Entro en la vida eterna

Cuando abrí los ojos vi otro par de ojos que irradiaban una luz llena de amor.
Estaba empezando a ver más.
Ahora distinguía una nariz, una boca, una barbilla y al instante supe a quién tenía delante.
Feliz como un niño exclamé:

—Oh padre, oh padre, oh padre, oh padre.

Y la misma felicidad vibraba en su voz, cuando respondió:

—Theo, hijo mío, estamos juntos otra vez.
Bienvenido a la vida eterna, aquí se descansa bien.
Ahora duerme, hijo mío, vamos, duerme.
Aquí no caen granadas, aquí no existe el horror.
Así que descansa, Theo.
Velaré por ti.
Me sumergí en un profundo sueño.
Cuando por fin volví a abrir los ojos vi que me encontraba en un hermoso entorno.
No me era posible ver el sol, pero en todo se notaba que aquí era pleno verano.
‘¿Dónde estoy?’.
Fue la primera pregunta que me surgió.
Giraba la cabeza en todas direcciones, disfrutando de lo que veían mis ojos.
Por todas partes había árboles preciosos, flores de todo tipo de colores, agua, como plateada, con pájaros.
‘¿Dónde estoy?’.
Me encontraba sobre un lecho de reposo, según comprobé, y había mucha paz en mí.
Me quedé mirando a mi alrededor muy animado, pero sentí que no tardé en volver a sumergirme y a dormirme.
Me desperté en el mismo lugar, nada había cambiado y todavía era verano.
De pronto mis ojos vieron personas que iban andando.
Avanzaban con mucha calma.
‘Pero ¿dónde estoy?
Y ¿dónde está padre?’.
La pregunta me volvía una y otra vez.
La gente no me miraba, estaba solo y seguía solo.
‘Pero ¿por qué no acercarme a la gente?’, se me ocurrió de repente.
Así podría preguntarles dónde estaba.
Las piernas ya me aguantarían, me sentía sano.
Desde luego que me resultaba evidente que debía de haber estado gravemente enfermo.
Sí, me gustaría ir a esa gente; vi que algunos llevaban túnicas preciosas.
Irradiaban luz.
De pronto vi que también mis manos irradiaban luz.
Y entonces, de golpe, vi mi uniforme rasgado.

—¿Dónde estoy?
¿Ay, dónde estoy?

Pero nadie me contestaba.
De nuevo se me cerraban los ojos.
Cuando desperté me encontraba otra vez en medio de los horrores de la guerra.
A diestro y siniestro silbaban las granadas.
Veo alemanes y holandeses corriendo para enfrentarse, el ruido es tremendo, el aire está lleno de explosiones y de gritos de muerte.
A cada momento veo cómo el plomo asesino hace pedazos a los soldados.
‘Pero qué locura es la guerra’, pienso en un fogonazo.
Sigo a las víctimas, que revientan, y veo claramente cómo las almas son arrancadas de los cuerpos.
Y también observo estremeciéndome cómo al instante esas almas empiezan a buscar partes del cuerpo que les fueron arrancadas.
Me asalta un cansancio mortal y vuelvo a sumergirme en el sueño.
Nuevamente, se me abrieron los ojos y vi la tierra.
Es atroz el aspecto que ofrece el campo de batalla.
La tierra está removida por las granadas.
¿Me engaña la vista?
¿Realmente estoy viéndolo bien?
¡Dios mío, qué espantoso, qué diablos son!
Veo cómo los alemanes están juntando a sus camaradas muertos.
Les quitan los uniformes y les ponen los holandeses, de los que han despojado a nuestros muchachos.
He de vivir cosas aún más horrendas.
Veo cómo una pala mecánica —no conozco otro nombre para esta máquina— levanta los cadáveres y se los lleva arrastrando.
Presiento que los quemarán.
Pero —y me sale a gritos— entre los muertos hay soldados que aún están vivos.
Solo están inconscientes, y también los quemarán si no hago nada por evitar este horror.
Me levanto y doy un grito; es absolutamente necesario que detenga a esa gente allí.
Pero cuando quiero incorporarme de un salto del lecho de reposo, empiezo a sentir que me oprime un enorme peso y me desmayo.
Fue un pajarito encantador el que con su trinar me sacó de mi impotencia.
El pequeño animal estaba sobre una rama cercana y cantaba una melodía tierna, que daba felicidad.
Justo cuando quise decirle algo, el animalito desapareció ante mis ojos.
Pero en el lugar donde se disolvió vi aparecer una figura, y al instante supe quién se me estaba acercando.
—¡Padre, oh padre!
—Salté de mi lecho de reposo y un segundo después lo estaba abrazando.
Lo asalté con preguntas—.
Pero dime, padre, dónde estoy.
Vivo tantísimas cosas y cada vez me quedo dormido.
—Tienes que guardar la calma, Theo, hijo mío.
Mírame y dime si estoy vivo.
Porque sabes que morí en la tierra, ¿no es cierto? —me contestó tranquilamente.
Naturalmente que lo sabía.
—¿Y no sabes entonces también dónde estás ahora?
—Estoy en la tierra, ¿no es así, padre? —dije titubeando mientras lo miraba sorprendido.
Negó con la cabeza y me abrazó muy fuerte.

—Allí estuviste, Theo, hijo mío.
Allí moriste, igual que yo.
Te mató una granada que hizo tu cuerpo pedazos.
Ahora has entrado en la vida eterna (—dijo).
Si mi padre no me hubiera agarrado, habría desfallecido de nuevo.
De nuevo vi el campo de batalla con toda su terrible crueldad inhumana, vi cómo los cuerpos quedaban hechos guiñapos.
Esa imagen me repugna y quiero cerrar los ojos ante ella.
Pero hay una fuerza fuera de mí que me obliga a revivir esta horripilante escena una y otra vez.
Y al mismo tiempo siento por qué es necesario: es imprescindible que atraviese ese horror, porque es parte de mi vida.
Tengo que poder pensar en ella sin que me desmaye.
De modo que vuelvo a seguir todo, me esfuerzo para procesar toda esa espantosa miseria que llegué a ver en el campo de batalla.
Tengo que forzarme.
Es lamentable ver cómo los hombres se lanzan furiosos unos sobre otros.
Es horripilante el gemido de los heridos.
Es horrenda la bestialidad con la que aquí los seres humanos se matan entre ellos.
Delante de mí se desarrolla otra imagen, no menos atroz.
Veo cuerpos que salen despedidos de los cuerpos materiales, y comprendo que estos forman la vida del alma.
Observo cómo estas almas se quedan buscando manos y pies arrancados de los cuerpos en los que vivían en la tierra.
Que sin embargo quieren volver a encontrar sus cabezas, que en la batalla han estallado en mil pedazos.
Llaman a gritos a sus madres.
La imagen se hace aún más terrible cuando los alemanes y holandeses se reconocen y vuelven a abalanzarse unos encima de otros.
La lucha estalla aquí de forma tan despiadada y horrorosa como en la tierra.
“Dios mío”, recé, “por favor, intervén.
Haz, por favor, que cesen esa lucha y destrucción.
¡No lo permitas, oh Dios!”.
Pero a medida que más almas son despedidas fuera de sus cuerpos hacia la vida eterna, los combates no hacían más que intensificarse.
Es indecible el esfuerzo que me costó no volver a desmayarme, pero conseguí mantenerme en pie.
Pero entonces se me agotaron las fuerzas y pregunté a papá:
—¿Puede llevarme de aquí, padre, lejos de este caos?

—Hijo mío y hermano mío, estoy listo para ayudarte —contestó papá con solemnidad.
Sus palabras sonaron tan serias, tan elevado estaba siendo este momento, que exclamé entusiasmado:
—Padre, padre mío, le doy las gracias.
Veo que es usted un espíritu de la luz, y ahora sé que vivo gracias a sus fuerzas.
Le pido, padre, que me siga ayudando, hágame ver y vivir todo, quiero saber todo lo que he de saber.
—Lo sabrás todo, mi Theo.
Ven y sígueme.
Acompañado de mi padre accedí al paisaje glorioso, que se hacía cada vez más hermoso.
¿Iba a entrar en el cielo?
Mi sentimiento me decía que así era y que ahora entraba en la primera esfera de luz del otro lado.
Para estar seguro se lo pregunté a mi padre.
—Ya lo sentiste, Theo.
Estamos aquí en la primera esfera.
—¿Quién me trajo aquí?
—Yo mismo, Theo.
Las preguntas se me iban ocurriendo una tras otra.
—¿Desde cuándo estoy ya de este lado, padre?
—Según la manera de contar terrenal ya pasaron ocho días.

Me quedé mirándolo extrañado.

—Ocho días, dice.
Han transcurrido ocho días.
—Todo me daba vueltas y me asaltaban los pensamientos más variados—.
Padre —le supliqué—, ayúdame, ya no me deje solo.

Papá me tranquilizó.
¿No era que había venido precisamente aquí para ayudarme?
—Pero ¿conoce usted entonces toda mi vida, padre?
—Sí, hijo mío, puedes preguntarme lo que quieras —fue su pronta respuesta.
Se me imponían tantas preguntas en mi nuevo estado que no sabía cuál hacer como primera a mi padre.
Lo miré con un aire un poco desamparado.
En ese momento me percaté por primera vez de su aspecto juvenil.
—¿Por qué tiene una apariencia tan joven, padre?
—Nuestra vida interior determina la forma de nuestro cuerpo, hijo mío.
Cuanto más amor poseamos, más joven y hermosa se nos hace la figura.
—Padre, es usted quien me ayuda a pensar ahora, siento su influencia.
Fue usted también el que me ayudó cuando corrí el peligro de olvidarme en medio de la violencia bélica.
Cuánta gratitud le debo.
—Fuiste tú mismo el que me hizo posible intervenir, ¡tu propia posesión espiritual! (—dijo).
Lo fui reflexionando mientras papá caminaba a mi lado; me transmitía su serenidad.
Después de un tiempo le pregunté a dónde íbamos.
Papá me sorprendió cuando respondió:

—De vuelta a la tierra, Theo.
Allí te aclararé muchas cosas y entonces regresaremos a las esferas.
¡De vuelta a la tierra!
Iba experimentando una emoción tras otra sobre lo poderosa que era la vida, lo poderoso que era Dios.
Yo estaba muerto para la tierra, mi cuerpo había reventado, y aún así seguía vivo, me movía, hablaba y pensaba.
Me inundó una gran ola de gratitud hacia Dios, que había creado todos estos mundos, todas estas leyes.
Dios era grande, Dios era bueno: nunca hasta este momento en que nos disponíamos a ir a la tierra lo había sentido mejor.
El paisaje a nuestro alrededor comenzó a difuminarse de pronto, empecé a sentirme muy ligero.
Sentí que planeábamos.
En ese momento aún me era imposible procesar todas las impresiones que me causaba el viaje por el espacio, por el universo.
Vi que estábamos rodeados de planetas y estrellas.

—En la tierra es de día —dijo papá—, ahora el sol inunda con su luz muchos planetas.
Todo eso lo llegarás a conocer (—dijo).
Todo lo que estoy viviendo es imponente.
‘Dios mío’, se me ocurrió de repente, ‘imagínate que igual que los demás hubiera violado Tu vida.
¿A dónde habría ido yo a parar entonces?’.
Me daba cuenta de que papá me seguía en mi pensamiento, porque enseguida dio la respuesta a mi pregunta no pronunciada.
—Se te habrían abierto las puertas del infierno.
Y habrías vivido en esa locura hasta que tu alma se hubiera librado de ella.
Ya lo estarás sintiendo: eso toma mucho, mucho tiempo.
Sin embargo, todas las almas lo consiguen, porque para cualquiera es posible elevarse.
—Tengo tanto que preguntar y a pesar de eso no logro hacer ni una sola pregunta.
¿A qué se debe?
—Así les va a todas las almas que entran en las esferas.
Pero has de saber, muchacho, que te estoy ayudando a procesar todas tus impresiones.
Esta ayuda la recibe toda alma que entra en la primera esfera desde la tierra.
Y prestar esta ayuda es la primera tarea de quienes queremos servir.
Hemos tenido que prepararnos para ella, solo entonces podemos ayudar a otros que posean una misma vida y sintonización que nosotros.
—Ahora solo puedo pensar en mi vida en la tierra, padre.
—De eso se trata precisamente, Theo.
Seguiremos esa vida y todo lo demás que tenga que ver contigo.
Solo cuando hayamos terminado con todos esos problemas volveremos a las esferas.
Entonces, hijo mío, podrás recibir tu posesión para la eternidad.
—¿Todas las personas viven eso, padre?
—Eso lo viven todas las almas que abandonan la tierra.
—¿A qué se debía, padre, que hace un rato volviera a ver continuamente los horrores de la guerra?
—Es muy natural, hijo mío, que volvieras a aquello en lo que vivías.
Porque todavía no conoces la vida espiritual.
Así que no quedaba más remedio que tus pensamientos volvieran a los horrores que padeciste en las últimas horas de tu vida.
Si ahora te dejara pensar por tus propias fuerzas, todavía volverías a hacerlo.
Pero debido a que yo me concentro en tu vida interior, a que te elevo hasta el mundo de mis pensamientos y sentimientos, conservas la conciencia.
Tendré que hacerlo hasta que tú mismo sepas crear orden en tu pensar.
Pero en este estadio, sin ayuda, todavía volverás a recaer una y otra vez en esos horrores terrenales, sucumbiendo en ellos.
Entonces te envolverá el sueño, porque en esta esfera no es posible perder la razón.
Naturalmente, es muy grato ayudarte, pero a la larga tienes que saber ayudarte a ti mismo.
Esas fuerzas están en ti, tu breve sueño lo demuestra; hay otros que duermen durante meses y años.
—Bien quisiera llorar de felicidad, padre, ahora que sé que vuelve a estar a mi lado.
De todas formas, lo siento de otra manera que en la tierra.
—Harás bien, Theo, en pensar en mí del mismo modo en que lo hacías en la tierra.
Háblame igual que como lo hacías allí, así estaremos más cerca el uno del otro que nunca.
Ahora te sientes extraño, pero eso es porque aún no estás del todo en esta vida.
Primero tienes que integrar todavía en ti esta vida.
También estos sentimientos tuyos los averiguo.
Tienes el sentimiento de querer abrazarme y sin embargo no llegas a dar ese paso, porque sientes una distancia entre nosotros.
Pero a medida que vayas ganando conciencia espiritual, esa distancia se reducirá.
Por eso no es cierto que el ser humano que llegue aquí pueda seguir sin más los mismos pasos en las relaciones tal como existían en la tierra.
Aquí, en esta vida, hacemos la transición unos en otros a medida que crece nuestro sentimiento, nuestra conciencia (—dijo).
Mientras iba planeando por el espacio hacia la tierra, flanqueado por mi padre, tenía miles de pensamientos e igual número de preguntas, pero sin que pudiera darles forma.
Yo mismo no podía pensar ni andar ni planear, todo lo hacía con las fuerzas de otro.
Quien me ayudaba había sido durante mi vida en la tierra mi padre.
Allí era muy cercano a mí.
Ahora había vuelto a vivir a mi lado, y aun así mi sentimiento me decía que existía una distancia entre nosotros.
Las palabras de papá hicieron que poco a poco me entrara la comprensión.
Papá estaba, consciente como era, más cerca de mí que yo de él.
Era mi padre y al mismo tiempo no lo era.
Sí, en la tierra lo era, allí me pertenecía.
Aquí, en este mundo, era un ser espiritual con una preciosa luz a su alrededor: la luz que había sido formada por su amor.
Era una personalidad que conocía el mundo en el que vivía.
La posesión espiritual que había adquirido, su mayor conciencia, todo ello me daba la sensación de crear distancia.
Con su ayuda, sin embargo, esa distancia siempre iría reduciéndose, para al final desaparecer del todo.
Para salvar la distancia me había aconsejado verlo siempre como lo había visto en la tierra: como mi padre, con quien tenía un vínculo.
Me agarré más de su mano; quien ya en la tierra había sido como un guía para mí, también me orientaría por aquí, por este enorme espacio astral, en el que me encontraba como un niño que aún lo tiene que aprender todo.
Miles de almas hechas añicos estaban siendo catapultadas conmigo hacia la eternidad.
Unas despertaban en el infierno, otras entraban a un cielo; todas llegaban al lugar que ellas mismas se habían creado mediante sus actos.
Yo había abierto los ojos en un entorno precioso y glorioso, me había llevado hasta allí mi padre, y ahora me introducía, tomados de las manos, en los milagros que el Amor de Dios, Su Omnipoder, había creado para Sus cielos.
En la tierra había alzado la vista muchas veces a las estrellas, el sol y la luna; había visto su luz, pero no había comprendido su significado.
Así había pronunciado el nombre de Dios sin comprenderlo a Él ni Sus obras; había reflexionado sobre la vida y la muerte, el infierno y el cielo, sin darme cuenta de su naturaleza, su significado, su poder.
Había vivido sin más, había intentado hacer el bien y dejar de lado el mal, y demasiadas veces todo había quedado en intentos.
Aun así podía estar contento; mi empeño me había dado un cielo.
Pero nunca fui más consciente de mi imperfección que ahora, mientras planeaba del lado de mi padre por el espacio.
Me quedaba todo por aprender, estaba muy al comienzo de un largo camino; pero recorriéndolo me serían reveladas todas las leyes de Dios.
No obstante, antes de que pudieran comenzar mis clases tenía que hacer borrón y cuenta nueva con mi pasado.
Por eso me llevaba ahora mi padre a la tierra.
Se me caían las lágrimas por las mejillas.
¡Qué poderosa era la vida, que gracia ser un ser humano!
Papá me dejaba llorar y no decía ni una sola palabra.
Él conocía los sentimientos que me hacían brotar tan copiosamente las lágrimas, sentimientos de gratitud hacia el Creador del cielo y la tierra, hacia Él, quien me había dado la vida.
Nunca recé con más fervor a Dios que ahora.
Estábamos acercándonos a una bola que se hacía cada vez más grande.
Era la tierra, lo sentía.
Era la propia tierra la que me lo decía.
Este saber entró en mi vida como por sí solo.
Fuimos acercándonos cada vez más hasta que llegamos a la meta de nuestro viaje: pisamos con los pies la superficie terrestre.
Había completado mi primer viaje; cómo y con qué medios, eso aún no lo comprendía.
Todo eso todavía tendría que llegar a conocerlo.
Caminábamos por una ciudad.
La reconocí enseguida.
Era Róterdam.
Me sentía abrumado por una oleada de emociones.
Papá y yo seguíamos las calles y mirábamos cómo se ajetreaban las personas
Nosotros las veíamos, pero ellas a nosotros no.
Había gente por la que me sentía atraído, pero también había otra que irradiaba una horrible luz demoniaca.
Papá me estaba llevando al lugar donde habíamos vivido.
Nuestra tienda ya no existía, y sin embargo percibí de pronto el lugar tal como había sido antes, cuando vivíamos allí.
Entramos en la tienda.
—Tienes que sintonizarte ahora por completo con la vida que llevábamos aquí, es decir, tienes que pensar en ella intensamente.
Así entrarás en comunicación con ella, y esto es necesario, porque te servirá como asidero.
Es el camino para llegar a ti mismo.
Porque aquí fuiste tú mismo.
En esta vida estabas cerca de mí, en ella tenías una personalidad.
Y es esta la personalidad que tiene que ayudarte a llegar a ti mismo, para que todo lo nuevo que ya has vivido no te desgarre.
Entonces sucumbirás por el espacio inconmensurable, y por todos los poderes y las fuerzas que alberga; después sigue el sueño.
Este sueño ya no deberá apabullarte más, porque entonces no llegarás nunca a ti mismo.
Procesé las palabras de papá y entonces expresé el cálido sentimiento que me estaba brotando.

—Padre, de nuevo estás tan cerca de mí.
Ahora te vuelvo a sentir como antes.
Dígame, ¿por qué es?
—Ya te lo dije, hijo mío, nos perdimos el uno al otro en la eternidad, aunque esa pérdida carece de importancia.
Se ha creado una fosa debido a que ahora sé de la vida en que estamos más que tú, que acabas de despertar en ella.
Aquí cambió mi personalidad, ahora tú tienes que crecer hasta alcanzarme.
Por eso —vuelvo a repetirlo, porque te tiene que quedar muy claro— volvemos ahora a nuestro contacto terrenal, que te permitirá intuirme mejor, lo cual facilitará nuestra mutua comprensión.
Seguiremos construyendo sobre este contacto, te aportaré todo mi saber y así salvaremos ese abismo.
Entonces tú vivirás en mí y yo en ti, y así volveremos a ser del todo uno.
Pero ello solo es posible, por lo tanto, poseyendo la misma esfera, el mismo cielo.
Si no fuera así, tú de todas formas te sentirías distinto a como me siento yo, aunque sea una y mil veces tu padre.
Los vínculos paternos y maternos no tienen en esta vida el mismo significado que en la tierra.
Deberías reflexionar bien sobre esto, e intenta comprenderlo.
—Le siento, padre, te comprendo
— dije asintiendo.
—Estas palabras tuyas también quieren decir algo.
Ahora no sabes muy bien cómo llamarme.
De forma alternante soy “tú” y “usted” para ti.
Aquí, en este mundo, nuestro respeto y amor por la vida de Dios nos dicen cómo hablaremos.
Ahora te pido que te dirijas a mí y que me hables como hacías en la tierra.
Pero si yo fuera un maestro y conociera todos los grados y fuerzas en este espacio, entonces tendrías que dirigirte a mí con un respeto sagrado.
Porque aquí la vida que está en un plano más bajo ama y respeta la que está con una sintonización más elevada.
Sin esos sentimientos, aquí ni siquiera podrías dirigirte a un ser más elevado.
Son leyes, leyes espirituales que aquí mantienen el alma dentro de fronteras delimitadas por uno mismo.
Esto en la tierra no se comprende, pero nuestra vida es distinta en tantísimos aspectos (—dijo).
Entonces se me vino una imagen del pasado: me veía a mí mismo en la tienda, subiendo a la planta de arriba.
Allí estaba acostado papá, enfermo, y me había llamado.
Esa imagen me hizo pensar en su lecho de enfermo, pero mis pensamientos retrocedieron aún más, hasta mi juventud.

—¿Qué significado esconde el hecho de que de repente tenga que pensar tan intensamente en mis años mozos? —pregunté a mi padre.
—Fue entonces cuando empezaste a quererme de manera consciente.
Allí, en Ámsterdam, empezó nuestro contacto.
Por eso iremos ahora allí.
¿Entonces también vería nuestra casa de entonces? ¿De modo que eso también era posible?
Papá adoptó mis pensamientos.

—Eso también es posible —dijo, y me pidió que lo siguiera.
Proseguimos nuestro camino, por encima de calles, plazas y canales.
Nada nos detenía, planeábamos sin más a través de la gente y de las paredes, eran como nubes.
Viví miles y miles de problemas durante esos instantes.
Pero papá me hacía sentir que no debía pensar en ellos, eso ya vendría, cuando hubiera llegado el momento para ello.
En esta vida había un orden sagrado.
No podías hacer nada que sobrepasara tus fuerzas interiores, solo conseguirías sucumbir.
Pero alguna vez se me concedería saber todo —así lo sentía—, se me concedería conocer todas esas leyes que me permitían avanzar y actuar de esta manera.
Por debajo de nosotros íbamos dejando atrás praderas, ríos, bosques, pueblos y ciudades.
No tardamos en llegar a Ámsterdam.
Mientras iba paseando allí por las calles familiares, todo me superó.
De nuevo me eché llorando en brazos de mi padre; me abrazó, lleno de comprensión y amor.
Retomamos el camino cuando volví a estar más tranquilo y listo para nuevos problemas.
Pronto llegamos a nuestra casa.
Ahora había allí una tienda de papel tapiz, pero igual que en Róterdam, papá me mostró la tienda nuestra.
Y, oh milagro, me veía de pequeño, dando vueltas.
No me atreví a preguntar a papá cómo era posible, porque sentí que entonces descendería a demasiada profundidad en esta ley.
Sabía que entonces me podría perder en ella, de modo que tenía que seguir sintonizándome solo en lo que mi padre quería mostrarme.
Oh, entendía la forma de actuar de papá muy bien.
Estaba yo regresando a lo que sentía por él de niño.
Entonces era mi protector, mi amigo, en quien depositaba toda mi confianza, todo mi incipiente amor.
Ahora había vuelto a ser mi protector, mi amigo y consejero.
Allí, mientras yo acompañaba a mi padre, volvía a florecer mi infancia; tenía que forzarme para mantener la serenidad.
Y al instante sentí la profundidad que me podía brindar procesar este poderoso milagro de forma tranquila.
Autocontrol, serenidad y concentración: eso es lo que se esperaba de mí, sólo así sería capaz de explorar todas las fases de mi vida y sacar las lecciones contenidas en ellas.
Porque ya sabía que si ni siquiera en esto era capaz de sostenerme, ¿cómo entonces iba a poder estar enseguida listo para ayudar a otros y servirles de guía?
Porque a eso íbamos.
¿No habían contado los maestros ya en el pasado durante las sesiones —según se me ocurrió de pronto— que solo sirviendo podías asimilar una vida más elevada?
Consciente de ello agucé la vista aún más mientras iba desplegándose la película de mi vida.
Cada ser humano organizaba su vida con arreglo a su propia visión, no había dos personas que vivieran una misma vida.
Me enfrentaba ahora a sacar de todos los hechos que mostrara esta película las lecciones que me ayudarían a construir una nueva personalidad en este mundo astral.
Cuando pensé en esto pregunté a papá:
—¿Te ayudó Angélica, Padre?
—¿Ya tienes conciencia de eso ahora, Theo?
—Sí, padre, querido padre.
Entonces ya no hace falta que me digas nada más y comprendo tu felicidad cuando entraste en esta vida.
Pero ¿dónde está Angélica ahora?
—Está en las esferas, Theo.
—¿Qué hace?
—Ayuda a otros, igual que yo ahora a ti.
—Es poderoso, padre, poderoso y natural.
¿Siempre estás con ella?
—Eternamente, Theo, hijo mío.
Siempre puedo verla si así lo deseo.
Cuando concluya mi tarea de ayudarte a seguir avanzando, volveremos a estar juntos.
—Es para arrodillarse, padre, y dar gracias a Dios por todo (—dije).
Vi nuevas imágenes, el pasado había despertado, y no se había echado a perder ni un solo acto, ni una sola palabra.
Ahora me veía a mí mismo en la tienda: papá estaba hablando con una señora y yo observaba desde no muy lejos mientras los escuchaba.
Ella le recomendaba leer los libros que la habían cambiado por dentro y que le suponían un firme apoyo ante las dificultades de la vida.
Papá le decía que le gustaría leerlos; un poco después ambos fuimos arriba.
Mamá nos recibió con maldiciones.
Papá me abrazó, como para hacerme olvidar la rudeza de ella, y volvió a serenarme.
Qué alegría me proporcionó su gesto de ternura, tan niño como era yo.
En una siguiente imagen me vi yendo a la escuela y volver.
Ya estando abajo me llegaban los chillidos de mamá.
Otra vez había una disputa por los libros que leía papá.
Mamá le lanzó uno a la cara.
Tuve que presenciar varias peleas, y de nuevo las viví en todo su horror.
Sin embargo, había una diferencia.
Por aquel entonces era un testigo infantil, pequeño, miedoso, que no comprendía; pero había en mí serenidad y comprensión al vivir las escenas desagradables.
Comprensión por el punto de vista de papá, que veía su modo de vida puro y religioso amenazado y atacado por mamá, que buscaba y servía el mal; comprensión por el dolor de papá, que por su amor por mamá quería apartarla del camino tenebroso que la conducía a la ruina.
Comprendía su preocupación por mí, a quien quería educar en su propio espíritu, para guardarme de la mala influencia de mamá.
Y ahora se multiplicaba por mil mi admiración por él.
Sólo ahora entendía su fanática voluntad de organizar su vida conforme a las leyes de Dios, solo ahora comprendía sus bellísimos sentimientos que lo convertían en un ser humano tan agradable y profundo, y que no por nada le procuraron un cielo.
Así, en cada escenario, la personalidad de papá se me fue configurando con más nitidez.
Después de cada escena empezaba a sentirme de otra manera, cada imagen me brindaba sabiduría en el espíritu.
En la tierra no habría podido aprender ni en veinte años lo que aprendía ahora en cosa de segundos.
Papá me miraba contento, sabía que habíamos alcanzado nuestra primera meta.
Esas imágenes del pasado me enseñaban a conocerlo mejor, lo que hizo que nos compenetráramos muy rápidamente.
Desde este sentimiento tendría que aprender ahora a dirigirme a su ser espiritual y a comprenderlo.
Y —como se ha dicho— ahora ya las condiciones eran favorables.
Quería postrarme de nuevo, pero los problemas que estábamos averiguando ahora me obligaban a seguir erguido.
No era momento de rezar.
También esto era nuevamente un milagro, otra vez estaba viviendo una nueva ley.
Esa ley me estaba obligando a pensar y a vivir las cosas.
¡También en esto había un orden!
Al final, el sentimiento de gratitud que manaba de mí era igual que una oración.
De modo que no precisaba poner palabras a mis sentimientos, sino que era preferible que siguiera los problemas que la película de nuestra vida estaba revelando tan profusamente.
Volvía a vivir, tantos años después, yo mismo muerto en la tierra, pero vivo del otro lado de la tumba, cómo mi madre iba por su propio camino y me abandonaba junto a papá.
La felicidad de la época silenciosa, tan apacible, que se abrió después, también la sentía ahora de nuevo.
Nos detuvimos muy largamente ante las imágenes que se revelaron después.
Eran las imágenes que nos mostraban haciendo sesiones de espiritismo.
Pero no solo nos veíamos a nosotros mismos, sino también a quienes venían hasta nosotros del otro lado.
Eran tanto ángeles como demonios.