde mirara me chocaba el cuerpo contra una criatura mía.
No, me chocaba con el espíritu.
Hemos tenido millones de vidas.
Y ¿tan extraño es todo lo que tenemos aquí?”.
Ni siquiera quiero decirles buenos días a esas criaturas mías aquí.

(Risas).

Y como padre y madre... si me pongo a hablar como padre y madre...
Alguna vez he hablado aquí con gente...
Aquí tengo: André.
¿A qué debo mi nombre de André?
Eso quedó predeterminado de antemano.
Aquí... esa mujer ya falleció.
Pero ya antes de la guerra el maestro Alcar había preparado una carta.
Dice: “En tal y cual tiempo vendrá alguien y es tu madre de Francia (de una vida anterior de Jozef Rulof; véase ‘Jeus de madre Crisje’, parte 3). Acéptala a ella, a ninguna otra persona”.
Bien, me quedé esperando.
Y a los tres meses viene alguien a verme, que dice: “Esta madrugada he visto a Anthony van Dyck, me dice: ‘Soy Anthony van Dyck.
Vete a Jozef Rulof, allí habrá algo para usted’”.
Y ella que viene a verme.
Y dice: “Tengo que ayudarlo, un momento solo”.
Digo: “Bien”.
Y entonces cogí esa carta y digo: “Mejor lea eso”.
Y tuvo el sueño.
Yo tenía la prueba.
Digo: sí, eres mi madre de allí, allá y allá.
Digo: Y ahora le he...
Entonces se me pasó por la cabeza: ‘Claro, ahora me va estar dando la lata’.
Durante siete años —ese amor se fue despertado— la estuve recibiendo todavía una vez a la semana y entonces ahí estaba yo y hacía sentarse a mi mamá de Francia; y entonces ayudábamos juntos.
Tuve que dejar de lado mi trabajo.
Y entonces nos íbamos los miércoles de las cuatro y media..., de las tres y media a las cinco y media, ... las cuatro, de las cuatro a las cinco y media.
Y nos poníamos un rico té, yo listo para ponerme a escuchar a mi madre de Francia.
Pienso: ‘Hay que ver la que me han preparado esos de allí’.
Hemos estado durante siete años al servicio de esa vida.
Y cuando llegó la guerra, tuvo que mudarse, entonces pensé...
Entonces por fin me había...
Digo: “Por fin me he librado de Francia”.
(Señora en la sala):

—¿Era simpática?
—¿Cómo?
(Señora en la sala):

—¿Era simpática o no?

(Risas).

—Pero siete años, siete años.
¿Serían capaces ustedes de aguantar con una persona dos años, dos meses, a la que no conocen, así, sin más, y que no deja de venir a casa?
Y, no, señora, no era simpática, porque siempre me estaba exigiendo de todo.
Al final ya no consentía, como si dijéramos..., porque eran unas horitas de ella.
Y nosotros que nunca decíamos nada.
Entonces dice el maestro Alcar: “Si te puedo quebrar ahora, André, lo haré”.
Digo: “Ya veo que hace todo lo posible, pero a mí no me conseguirá.
Vamos a aguantar”.
Y entonces fuimos cultivando capacidad de resistencia.
Vamos, comiences con eso, señoras y señores.
Así es como he tenido que hacer mi trabajo.
Capacidad de resistencia.
Estábamos sentados; té, tranquilamente, nada...
Bueno, de vez en cuando traía unas galletas.
Y a hablar.
Jozef empezó a ver y habló de André, este hablaba de Jozef y yo hablaba de los viajes en el más allá y de todo, de todo, de todo.
Durante siete años.
Y entonces llegó la guerra y encima le extrañó que ya no los invitáramos cuando esta acabó.
Digo: “Ahora ya se terminó mi karma.
Ahora te tocará valerte por ti misma”.
Pasé a su lado como si fuera aire.
Ahora eso lo he vivido, y me encontraba ante eso, ante aquello y ante esto, y allí, allí y allí.
Digo...
Maestro Alcar: “¿Ya no eres capaz de cargar?”.
Dice: “No, a esa gente ya tampoco la ves”.
Pero si lo sabes, ¿no es una gloria, pues?
Y así, créame, que puedo explicarle, señora, señorita, dama, que en Escocia o Irlanda o a donde llegara usted, en Rusia, y allá y allá y allá, que de pronto se encontrará ante un ser humano que no conocerá y por quien sienta algo.
Y no somos ajenos los unos para los otros.
Aquí, sentado entre el público, hay un abuelo mío también; es, por cierto, una de mis madres.
Tengo aquí a tres hijos, cuatro.
Si, todos son niñitos míos.
¿Lo ves?
Pero no lo aceptan.
El señor De Wit también, ¿verdad?
Usted es un muchachito mío, ¿verdad?

—Sí —dice el señor De Wit—, ya tengo ganas de saberlo.

Conmigo nunca le ha ido de mal en peor.

¿Cierto o no?
Aun así, es usted mayor, y aun así, puedo decir: “Él es un hijo mío”.
Me dirijo muchas veces a la gente.
“Y ¿qué puede hacer uno con ellos?”.
Digo: “Vaya, es que no puedo ir a volver a vivir en esos tiempos pasados”, porque eso es imposible.
Porque puedo cargar sobre las espaldas todos los mundos, pero me faltan los recursos para ello.
Aquí, en La Haya, andan hijos míos y suyos, y no tienen qué comer.
Señor, lléveles alguna vez un billete de dinero, un billete de dinero.
Y en cinco días te quedas sin blanca.
Menos mal que no sabe usted nada de reencarnaciones.
Ya no le quedaría nada.
En la época de la guerra había gente desconocida que venía a verme, me dice uno: “Señor, no le parece extraño: esta mañana tenía quinientos florines en el bolsillo, ando justo por allí”, en la guerra, “ando justo por allí, salgo de la calle y adiós dinero”.
Digo: “Señor, esas historias las conozco”.
A las siete menos cuarto me despierto.
El maestro Alcar dice: “Vamos a ver, tú estate a las diez menos cuarto en la esquina de esa calle y la otra”, en la esquina donde vivo yo, “y te toparás con una viejita de ochenta años”.
Y esa es que es una madre de este y aquel tiempo.
Es cuando fuimos a parar a Finlandia.
Pensé: ‘Qué risa’.
Dice: “¿Por qué no iba querer darte esa prueba?
Te has perdido algo”.
Dice: “Pero ella necesita veinticinco florines”.
Y ahora puedes decir, señores y señores. “Qué bonito”.
Habría sido capaz de regalar todo lo que fuera mío por esos contactos, porque todo lo que entraba en mis bolsillos durante la guerra gracias a mis cuadros volvía a salir por allí.
Porque entonces podías dar cosas, entonces uno podía entregar cosas a la gente.
Y yo: a las diez menos cuarto en la esquina, justo a la vuelta de la esquina de mi casa, ya saben dónde vivo.
En la calle Willemstraat, allí, a la vuelta de la esquina, donde venden tabaco, allí al otro lado llega dando pasitos la viejita.
Digo: “Buenos días, señora”.
“Buenos días, señor”.
Continúo andando, pensando: ‘Mejor no reacciono ante esto’.

(Risas).

Y no doy ni tres pasos más, me quedo detenido, ella también se para.
Digo: “Buenos días, madre”.
“Buenos días, señor”.
Una mujer simpática de esas de Scheveningen.
Digo: “Tenga”.
Entonces dice: “Señor, eso yo ya la sabía anoche, tiene usted veinticinco florines para mí”.
Opté por mejor no decir nada sobre Finlandia, donde habíamos vivido.
Aunque podía haberla abrazado hasta aplastarla a muerte, pero...
Entonces la gente dice: “Estás loco”.
Pero había besado a mi propia madre.
Un amor mío de tal y cual tiempo.
¿No le pasa eso a usted, señora? ¿No tiene esos encuentros?
Pues, entonces es su propia culpa.
Pero un pequeño contacto de esos, señora, me merece la pena miles de florines cuando los tengo.
Y así es la infinitud, y así es la vida.
¿Por qué no habría conocido usted al tal Maclé en Escocia?
Quizá haya vuelto usted a hacer una visita a su madre o padre.
¿No le parece divertido, señora?
Tengo las pruebas.
Tengo las pruebas.
Y esto no son cuentos, señora, son acontecimientos sagrados.
De esta forma más de una vez he...
La otra vez me dice el maestro Zelanus en Diligentia —y eso usted no lo oyó, durante las conferencias hablamos muchas veces—, dice: “¿Ves esa criatura mía allí?”.
Digo: “Sí”.
“Mi criatura”.
Digo: “Cómo es posible”.
Sí, dice, fueron a tal y cual sitio.
Y en Ámsterdam había visto a su padre, a una madre, allá.
Dice: “Pero no voy a reaccionar”.
Muchas veces están en la primera fila.
Dice: “Hay dos allí, vienen muchas veces aquí”.
Vienen y entonces le encanta hablar con ellos, ¿verdad?
“Tiene preguntas hermosas”.
Dice: “Pues, deberían saber que yo, en tal y cual sitio... que fuimos uno.
Conmigo, mi propia sangre”.
Aún ahora ve su sangre.
¿No te gusta?
Y eso para aquel mundo, volver la mirada aquí en la tierra.
“Pero”, dice, “ella y él y ella y ella y ella están todos ante sus propias vidas”.
Ahora lo que tiene que hacer usted es que tenga qué comer.
No podrá usted cargar esa humanidad entera, porque tenemos que conseguir que en nuestra vida tengamos fundamentos armoniosos.
Es decir: tiene que hacer que su vida salga lo mejor posible.
Y uno ya no puede volver.
Y luego, señor, ¿no le parece bien, señora, que haya una muerte y que algún día eso por fin acabe?
¿Está mal eso?
Ya no los vuelves a ver.
Pero sí en el otro lado.
Aunque si les hemos hecho algo malo a esas personas, ¿no cree usted, señora, que vendrán a vernos alguna vez y que volveremos a darlas a luz, a crearlas, y que les pondremos los pañales?
¿Y que luego nos darán una buena tunda como padre y madre?
Porque entonces uno dice: el hijo de usted.
Pero no lo es.
Allí, en el espacio, no hay hijos, todas son almas viejas.
Entonces me dice el ser humano: “Es un alma vieja, señor”.
Digo: “Y usted, ¿qué edad tiene usted?”.
En el espacio el ser viejo no existe.
Lea ‘Las máscaras y los seres humanos’.
Estamos en ello, hemos hecho ochenta pinturas, sobre porcelana; cuando me pongo a mirarlas la cabeza todavía me da vueltas.
Ni una hora después, me han atravesado ochenta, ni una hora después el maestro Zelanus dice: “¿Qué haremos?”.
Digo: “Pues, sí, ¿qué hará usted?”.
Dice: “Venga, voy a convertir ‘Las máscaras y los seres humanos’ en un poderoso guion”.
Y con eso estoy ahora.
La primera parte ya está cerrada.
Señora, ¿quién tiene un millón para mí? Así le daremos al mundo la película ‘Las máscaras y los seres humanos’.
Ojalá pudiera ver eso en el cine.
Creo que iría usted a ver esa película diez veces.
(Una señora en la sala dice algo).
¿Cómo dice?
Creo que eso lo preparará el maestro Zelanus en un pispás, en unos días, en diez o quince días.
Y entonces vamos al palacio Loo (palacio de la princesa Guillermina).
Y yo intentaré conseguir mis dos millones.
Entonces mi sueño no habrá sido más que un sueñecito patético, señora.
Usted aún tiene sueños maravillosos, pero si me quiero poner a soñar y se trata del dinerito, pienso y sueño una y otra vez para la humanidad: ¿qué es lo que podría ofrecerle a la humanidad con este guion?
Los libros de Jeus en una película, ‘Las máscaras y los seres humanos’ —tengo tres guiones en casa—, tenemos ‘El ciclo del alma’.
No tenemos dinero, no tenemos nada.
Hacemos cosas en la sociedad, pero dinerito, nada.
He escrito pero no he recibío dinero.

(Risas).

También escribí a nuestro príncipe.
Digo: “Dedíqueme cinco minutitos de su excelentísimo tiempo para recibirme”.
En ese momento ya había cometido un error, porque debería haber escrito “Su...”, ¿qué exactamente?

(Risas).

Y me dice: “No, el príncipe no te puede recibir”.
Pero esto es para la felicidad de la humanidad, ¿o no, señor?
Deberíamos irnos todos a la plaza de Groenmarkt, un millón de personas, bien, y en media hora todos habremos perdido las manos.
Ya estamos: allí andan los locos de Jozef Rulof.
¿Por qué? ¡Dennos un millón!
Tenemos montones de millonarios en todo el mundo, ¿no?
¿Cómo podemos conseguir el dinerito, señor De Wit?
Oiga, señor De Wit, no diga a los demás: “¿No sabrás tú...? Ay, no, ¿no sabrá usted cómo podemos..., cómo podemos hacer dinero falso?”.

(Risas).

Alguna vez ya he intentado conseguir una emisora para situarme entre las de la (independiente) AVRO y la (protestante) VPRO: “Les habla la voz del universo”.
La voz del espacio.
Pero esta..., esta..., pero, ejem...
Y entonces lo haré así.
Pero allí no me quieren.
Dicen: “Todo el mundo, todo el mundo te conoce allí”, en toda la (región de) Achterhoek leen mis libros.
Pero ahora estoy devanándome los sesos sobre cómo poder hacer dinero falso.

(Risas).

Dinero falso, y ¿por qué no?
Billetes de setenta y cinco florines.
No de setenta, sino de setenta y cinco.
Vamos a seguir, señora.
¿Le ha quedado claro?
“Más tarde todavía soñé que estaba sentada junto a un encantador riachuelo”.
Ah, pues yo también he estado allí alguna vez.

(Risas).

Allí están otra vez.
Pero ¿es que no han estado todos alguna vez junto a un riachuelo por donde corre el agua —ya saben— del que los poetas dicen: el agua discurrió a mi lado entre murmullos.
¿Nunca han estado alguna vez sentados junto a un riachuelo con truchas?
No habría truchas en el suyo, ¿no?
(Señora en la sala):

—No, señor Rulof.
—“Más tarde todavía soñé que estaba sentada junto a un encantador riachuelo”.
¿Estaba el riachuelo en la hierba, o esta en el riachuelo?

(Risas).

“Estaba..., estaba junto a un riachuelo encantador, en la hierba”, ah, sí, “junto a un riachuelo encantador, debajo de un árbol frondoso no muy alto.
La hierba era aterciopelada y suave, y la sillita junto al riachuelo era tan indeciblemente encantadora que jamás hubiera querido irme de allí.
Pero por dentro había una vez que decía: ‘Es la hora’.
Y cuando me estuve haciendo la remolona, me echaron de allí con una suave insistencia.
Sabía que tenía que irme.
Entre suspiros me levanté del lugar y desperté de inmediato, claro, con gran remordimiento, porque ¿cómo no extrañar esa sensación?
Pero durante mucho tiempo, hasta hoy mismo, pude seguir sintiendo la delicia de ese rinconcito junto al riachuelo en ese hermoso y encantador paisaje”.
Señora, me muero día y noche por estar en mi bosque, señorita.
Todavía sigo en mi (comarca de) Montferland y me la recorro volando, y allí no había riachuelos con aguas mansas, sino que allí estábamos en los bosques, en los árboles.
Es un sueño —fue usted quien lo soñó— que puede volver a soñar y vivir todos los días, porque eso es algo que cada uno puede conseguir.
¿Es así?
Es algo que uno mismo puede erigir, ese sueño.
En la realidad.
(Señora en la sala):

—Sí, pero no tan encantador.
Era de una belleza fuera de lo común.
—Si usted el silencio...
No sé, antes de la guerra teníamos allí..., teníamos Segbroek (un barrio de La Haya), allí donde la calle Sportlaan.
Y entonces iba..., algunas veces íbamos por las mañanas a caminar un poco, o por la tarde, y allí también había ese tipo de riachuelos, ese riachuelo que lo atravesaba, un pequeño puente, y allí, pues, me ponía muchas veces.
Pero cuando no hay otras personas y estamos alguna vez en otra parte, pues entonces sí que sientes que te vas haciendo uno con la naturaleza.
Y entonces echas muchas cosas de menos.
Porque eso ya no volveremos a recuperarlo nunca, eso solo se puede vivir allí de sentimiento a sentimiento en la naturaleza, en ninguna otra parte.
Pero no es un sueño místico, que tenga una sintonización espiritual: es volver a vivir lo que uno ha vivido alguna vez, de una forma corriente y moliente.
¿También lo acepta?
(Señora en la sala):

—Sí.
—¿Lo ve?
¿Tiene más preguntas sobre esto?
(Señora en la sala):

—No, gracias.
Bien, ya no me quedan cartas, así que puedo orientar el micrófono hacia la sala.
¿Tiene alguna cosa sobre otro asunto?
(A alguien en la sala):

Dígame, señor.
(Señor en la sala):

—Sí, sobre el caso que le conté hace tiempo.
—Ah, sí, ¿qué quiere saber sobre eso?
(Señor en la sala):

—Trata sobre una pregunta de hace un rato, sobre un accidente.
—Bien.
—Hace tiempo, fue durante la guerra, mi padre, mi madre y yo nos...
—Es una hermosa historia, señoras y señores, escuchen.
(Señor en la sala):

—Bueno, pues nos caímos los tres al agua, mi padre, mi madre y yo...
—Sí, en la oscuridad, ya saben, entonces ya no había iluminación.
(Señor en la sala):

—Y a raíz de eso mi madre falleció la mañana siguiente.

—Sí.

(Señor en la sala):

—No se ahogó.
Cuando salió del agua todavía vivía.

—Sí.

—Pues mi pregunta se refiere en realidad a lo de hace un rato.
Alguien así, ¿también debería completar ese periodo de estar parado hasta que en realidad se hubiera acabado su vida?
—Exacto.
Le dije al señor Van Rossen...
Qué lástima, porque esto es lo que quiere decir, pero qué lástima que no lo añada.
Porque no me voy a meter en sus vidas así como así; son ustedes quienes tienen que desvelarlo.
Pero el señor está caminando con sus padres, quiere llevarlos a casa, pero en realidad se fueron literalmente de perdidos al río.

(Risas).

En la guerra ya no había iluminación, ya no había nada, y él... estaban en la oscuridad, y la madre se cae, el padre...
(Señor en la sala):

—Todos nosotros.
—Sí, los tres.
Pero su padre no perdió la vida, ¿no?
(Señor en la sala):

—Mi padre aún vive.
—Y su madre falleció.
Esa madre simplemente se murió por una determinada situación en el mundo, y nada más.
Pero eso le ha perseguido durante años.
(Señor en la sala):

—Sí.
—Pues, tranquilo, puede usted dejar eso de lado, porque simplemente se liberó a su hora.
Y eso ya no tiene nada que ver con ese fallecimiento.
Y la prueba ya está allí porque todavía vivía.
¿Entiende?
Bien, puede haber sufrido un choque, podría haber llegado a tener una neumonía, o lo que fuera, así que entonces atraviesa un trastorno físico, hay algo por lo que se va.
A otros los atropella el tranvía.
Eso conduce al ser humano a...
Alguien que dice...
Un chico, en mis tiempos, cuando me dedicaba a ser taxista...
Alguien dice: “Rápido, a la estación de trenes”.
Y el que se mata no es él, no es él, sino el hombre que va sentado atrás, porque sale volando por el parabrisas.
Y eso, ¿qué es?
Hay cosas que se pueden decir.
¿Fue una actitud negligente?
¿Peligro?
De esto hemos hablado la otra vez, la semana pasada, ya se acordarán.
Si resultara que algo...
En realidad, cuando se llega a tener que ver con el espacio uno nunca se puede entregar en un taxi a ese conductor.
¿Tan seguro está ese hombre de que no tendrá un accidente con usted?
Así que uno ya empieza a vivir con la incertidumbre.
Usted se sube decidida y conscientemente a la vida de otra persona y deja que haga con usted lo que quiera.
¿Ha quedado claro?
(Gente en la sala):

—Sí.
—Y en eso yace un peligro, porque ¿quién me dice que está al cien por cien protegido armoniosamente con su coche?
Y por mucho que uno ya empiece a hablar de suicidio, no por eso uno tiene que ver con ello, porque uno no participa conscientemente en ese suicidio, en esa muerte.
Pero si uno entra conscientemente en eso, también formará parte de ese suicidio, y tendrá que aceptar la ley para el “ataúd”, para su personalidad.
¿Ha quedado claro eso?
Así que puede dejar eso de lado, no se preocupe.
¿Tiene alguna cosa más?
Señor.
(Señor en la sala):

—Quisiera volver un momento a la conferencia del domingo de la semana pasada”.

—Bien.

—Allí se habló sobre las cuatro personalidades en la persona de Jozef.

—Estupendo.

—Y se habló de Dectar...

—Sí.

—... que desempeñó el sacerdocio en los tempos y que fue un “alado”.

—Sí.

—De André, Jeus y Jozef.

—Sí.

—Y si ahora tomamos a Dectar, a ese “alado”, como sacerdote...

—Sí.

—... entonces en realidad es inexplicable cómo pudo y tuvo que perder su sacerdocio en todas esas vidas.
—¡De eso nada!
(Gente en la sala):

—No.
(Señor en la sala):

—Dectar no.
—¿Qué es el sacerdocio?
¿Qué es?
¿Quién en usted desea estar sentado aquí? ¿Qué es eso de usted?
(Señor en la sala):

—Yo mismo.
—¿Este que nació aquí en La Haya?
(Señor en la sala):

—Bueno, probablemente, no.
—Esa es la cuestión.
Quizá también sea alguien del templo, señor, porque usted sabe pensar con agudeza, hace buenas preguntas, sabe pensar con agudeza, pero ha empezado a tener un enorme deseo de leer esos libros, de escucharme, en esta vida, ahora.
Señor, ¿lo aprendió aquí, en La Haya?
(Señor en la sala):

—Nunca jamás.
—Esa es la cuestión.
Ese Dectar en mí es la mística, o sea, rasgos de mis sentimientos de ahora que están abiertos a la mística.
Aquel ya tenía sentimientos cuando vivíamos detrás del ataúd.
Ya conoce usted los libros de ‘El origen del universo’ (esta trilogía se publicó por primera vez en tres partes), y sabe usted cómo fue eso.
Después fuimos al Antiguo Egipto.
Es cuando surgió ‘Entre la vida y la muerte’.
Ahora regresamos.
Es una gloria que haga usted esta pregunta, pero usted también es una gloria: ¿por qué pudo empezar el maestro Alcar a construir ese André para esta vida?
¿Por medio de qué?
¿Lo sabe usted?
(Señor en la sala):

—Por medio del subconsciente de usted...
—No, por medio de Dectar, que vivía dentro de mí como sentimiento y al que hemos conocido como una vida y como sacerdote.
Allí aún no había Grandes Alas, las tengo ahora.
Y eso es una verdad como un puño.
Cuando lee eso y nos deshacemos de ese faraón y Venry dice: “Habrá un tiempo... eso aquí no es nada”, dice.
¿Verdad? Eso ya lo habrá leído en ‘Entre la vida y la muerte’, ¿no?
“Esto...”, dice, “ese puñado de personas..., vivimos para nosotros mismos, pero tú estás asimilando tus sentimientos.
Y algún día, cuando hayas terminado, alcanzarás miles y miles de personas”.
Y a estas ya las he alcanzado.
Pero la persona que fue edificando Alcar era una persona nueva —es André—, y ahora Jeus y Jozef tienen que hacerle caso a él.
Aquí estoy muchas noches como Jeus, Jozef y André.
Y muchas veces adopto lo de André, pero aquí eso va cambiando toda la noche.
Muchas veces continúo, entonces inmediatamente estoy en contacto con el maestro Zelanus.
Aquí más de una vez hemos terminado noches en que era el maestro Zelanus quien les hablaba, yo ya me había salido, porque ya salía de mí mismo, y entonces el que hablaba era el maestro Zelanus.
Una noche estuvo aquí el maestro Alcar, dijo algunas palabras.
“Afortunadamente, no me han reconocido”, dice, pero podrías haberlo sentido por la sabiduría.
Qué gracioso, ¿verdad?
(Señor en la sala):

—Sin duda.
—Ahora les voy a ofrecer...
Hace un rato le dije al señor Van Rossen: “Usted se llama Nico, ¿no es así?”.
Pues, este..., este que ahora es este hombre tiene que ver con el niño de antes.
Esta personalidad escucha y quiere anhelar, pero ese hombre, ese niño de antes, sigue viviendo en su interior.
Y ¿pensaría usted que esa criatura ya es consciente también?
¿No lucha usted a diario contra los sentimientos de antes que aún viven en su interior y a las que todavía les falta mucho para querer mística?
¿No hay sentimientos en ustedes, señoras y señores, a los que todavía les parece lo más normal del mundo, pero a los que les falta mucho todavía para formar parte de las investigaciones espirituales?
Todos esos sentimientos en ustedes, ¿se han puesto a anhelar? ¿Tienen hambre?
¿Quién está escuchando aquí?
Pero allí hay mucho.
Pero es que lo son todos ustedes.
Y así, dice el maestro Alcar, es como se van a comprender a ustedes mismos.
Y nosotros tenemos que ver con su juventud.
¿Es que no hacen nada que tenga sintonización en su juventud o en lo que hacían hace veinte años cuando repartían palos a diestro y siniestro?
Y ahora ese, ¿qué va a...?
¿Quiere decir usted que todos esos rasgos del carácter de antes, de esos tiempos de diez, veinte años atrás..., quiere decir que ya formaban parte de ese deseo y anhelo?
Y ahora, ¿cómo es ese anhelo?
¿Qué dice André?
Ese suelta palos, le dio a Jozef, me dio a mí...
¿Quién es?
Ciertamente, puedo formar parte, puedo moverme por la sociedad.
Pero, señor, eso es, pues, lo que sé hacer, puedo salir ahora, irme a una feria, estoy tan pirado como usted, porque no hago nada malo.
Ay, madre, si ahora hiciera algo malo, me convierto en alguien vil, o ya no seré armonioso...
Pero puedo pasármelo pipa y divertirme.
No somos...
Miren, los santos no existen, ¿no?
Yo no soy un santo.
No, lo que pasa es que sé algo.
Y entonces me pongo a actuar.
Un día, señor, fui al cine.
Y entonces me dice André —eso lo podrás leer también en ‘La cosmología’—: ¿Te gustó la película?”.
Y Jozef dice a Jeus: “Me voy al cine”.
Y de pronto emerge lo más elevado, o sea, ese instrumento de los maestros, y dice: “Eso te lo crees tú, ¿verdad?”.
Se queda con la luz de mis ojos y mira esa película.
Y llego a casa y no lo sé.
Así que estuve escuchando y mirando esa película por encima de mi capacidad, pero yo mismo no me había enterado de nada, al menos no ese Jeus ni ese Jozef.
Fue André, mi yo mejor, el que estuvo viendo esa película, y el resto no se enteró de nada.
No les interesaba en absoluto.
André dice: “¿Oíste esa música?”.
Pienso: ‘Santo cielo, cuántas cosas hay en ella’.
Y lo digo, pero es verdad.
Y ahora vamos a ponernos a mirar un poco en la sociedad.
Eso lo oirán luego.
Ahora es necesario...
Luego les ofreceré en la segunda y tercera parte a Jeus, a Jozef, a André-Dectar.
Y, señor y señora, todo eso lo son ustedes; ¿han logrado llegar en todos sus rasgos al punto de que todos son espiritualmente armoniosos?
¿Están todos aquí?
“Eso se lo puede contar usted a su abuelo”, dice Frederik, “pero es imposible”.
¿No es justo eso?
(Señor en la sala):

—Desde luego.
—Tienen ustedes dos, diez, veinte personalidades, tienen un nombre.
Ustedes en sus trabajos son aquellos, pero ¿tienen ustedes en su trabajo una veracidad espiritual igual que la que nuestra doctrina nos dice que hemos de tener, que hemos aprendido?
Hagan todos añicos, hagan algo divertido y planeen y vuelen.
Llegarán tiempos en que dirán: “Yo no me voy a quemar los dedos”.
¿No es así?
¿Tenía alguna cosa más?
Sí.
¿Quién de ustedes?
(A alguien en la sala): Dígame, señora.
(Señora en la sala):

—¿Es un privilegio tener que estar sola en esta vida?
Me parece que así es, porque cuando nos morimos también tenemos que estar solos, y así ya estás acostumbrada.
—Señora, dama...
(Señora en la sala):

—Señorita.
—No, ahora no va a haber una señorita, esta es una dama.
Y todos somos una dama.
Pero, bueno, señora, ir sola por la vida...
¿Está usted sola?
(Señora en la sala):

—Sí.
—Pues no es ningún honor.
Y puede ser que..., claro, significa algo.
Pues no soy más que un lelo de primera, porque yo tampoco tengo nada.
Pero lo más poderoso es: dar a luz, sobre todo si uno es madre, ¿entiende?
Dar a luz.
Pero es posible que usted ya no lo necesite y que haya venido aquí a echar un vistazo.
Tiene usted todavía una tarea.
Claro, usted ha venido aquí porque le queda algo por enmendar.
Y luego ha habido gente a quien les ha ido tan sorprendentemente bien en la vida, que me preguntaban: “Si es enmendar algo, quiero volver otra vez más”.
Porque lo tenían todo, tenían propiedades, tenían dinero, lo tenían todo, pero estaban solos, siempre solos.
Es en esto en lo que la convirtieron, es lo que buscaron, pero se quedaron solos.
Eso tiene una intención, lógicamente.
Pero lo más elevado para la vida natural es: estar casados, ser padre y ser madre.
Nosotros ya estamos caminando al margen de la creación —eso sí lo debería aceptar usted— si no somos uno con esto, aquello y lo otro.
Solo paternidad, maternidad.
(Señora en la sala):

—Claro, eso también lo sé yo.
Pero se trata de lo espiritual, quiero decir, nuestra construcción espiritual la tenemos que hacer solos, ¿no?
Cuando más tarde estemos detrás del ataúd, cuando muramos tendremos que seguir de todas formas solos, tendremos que construirlo todo solos, y tendremos que trabajar por eso solos.
—Eso es verdad.
Si también está casada... si lo estuviera, tendría que hacerlo sola de todas formas.
(Señora en la sala):

—Exacto.
—Puedo hablar y hablar y hablar, y referirme al espacio.
La gente dice: “Pues usted lo tiene fácil”, a mi mujer por ejemplo.
Pero allí no me voy a meter, porque de todas formas lo tendrá que hacer ella misma.
¿Entiende usted?
No le puedo dar nada, porque allí están los libros.
De verdad que no recibirá nada más que usted, porque lo tiene que hacer ella misma.
¿No es justo?
(Señora en la sala):

—Sí, pero aquí hay un montón de gente que construye sobre su pareja, o el hombre sobre la mujer con la que están casados”.
—También.
(Señora en la sala):

—Pero hay que desprenderse de ellos.
Así que ya no estamos acostumbrados a eso, y a fin de cuentas al final tendremos que desprendernos de esas personas.
—Tendrá que desprenderse de ellas una sola vez.
Pero...
Mire, de verdad que no me voy cambiar con usted, ni por todo el oro del mundo.
Porque, señora, cuando en el matrimonio te entiendes con la otra persona y puedes hablar con ella y quieres con la otra persona...
Mire, las hay aquí que están como tortolitos, día y noche, se lo digo yo.
Eternamente como tortolitos.
Son parejas de una hermosura poderosamente bella, de un solo color, es una felicidad impagable.
No está a la venta, porque ellos lo tienen.
Porque solo, no, jamás de los jamases quisiera estar solo.
Eso no significa, señora, de verdad que no va a conseguir que me case luego otra vez.
Porque tengo todo este mundo.
Y si usted también consigue ese mundo, si uno habla entonces de estas cosas, de esa sabiduría y es capaz de ampliarse, entonces extraerá de la masa exactamente lo mismo que lo que sacaría de su compañero.
¿No está claro?
Pero usted tiene que hacerlo sola.
Yo no puedo darle nada, nada, nada, nada, si usted no se pone con ello.
No es que yo quiera crear que le estoy dando algo, porque usted de todas formas tendrá que..., solo puedo indicarle el camino, pero es usted quien tiene que empezar con eso.
Sí, así está bien.
¿Le gustaría saber algo más al respecto?
(Señora en la sala):

—Todavía no he recibido una respuesta.
—¿Todavía no tiene una respuesta?
Entonces vamos a tratarlo de nuevo.
¿Qué es lo que quiere sacar de esto categóricamente?
(Señora en la sala):

—Quiero sacar de esto que al final, de todas formas, lo tendrás que hacer sola.
—Está usted diciendo exactamente lo mismo que yo, y eso es una lástima.
Digo: está usted sola ante todo.
Le ofrezco la imagen de toda la gente y de mí mismo.
Y entonces usted me dice: “Es una lástima porque no recibo respuesta”.
Pero la respuesta es esta.
Está usted ante sí misma.
Unos tienen contacto con otros, con la mujer, con el marido, con amigos, o con lo que sea, pero de cualquier forma tendrá que hacerlo usted para sí misma.
Eso lo acepta, ¿verdad?
(Señora en la sala):

—Sí, así que si ya estás acostumbrada a hacer eso sola, significa que cuando falleces no hace falta, al menos, desprenderse de alguien.
—Y eso es lo que quiere saber usted ahora.
(Señora en la sala):

—Sí, eso es lo que quiero saber.
—Quiere decir usted: si ya está usted aquí...
(Señora en la sala):

—... desprendiéndose de todo, de lo que te rodea, entonces es un gran...
—Entonces será una posesión detrás del ataúd.
(Señora en la sala):

—Sí.
—Sí, entonces es una posesión.
Pero ¿cómo es ahora su vida?
Puede usted...
Usted tiene la capacidad, de estar sola, lo procesa, lo vive, y otras cien mil personas.
Ahora le gustaría... a la madre le gustaría..., a la mujer le gustaría ser madre, no puede ser, no ocurre.
Allí el hombre está solo.
Bien.
Pero la vez pasada traté una situación, una de unas personas que estaban casadas.
Ahora la añoranza está en la madre o el hombre.
El hombre camina solo, ya no sabe qué hacer, deambula, la mujer perdida.
Mire, todavía tiene que empezar con ello.
Eso es lo que quiere decir usted.
Ha perdido la serenidad, ya no tiene un asidero...
Para la mujer, sí...
Para el hombre es difícil, porque entonces tiene que salir de la cama para ponerse el té él mismo.
Y ahora se pone todo más y más difícil, y todo eso son asuntos materiales que ya no están en el otro lado.
Pero hacer de eso...
¿Y usted pensaba poder estar allí, sola, en estados más elevados y arreglárselas usted misma?
(Señora en la sala):

—No, entonces recibes ayuda.
—Ya estamos otra vez.
Así que allí se aferra otra vez a sus oraciones: “Oh, por favor, por el amor de Dios, venga, porque pensé que ya había terminado, pero ahora noto: todavía tengo que empezar con ello”.
Y eso significa, tiene que vivir aquí la tierra, vivir la sociedad, pero ¿cómo se vive usted a sí misma para lo espiritual?
Y eso también es nuevo.
¿Entiende?
Porque ahora podemos volver a decir: puedo sostenerme en todo, pero ¿también cuando habla la vida interior para el espacio y las leyes de Dios?
¿Entiende? Entonces necesitará luego otra vez a ese amigo, a ese maestro.
De esto se trata, porque es usted independiente.
Tiene usted su círculo, su tarea, su trabajo, su comida, entonces todo eso marcha.
Pero ese alimento espiritual de allá que hemos de ganarnos es una ley.
Y entonces esa ley se considera...
Y aunque usted diga... que bien puede sostenerse usted misma y que puede encargarse usted de todo usted sola.
Pues, sí, ¿por qué?
Porque aquí es posible comprar comida.
Puede usted trabajar para poseer cosas, por una existencia.
Pero si no tenemos amor interior y no estamos en armonía, si no lo estamos con miles de rasgos de carácter, para ese mundo, señora —y no están a la venta—, ¿cómo quiere usted vivirlos con su propia fuerza?
Entonces nos ahogaremos en nosotros mismos.
¿No está claro esto?
Y entonces, claro, usted puede decir: “Sí, entonces estoy lista allí”.
Pues, no, señora, yo mismo lo he vivido, entonces tendrá que empezar allá con ello.
Y entonces sí que habrá una madrecita y un padrecito y un amigo o un hermano o una hermana de esas otras vidas —ya estamos otra vez— que se pondrá delante de usted, y entonces mamá o papá dirá: “Hola, hija, no me conoces, pero ya te lo demostraré.
Mejor vente conmigo.
Yo ya estoy, me adelanté un poco a ti, pero ahora seguiremos juntos”.
Y entonces tienes otra vez una madre a tu lado, o quizá el alma, la esencia que pertenece a la vida de usted.
Si usted cree eso, señora, entonces lo tiene todo.
Pero no.
¿Comprende ahora?
Mire, me gusta mucha que nos vayamos acercando, porque si no ya no tiene gracia.
¿Quién de ustedes?
(Señora en la sala):

—Señor Rulof, mi hija tuvo esta mañana en la escuela su clase de gimnasia.
Y al entrar al pabellón de deportes le entró miedo de que se cayera de las anillas.
Pero resulta que ocurrió con un compañero de clase.
¿Qué es eso en realidad?
—Puede ser una posesión propia de la niña o puede ser de otros.
Puede haber intuido el accidente de otro por su sensibilidad, es posible.
Con sus sentimientos profundos los niños tienen una mirada que llega lejos... es decir: es posible que un niño advierta a otro de un accidente, pero eso todavía se queda todo en la tierra, ve.
Es posible que eso ocurra.
En su vida usted también alguna vez habrá...
Ahora y cuando era más joven...
Cuando jugábamos, alguna vez yo también le dije a mi amigo: “No hagas eso, no te saltes del carro, es demasiado alto, vas a romperte una pierna”.
Lo hizo de todas formas y se la rompió.
Pero ese accidente y ese estado es terrenal, tiene que ver con nuestra vida.
¿Entiende?
No tiene por qué tener un significado espiritual.
(A alguien en la sala):

—El señor de allá.
(Señor en la sala):

—¿Hay alguna posibilidad de que esas conferencias de los domingos por la mañana se pongan por escrito?
Porque... hay más de un oyente al que le importaría tener algo así.
—Si me da usted cincuenta mil florines, señor Berends, se las hago imprimir en dos semanas.
(El señor dice algo más).

Sí, el papel es el papel.
Pero, no, señor Berends, tendrá que esperar porque ahora estamos leyéndoles textos (el domingo 11 de noviembre de 1951 Jozef Rulof empezó a leer del libro ‘La cosmología’, en la sala Diligentia), porque esto es un gran regalo para ustedes, que les servirá para aprender mucho.
Porque repase un poco lo que ya recibió usted el pasado domingo.
Porque allí André estuvo machacando a Jozef, y además a Jeus.
¿Es usted igual de serio consigo mismo?
La voz interior suya, ¿ya lo está machacando de tal forma que dice usted: “Ya no sería capaz de gruñir ni una sola vez más a mi mujer”?
(Señor Berends):

—Todavía no hemos llegado a ese punto.
—Ya, pero es algo con lo que tiene que empezar ahora.
(Señor Berends):

—Sí, justo quiero empezar con ello.
—Bien, pero ¿le dieron entonces una pequeña paliza el domingo?
¿Se la dieron?
¿Hubo algo?
¿Hubo algo?
(Señor Berends):

—Sí, incluso hubo mucho.
—Gracias.
(Señor Berends):

—A cada quien lo que le corresponde.
—Bien.
¿Y tan incomprensible fue?
(Señor Berends):

—No fue para nada incomprensible.
—¿Tan incomprensible es una paliza?
Pero todavía no ha empezado usted.
Es grave pegarse sí mismo, señor, ¿hace usted eso?
Señora, si empieza a pegarse a sí misma...
(Señor Berends):

—Conscientemente.
—... a sí misma, ¿cómo es posible entonces responder mal a un ser humano?
¿Cómo es posible entonces estar molesto y enojado con un ser humano?
Con esas criaturas enternecedoras, ¿cómo va poder enfadarse uno con ellas?
Cuando una de esas bellezas radiantes anda a tu lado, día y noche, y te sirven como no sé qué, ¿cómo iba a poder soltarles un bufido?
Señora, ¿no es así?
Pero compruébenlo en ustedes mismos, señoras y señores, si a cada instante somos responsables con el sentimiento que sí habla de las leyes de Dios y el espacio.
¿No es así, señor Berends?
Hemos...
¿Qué somos, pues, cuando estamos en el Omnigrado?
¿Saben lo que digo entonces?
¿Saben qué...?
Aquí alguna vez han... aquí alguna vez se ha hecho una pregunta y entonces yo la volvía a meter, a hurtadillas, en el estercolero terrenal, en el lodo.
¿No se acuerda, señor Berends? Al comienzo..., antes nos ocupábamos mucho de los planetas y las estrellas y las atmósferas, ¿se acuerda?
(Señor Berends):

—Sí, sí.
—Y entonces los volvía a llevar a ustedes a su propia atmósfera, y allí los dejaba.

(Risas).

Y entonces dice...
¿Cómo dice usted?
(Señor Berends):

—No importaba, es justo por eso que he tenido que vivir las cosas y experimentarlas.
—Pero últimamente ya no está usted en el Omnigrado.
(Señor Berends):

—Pues, no sabría decirle.
—No, sí que está, pero ya ha recorrido un buen trecho y por eso hemos aprendido, señor Berends.
Y eso, pues, es lo que quieren los maestros.
Y si nosotros aquí... porque ese mismo Omnigrado, ese mismo macrocosmos, créame, vive aquí, en pocas palabras.
Y entonces...
¿Cuál es su nombre de pila?
(Hay un barullo de voces en la sala).
(Señor Berends):

—Sí.
—¿Gerrit?
(Señor Berends):

—Sí, está bien.
—¿Cómo dice?
(Señor Berends, en un tono de aprobación):

—Sí, está bien.
—¿Bernard?
No, le ofrezco un detallito...

(Risas).

... y entonces tendrá que reconocer que así es.
Pero eso es..., ese mocoso, ese niño de antes, esas travesuras aún viven en nosotros.
Pues bien, señor Berends, ¿también es así, respecto a todo, armonioso al cien por cien?
Bueno, pues macháquese un poco a sí mismo.
Y sería bueno que las señoras y señores empezaran hoy, no a arrullar, sino a machacar de verdad.
Inclinemos por fin la cabeza.
Eso es lo que contenía esa conferencia del sábado por la mañana (conferencia 40 del 11 de noviembre de 1951).
Y eso no fue más que el comienzo, señor.
Porque cuando luego hayamos vivido el Omnigrado, la luz, la vida, la maternidad, Dios, Dios, Dios, Dios, y regresemos después a la tierra, ¿cómo van a empezar ustedes entonces con sus vidas?
¿Qué haremos?
¿Pues?
(Señor Berends):

—Empezar con nosotros mismos, deshacer lo que no sea bueno.
—Y digan algo a los demás, ya verán como se la devuelven.
Hablen con ustedes mismos, adelante.
Usted dice que los seres humanos no quieren escuchar.
Pero debería comprobar lo difícil que es deshacerse primero a sí mismo.
Eso es lo más difícil que hay.
¿Por qué?
Usted no quiere deshacerse de nada de usted mismo, no puede, porque eso es elástico.
Si está usted arrancándose un rasgo del carácter que tengamos que vencer... rebotará hasta su interior como una pelota de goma, y entonces oirá usted “plof”.
Y entonces uno piensa que se ha quitado algo de encima; no, señor, entonces esa pequeña sacudida todavía habrá atraído algo, y se habrá convertido usted además en otra cosa.
Pero es peor aún.
Sí.
A ver si empieza usted aquí a... debería ser usted un instrumento del otro lado.
De modo que si yo no hubiera empezado, como Jeus y Jozef, con ese desmantelamiento, con ese chisporroteo, con esa lucha verdadera en mi interior, ¿cree usted, señor, que habría recibido yo esos libros?
(Señor Berends):

—No.
—Me los he ganado con mi propia sangre.
Y usted debe hacer lo mismo.
Mire, señora, todos tienen que empezar con ello.
(Señora en la sala):

—Todo lo que vive.
—Sí, señora, sí, dama, y ahora han empezado con ello.
Señoras y señores, espero que se me haya concedido poder ofrecerles algo esta noche.
Hasta la semana que viene.
El domingo, en ocho días, estaremos primero en la sala Diligentia.
Gracias por su atención.
(La gente aplaude).