Decido hacerme militar profesional y contraigo matrimonio

El servicio militar, que me reclamaba, cambió mucho mi vida.
Procedente de una existencia bastante retraída, de golpe me encontré en una comunidad ajetreada con gente de todo tipo.
Los primeros días todavía tuve que acostumbrarme a esa gran transición, pero pronto me adapté y no me costó hacer amigos.
Lo que jamás me había imaginado se hizo realidad: el servicio militar me sentaba de maravilla.
La agitada vida de soldado me absorbía por entero y me encontraba ante tantas cosas nuevas que los problemas que en casa me habían ocupado con tanta seriedad e insistencia, aquí pasaron a un segundo plano.
Yo, que antes prefería estar en casa y evitaba a la gente, ahora la buscaba y salía con ella.
Hacia el final de mi servicio militar consideré seriamente hacerme militar profesional; no me seducía nada la vida monótona que me esperaba en casa.
El negocio tampoco me atraía, me agobiaba tener que volver simplemente a la tienda, con su sinfín de grandes y pequeñas preocupaciones.
Mantener la contabilidad, ese aburrimiento desagradable de números, volvería entonces a empezar; la idea de tener que hacerlo, hasta morirme, me daba escalofríos.
Qué diferencia tan grande con la vida de soldado: era más libre, más amplía, más alegre.
Por supuesto que también tenía sus lados menos agradables, pero en conjunto el servicio militar me atraía más que una vida detrás del mostrador.
Sabía que al mozo le encantaría que le traspasara el negocio; el dinero que me reportaría lo podría apartar.
El servicio militar me garantizaba unos ingresos suficientes, de modo que también en ese sentido bien podía atreverme a dar el paso.
Así que nada me impedía convertirme en militar profesional.
El sentimiento de haber encontrado ahora mi destino vital me aligeraba y alegraba el espíritu, y me puse a mi nueva tarea con entusiasmo.
Mi felicidad ya fue completa cuando conocí a la chica que se convertiría en mi mujer.
La quise a primera vista, en seguida nos pusimos de acuerdo.
Nada nos impedía casarnos en poco tiempo.
Los primeros tiempos transcurrieron de manera muy feliz, la vida me parecía hermosa y buena, y cuando se nos dio una hija, me sentí la persona más feliz del mundo.
Con el sosiego de las horas nocturnas en casa, mientras mi mujer hacía punto, volví a la lectura.
Había encontrado en el ático los libros de papá en una gran maleta y eso fue lo que empecé a leer.
Entre ellos había muchos que en su día no llegué a leer.
En buena parte habían sido recibidos de manera mediúmnica y contenían revelaciones de espíritus sobre el más allá, la vida, el morir, el infierno y los cielos.
Se me abrió un nuevo mundo, o mejor dicho: un nuevo mundo se me estaba abriendo aún más.
Tiempo atrás me había detenido, espantado por mis desagradables experiencias con las sesiones, y más tarde, con la escritura por medio de mi mano, no había querido seguir penetrando en el mundo del espíritu, tal como se describía en los libros que papá había adquirido.
En esos tiempos había concedido más valor a las explicaciones destructivas que ofrecían mis propios libros sobre los fenómenos.
Y estos me habían instilado escepticismo frente a todo lo que viniera del otro lado.
Pero ahora esos libros no me atraían; no desaprovechaba ni una sola hora libre, me sentaba a leer los libros de papá con cada vez más ganas.
Eran horas hermosas, apasionantes: iba penetrando cada vez más en ese mundo en el que papá debía de estar viviendo ahora y del que ya en vida había recibido imágenes.
Ya al comienzo del servicio militar, una y otra vez me di cuenta por las conversaciones con mis compañeros de cuántas preguntas les rondaban la cabeza sobre Dios, la vida, la muerte y la vida en el más allá.
Y ahora estaba leyendo en estos libros la respuesta; respuestas que me sorprendían por su sagacidad, su lógica y su riqueza.
Ay, sin duda que ahora tampoco faltaban las ocasiones en que se asomaba la duda, pero no me afectaba, o apenas, porque me la sacudía de encima, para lo que me bastaba pensar: ‘¡Qué asombroso es todo lo que hay escrito en esos libros, pero para mí es irrefutable que no lo puede inventar el propio hombre!’.
Era comprensible que quisiera compartir con mi mujer la alegría que me despertaban los libros de papá.
Cuando supe suficiente para poder contarle muchas cosas, para poder responder a posibles preguntas suyas, empecé a hablarle de ellos.
Pero ¡qué grande fue mi decepción!
Ya después de mis primeras palabras, mi mujer, que profesaba una corriente protestante, me dijo sin rodeos que debía dejar esos libros, no debían estar en manos de un cristiano.
Su vehemencia me sorprendió, nunca la había visto así, y le pregunté cómo podía opinar así cuando ciertamente no sabía nada sobre su contenido.
Entonces resultó que mis ávidas lecturas le habían despertado la curiosidad y que ayer los había estado ojeando.
Se había asustado de las herejías que contenían, que estaban en el polo opuesto de lo que su iglesia le había enseñado.
Y también su madre los había ojeado, y esta los había llamado libros diabólicos, que no debían estar en nuestro hogar.
Sabedor de la dedicación con que profesaba su fe, no le tomé a mal esta oposición.
Yo mismo podía comprender mejor que nadie que aceptar estos libros no era cualquier cosa.
Así que conservé la calma y le dije que le contaría mucho sobre los libros, porque sí que querría escuchar, ¿no?
No, no quería oír ni palabra al respecto, salió de la habitación y oí cómo se fue a acostar.
Su brusco comportamiento hizo mella en mi alma; con el tiempo aquella se convertiría en una brecha, por donde se escaparían nuestra felicidad y nuestra armonía...
Vivíamos cerca del cuartel y una mañana sentí que algo me impulsaba a ir a casa.
Mi sentimiento me decía que algo no iba bien y me obligaba a ir a casa.
Mi mujer estaba junto a la estufa.
Me miró asustada cuando entré.

—¿Tú aquí? —preguntó mientras se ponía roja—.
¿Ahora?
Mi sentimiento se confirmó, algo no cuadraba aquí.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté entonces mientras me acercaba a la estufa.
Ya no hacía falta que me dijera nada: saqué un libro medio quemado del fuego.
En un fogonazo mis pensamientos volvieron a mi juventud y vi a mis padres delante de mí, mamá echando pestes de los libros de papá mientras le lanzaba un libro a la cara después de arrancárselo de las manos.
¿Íbamos a tener Annie y yo una misma vida?, me pregunté de golpe, transido de dolor.
Me fui sin poder decir nada más, preocupado, absorto en mis pensamientos.
Aún me resistía a creer que las diferencias de opinión podrían ser capaces de acabar con nuestra felicidad matrimonial.
Pero pronto caería del burro.
Después de Annie fueron sus padres los que se esforzaron por alejarme de la lectura de los libros.
Cuando tampoco ellos pudieron convencerme de que mi punto de vista era pagano, me enviaron a dos diáconos, y después hasta al mismo pastor protestante.
Consiguieron lo contrario de lo que pretendían.
Precisamente esas largas conversaciones afianzaron más y más mi convicción de que mis libros estaban en lo cierto.
Una y otra vez me quedaba más claro lo pusilánime, ilógica y hasta cruel que era su doctrina.
Tantas eran las cosas que tocábamos en nuestras conversaciones.
Yo aducía que era imposible que Dios, tal como ellos lo pintaban, pudiera ser considerado un Padre de Amor.
Yo preguntaba: ¿Acaso es posible que un Padre elija a un hijo Suyo, le dé toda la gloria del cielo, y que condene a Su otro hijo para la eternidad y lo envíe al infierno?
A esta y todas mis demás preguntas respondían invariablemente y encogiéndose de hombros, que las decisiones de Dios eran inescrutables.
Ante mi encendida argumentación de que Dios no dejaba que se perdiera ni uno solo de Sus hijos, sino que estos, después de enmendar sus pecados, volverán todos, sin excepción, a Él, respondían muy indignados que los libros que propagaban, semejantes teorías eran paganos y sus adeptos, herejes.
Mientras tanto, la relación entre mi mujer y yo iba deteriorándose día a día.
Se fue entristeciendo, iba a sus cosas y no decía más que lo imprescindible.
Te aseguro que me resigné, pero no sin más.
Tenía todo el interés del mundo en hacer las paces con ella y en recuperar la armonía de los primeros años de nuestro matrimonio.
Cada vez volvía a inventarme cosas nuevas para sorprenderla, lo intentaba con flores, con bisutería, con ropa, en resumen: la mimaba como nunca antes había hecho.
Todo lo aceptaba con una breve risita, pero no renunciaba a su rígida actitud de rechazo.
Cuando alguna vez yo ya no lo aguantaba y le hacía reproches, me espetaba de golpe, con acritud y encono, que podía estar contento de que ella siguiera aquí, compartiendo el mismo techo con un hereje...
Tuve que aceptar que nuestro matrimonio estaba encallando por diferencias de fe, por la fe que precisamente debería unirnos a los seres humanos...
Durante estos días las palabras de papá se me venían a la mente con una claridad dolorosa, solo ahora me daba cuenta de su significado.
“Y te pido una cosa más”, había escrito más o menos a través de mi mano: “¿Tendrás mucho cuidado luego cuando pongas tus manos en otras?
Has de saber lo que hagas, piensa, sondea e intuye: de lo contrario no te salvarás de los golpes”.
El cambio de actitud tan repentino de Annie me había tomado desprevenido; el amor que yo imaginaba en su interior de golpe se había transformado en frialdad.
Me soportaba y al mismo tiempo se veía como una mártir, a quien el destino había colocado junto a un pagano, a un apóstata.
¿No me habría sido posible prever todo eso?
Sí, ahora tenía que reconocerlo, y más si hubiera seguido el consejo de papá.
Annie era muy beata desde hacía tiempo; desde que la conocía no había faltado ni un solo domingo a la iglesia, y volviendo ahora la mirada, ya había dado muestras en más de una ocasión de que era una acérrima adversaria de otras visiones en el ámbito de la fe.
Todo eso debería haberlo pensado antes y haberle familiarizado con más diálogo y tacto con mis ideas, tan diametralmente opuestas a las suyas.
Reflexioné que podría haberme ahorrado a mí mismo este golpe.
Pero —así me reprochaba a mí mismo— entonces debería haber sondado a Annie, debería haberla seguido en sus pensamientos, en sus quehaceres, y la habría comprendido mejor, habría podido acogerla mejor, y entonces probablemente nos habríamos entendido, e incluso estado más próximos el uno del otro.
Sentía que yo mismo había fallado tremendamente, que en el matrimonio no bastaba con decir al otro: “Te quiero”, sin tomarse ninguna molestia de adentrarse más en el otro, lo cual era necesario para una sana armonía, según me había quedado ahora estrepitosamente claro.
Pero aún no sería demasiado tarde para ello, creía esperanzado.
Ante todo tenía que arreglármelas para salvar el abismo entre nosotros.
Después de darle muchas vueltas vi mi camino.
No conduciría a ninguna parte.
Fracasaron mis intentos de que me viera con otros ojos.
Se mantuvo irreconciliable, y con ella, sus padres.
Le pregunté qué debía hacer para conseguir que el ambiente en casa cambiara y mejorara.
Sacar esos libros diabólicos de casa, respondió, y creer lo que su iglesia enseñaba como la verdad.
Ya me alegré de que respondiera mi pregunta, porque de costumbre se salía de la habitación si tocaba la cuestión.
—Mis libros no los ha escrito el diablo, Annie, por favor, créeme.
Lo que enseñan precisamente es que nosotros, los seres humanos, hemos de ir a Dios, que lo tenemos que amar.
También dicen que hemos de amar a nuestros prójimos.
Es por eso que no quiero que vivamos ignorándonos tan fríamente.
Hazme el favor y échale un día un vistazo a uno de esos libros, aunque solo sean unos pocos capítulos.
No me digas que eso te pueda perjudicar.
Y entonces quizá pienses de mí de otra manera.
Hazlo por mí, no es posible que tu amor por mí haya muerto, ¿no? (—pregunté).
No, agitaba la cabeza con determinación en señal de rechazo, no iba a leerlos.
Solo leía lo que su iglesia le daba para leer, y su Iglesia sí que estaba en lo cierto.
¿Que cómo estaba tan segura, que solo su iglesia estaba en lo cierto?
Esa iglesia existía desde hacía siglos, fue su respuesta.
Había grandes eruditos que aceptaban lo que ella aprendía, tenía millones de fieles.
¿Y todas esas personas iban a estar equivocadas?
No, solo tú estás en lo cierto, añadió con desdeño.
No quería oír hablar más de esto, yo ya estaba al tanto de su exigencia.
Aún lo intenté de otra manera y le dije:

—Pero tu iglesia, en la que dices creer tanto, también te enseña, ¿no es cierto?, que has de amar a tu prójimo como a ti mismo, y que...
Dio un portazo a modo de respuesta.
Algún tiempo después Annie se puso gravemente enferma, tanto que el médico temía por su vida.
Le dio una neumonía que había degenerado en pleuritis.
De qué poca fe dieron muestra Annie y sus padres en esas semanas.
Mirando de cara a la muerte, había quedado poco de su esperanza de que después de que muriera Dios la estaría esperando y que estaría eternamente en Su Santidad.
La mantenía presa un miedo atroz a morir.
Cuando vi su desesperanza y temor se me ocurrió lo diferente que había sido la actitud de papá ante la muerte.
Ella siempre había proclamado que pertenecía a la iglesia elegida, sabía, decía, y había vivido según este saber, pero ahora, en los instantes en que Dios, al parecer, la iba a llamar, no había quedado nada de su seguridad, y lo que hacía era temer volver a estar con Él.
En lugar de estar dispuesta a morir y de estar contenta con la perspectiva de ver entonces a su Dios, rezaba y suplicaba que por qué no se la dejaba vivir un poquito más.
También papá decía que sabía, pero así es como se portaba: se había preparado tranquilamente y con humildad para hacer su transición.
Para él la muerte no tenía nada terrible, porque sabía lo que le esperaba al otro lado de la tumba.
Hablé con Annie, intentando tranquilizarla, infundiéndole valor y confianza.
Le dije que para nada estaba decidido que fuera a morir.
Solo Dios lo sabía.
Así que tenía que poner su vida en Sus manos, y dejar de quejarse y lamentarse.
También que debía darse cuenta, le dije, que en el fondo no existía la muerte y que seguiría viviendo allí del otro lado; que sería preferible que rezara y se entregara llena de confianza a su Padre Divino, que no la condenaría ni a ella ni a ningún otro hijo Suyo.
Ciertamente, Annie escuchaba y se serenó un poco.
La crisis estaba llegando a su punto culminante.
Mis suegros se retorcían las manos en desesperación, no podía ser que se hija se fuera.
No tenían más hijos que ella.
Dios tenía que dejarla aquí, su hija tenía que vivir...
También a ellos pregunté dónde había quedado su confianza, y dónde su entrega a las decisiones de Dios, que sin embargo, como buenos cristianos, debían poseer.
Su respuesta fue contundente; que desde luego yo aquí era el último con derecho a hacer preguntas, que cómo era posible que me atreviera a pronunciar la palabra Dios.
Por cierto, dijeron, sabían muy bien por qué me quedaba tan tranquilo, sin mostrar tristeza sobre la posible partida de mi esposa: es que la odiaba y seguramente que estaría suspirando por volver a ser hombre libre.
Esas palabras me obligaron a hacer un gran esfuerzo por dominarme.
Conque mis palabras eran malentendidas de este modo; así era como se explicaban mi confianza y entrega.
¡Cuánta vileza e incomprensión destilaban sus palabras en el fondo!
Y ellos qué iban a saber de mis sentimientos por Annie, de mi firme voluntad de cambiar nuestra disarmonía por felicidad y amor.
Mi suegro era consejero parroquial de su iglesia, ¿cómo era posible pues que hablara con tanta frialdad!
Annie padecía dolores horrorosos; me quedé un rato a solas con ella y de pronto tuve la sensación de que podía ayudarla.
Tomé sus manos entre las mías y mientras tanto le hablé con mucha calma.
De repente sentí claramente sus dolores.
Se me vinieron a la mente las palabras de papá, pronunciadas cuando estaba en su lecho de enfermo.
“Puedes curar a las personas.
Tus manos irradian una fuerza que cura”.
Pensé muy intensamente en papá y le pedí que me ayudara, si podía.
Y con fervor recé a Dios, suplicándole que me diera la fuerza que pudiera sanar a Annie, si esa era Su Voluntad.
Rebosante de gratitud vi un poco después que Annie, que ya llevaba noches sin pegar ojo por sus dolores, estaba dormida.
Al día siguiente, el médico tenía una expresión como si hubiera sucedido un milagro.
Mi esposa tenía un aspecto bastante mejor, dijo, no comprendía muy bien ese brusco cambio.
También los siguientes días tomé las manos de Annie entre las mías, enviándole así fuerza.
Yo sentía claramente que papá estaba conmigo y que me ayudaba.
Y algún tiempo después el médico dictaminó que estaba fuera de peligro.
De tan contento que estaba dije a Annie el modo en que la había podido ayudar y llamé a la curación un milagro en el que el otro lado —eso era un hecho para mí— tuvo que haber intervenido.
Se lo comenté con entusiasmo y detalle, con la esperanza de que esto la hiciera cambiar de parecer.
Me equivoqué dolorosamente: apenas había terminado de hablar cuando empezó a despotricar que era una vileza que la arrastrara a ese mundo, no quería esa porquería, ¡no quería mejorar si era con esos tejemanejes diabólicos!
Cada palabra suya se me hacía como una piedra con la que elevaba aún más el muro que nos separaba.
Ahora que estaba fuera de peligro, Annie olvidaba su miedo a la muerte.
Pero yo, yo no podía olvidar tan fácilmente su actitud.
Ni Annie ni sus padres resultaron estar preparados para la muerte.
‘Pero ¿cuántos sí?’, me preguntaba.
‘¿De que servía ir fielmente a la iglesia, dejar que te atiborraran el espíritu con proverbios de la Biblia, con palabras, si Dios, a pesar de eso, continuaba resultándote lejano, extraño y amenazante, si la vida eterna, de la que te cantaban todas las glorias, te seguía pareciendo, a pesar de todo, más aterradora que la terrenal, y te hacía luchar como un animal para poder conservarla?
Qué poco vital y convincente debía de ser la doctrina de las iglesias si después de veinte siglos la mayor parte de sus creyentes seguía sin vencer su miedo a la muerte, a Dios y a la vida eterna...
Con tanta más gratitud pensaba en las predicaciones bondadosas y hasta grandiosas que había encontrado en mis libros espiritualistas, que quitaban por completo el temor a la muerte, que nos mostraban a Dios como un Padre amoroso y estrictamente justo, ante quien ni uno solo de Sus hijos necesitaba tener miedo o estremecerse, ¡en esencia un Dios en todas y cada una de Sus Obras!
Y mi deseo de atraer a Annie hacia este pensamiento, de quitarle así su miedo a la muerte, se hizo mayor que nunca, para que luego pudiera entrar en la vida eterna con una mejor preparación.
No pasó mucho tiempo antes de que se confirmara por segunda vez que era correcta la predicción de papá sobre mi don de curar a los enfermos.
Un conocido mío se enfrentaba continuamente a enfermedades en su familia; sus dos hijos llevaban ya bastante tiempo en cama, quejándose de dolores de barriga, sin que el médico supiera muy bien qué les pasaba.
Su mujer tampoco estaba bien del todo.
Cuando lo visité un día y le hablé del brusco cambio en la enfermedad de mi mujer gracias a mi tratamiento, me preguntó que por qué no hacía entonces lo mismo con sus hijos.
Me llevó a las camitas de sus hijos y repentinamente me entró la misma sensación que aquella vez junto al lecho de enferma de Annie: que podía ayudar, que podía aportar curación.
Sentí una felicidad sin límites cuando a los niños se les fue el dolor de barriga y la palidez, y recuperaron la alegría.
También le quité los dolores a la mujer.
Esos días era como que planeara en lugar de que anduviera, mi alegría me daba alas.
Y una y otra vez daba gracias a Dios por permitirme servir y ayudar a otros.
‘Qué gloria es dar’ se me pasaba esos días por la cabeza, ¡qué sentimiento tan anchuroso y alegre hace acelerar entonces el corazón!
Entretanto, había habido un acercamiento con la familia, me había convertido en un amigo del hogar.
Y entonces constaté lo malas que eran las circunstancias en las que vivían.
La mala suerte en los negocios los había obligado a contraer deudas, su amortización se tragaba casi todo el dinero que necesitaban para vivir.
Entonces me vinieron a la mente las palabras de papá, pronunciadas hace mucho tiempo.
“Hemos de ayudar a los demás todo lo que podamos.
Es una obligación cristiana.
Pero sí has de saber que dar es un arte.
Porque no todos los que lo piden merecen ser ayudados.
Es un arte, dicen los maestros de este lado, porque con frecuencia hacemos peores a quienes ayudamos, en lugar de mejores.
Así que da a espuertas, Theo, nunca te aferres a tener.
Da cuando tengas que dar, pero mantén tu cartera cerrada cuando te cruces con el ladrón”.
Esta gente merecía ser ayudada.
Se privaban de lo más imprescindible, solo para pagar sus deudas, y sin embargo no se quejaban.
Disfrutaba ayudándolos, viendo cómo volvía a lucir el sol en sus corazones.
Leían mis libros con avidez y cuando nos visitábamos profundizábamos en los asuntos espirituales, instruyéndonos durante horas.
Annie, que no sentía necesidad de tener amigos y solo visitaba y recibía a sus padres, los esquivaba todo lo que podía.
Un día estalló un conflicto entre ella y yo.
Al hablar más de la cuenta, se enteró que había ayudado a esta gente con dinero.
Se puso furiosa.

—¿Qué? ¿Tú te crees que yo intento gastar lo menos posible por esos tipos, por esos holgazanes, esos vagos, que ni siquiera son capaces de llevar un negocio? —gritó.
Le pregunté si es que entonces nunca había oído en su iglesia estas palabras de Cristo: “En verdad les digo que cuanto hicieron a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron”.
—¡Herejes, eso es lo que son, igual que tú!

Y esas palabras, exclamadas llenas de pasión, eran las que tenían que explicar su actitud.
Me mostró su amargura hacia mí y mis libros; me hizo ver la fosa que ya había entre ella y yo.
Salí de casa más desanimado que nunca, en busca de la naturaleza.
Me preguntaba cuál podría ser la causa de que ella y sus padres se posicionaran con tanta hostilidad, tan irreconciliables, frente a quienes pensaban de otra manera que ellos.
Y me pareció que era por esto: se creían los hijos elegidos de Dios, bajo la autoridad de su iglesia, y cualquiera que no perteneciera a su fe era un hereje.
Esa opinión creaba distancias entre la gente, según reflexioné, que jamás serían salvables.
¿Cómo iban a poder entenderse las personas, los pueblos, si se dejaban alejar unos de otros por unas ideas así de horribles?
“Haces que mi vida sea un infierno”: ¿Cuántas veces no me había dado a entender eso?
¿Realmente era así o es que ella misma era la causa de que lo fuera?
¿Es que entonces me tenía que plegar a su voluntad, retirar los libros de casa y sacar a cuchilladas de mi corazón todo lo que estos me habían dado de sabiduría vital, serenidad y alegría?
¡Como si fuera capaz de hacer algo así!
¿Hacía yo mal en querer vivir mi propia fe, a pesar de las objeciones de ella? ¿En rodearme de amigos para quienes los libros eran alimentación espiritual, igual que para mí?
Pero entonces me ponía a repasar cómo actuábamos.
Ella odiaba a los heterodoxos, y a mí me amargaba la vida con su forma de actuar denigrante y sus gélidos silencios, solo esporádicamente salpicados de comentarios y críticas punzantes.
Yo no la odiaba; al contrario, siempre volvía a buscarla, no dejaba de darle pruebas de mi amor y me cuidaba de no herirla en su fe.
¿Tenía que seguir sus pasos odiando también?
¿Qué es lo que le merecían a ella los demás?
Había hecho escenas desagradables cuando descubrió que ayudaba a terceros con dinero.
¿Es que entonces yo también tenía que cerrar mi corazón a la necesidad del prójimo?
Y ¿era bueno aislarse tanto, evitar tanto a la gente como ella?
¿No era una forma de pobreza?
Ella no era nada para nadie, nada podía dar, todo lo buscaba en su casita bien reluciente y donde sus padres.
¿No teníamos justamente la obligación de estar con los demás, darles amor, buscar sus corazones?
No, mil veces no: no podía seguirla en esto, no iba a deshacerme de mis libros.
Prefería serle un ejemplo, imponerle respeto; algún día entendería que no era un hereje, sino que creía en un Dios y que procuraba servirlo a Él.
Para convencerla de mi buena voluntad, un día le puse en la mano cuatro mil florines.
Alzó la mirada extrañada, como preguntándome.
Entonces le dije que para demostrarle que de ninguna manera quería ser injusto con ella, le cedía la mitad de mi dinero.
Podía hacer con él lo que quisiera, a condición de que prometiera no hacerme reproches si daba a los demás mi parte del dinero.
Al ver su alegría sentí un dolor lacerante.
No guardó el dinero inmediatamente, sino que fue colocando billete tras billete delante de ella encima de la mesa; por primera vez en mucho tiempo la vi sonriente y contenta...
Poco o nada conseguí con este gesto.
Sí que cumplió su parte de nuestro acuerdo y no volvió a increparme cuando ayudaba a los demás.
Pero ahora manifestaba su disgusto de otra manera: poniendo caras largas, caras que día tras día se hacían más largas.
Se me hacía aún más patente lo fría, vacía y pobre que era nuestra vida doméstica cuando veía la relación que había entre mi amigo y su mujer.
¡Qué vínculo tan glorioso y fuerte había entre esos dos!
Qué increíblemente hermoso es el matrimonio cuando dos personas se comprenden.
Estos dos se amaban, se concedían todo, nada les parecía excesivo para que el otro estuviera a gusto.
Se comprendían sin tener que decir palabra alguna.
Se tenían consideración y un respeto inmaculado, y a Dios le ha tenido que complacer seguirlos.
Cuando me despedía de ellos y volvía a mi cueva congelada muchas veces me sentía fatal.
Una de esas noches hablé largamente con Annie y la imploré que por qué no adoptaba por fin otra actitud conmigo.
—Quieres a tus padres —le dije—; ¿no puedes sentir lo mismo por mí?
Soy tu marido, te amo, quiero hacer lo que sea por tu felicidad.
¿No me puedes dar entonces un poquito de amor?
¿Tuviste alguna vez una amiga?
Claro que la tuviste.
Bueno, ¿y podías estar siempre resentida con ella?
¿La rechazabas con la mirada?
¿Dejabas de hablarle durante días?
Entonces ¿por qué sí actúas así conmigo?
Trátame al menos como a un amigo, sé una verdadera compañera para mí, y la vida aún nos podrá sonreír.
La culpa es de mis libros, dices.
Pero, por favor, déjamelos tener.
Sé generosa por una vez, yo a ti no te ataco: entonces no dejes que mis libros te molesten.
Me contaminan, dices, y quien los lee abre su corazón a Satanás.
Pero mira por una vez a mis amigos, a quienes tanto maldices.
¿Actúan de forma satánica?
Han padecido una pobreza que clamaba al cielo, pero no se quejaban; decían que querían aceptar, sin rechistar, lo que Dios les ponía sobre los hombros.
Siempre arriman los hombros, ¿entiendes?, siempre, para cargar el sufrimiento; así es como lo llevan y así es como entretanto aún florece su amor.
Y ahora han perdido a su hijo mayor, y sin embargo no dicen blasfemias ni acusan a Dios.
Se resignan y se animan uno al otro.
Mira, eso es fuerza, eso irradia algo.
¡Esos sí que son cristianos, eso sí que es un matrimonio!
—Dios los ha castigado, ¡eso es otra cosa!
¿Tengo que hacer algo más que rezar para que Dios no te castigue algún día también a ti?
¿Es que tengo que estar contenta y abrazarte con efusión porque pasas de largo de Su iglesia? (—preguntó).
¿Cómo podría yo salvar alguna vez el muro que había levantado ella con su fanática incredulidad hacia mí?
¿Es que no entendía ella misma que era imposible servir a su Dios con su actitud llena de encono y desprovista de amor?
¡Eran preguntas que ya no me serían respondidas en esta vida!
Después de mi ascenso a sargento mayor me trasladaron de Amersfoort a Arnhem.
Entretanto, sus padres se habían mudado a Róterdam.
Estaba yo bastante esperanzado de que Annie cambiara de actitud, ahora que ya no estaba bajo la égida de sus padres, y de que se acercara más a mí en ese nuevo entorno.
Pero también esa esperanza fue en vano: una extraña fuerza mantenía cerrado su corazón para mí.
Aun así los años en Arnhem me aportaron una felicidad grande, intensa.
Llegué a conocer los libros que fueron llevados a la tierra por el maestro Alcar y por usted, el instrumento, por medio de quien ahora se me ha concedido escribir.
¡Es inconmensurable cuánto me han dado esos libros!
¡Cómo disfrutaba de las descripciones de los viajes que hacía usted por los cielos e infiernos junto a su maestro!
¡Qué impresión tan aplastante me causó el espíritu Lantos con su historia sobre su vida en la tierra, su suicidio y su llegada y estancia en la tierra del otro lado!
Qué grande fue mi sensación de felicidad y mi gratitud cuando pude leer en los tres libros sobre ‘El origen del universo’: cómo había creado Dios el mundo, los planetas, a los seres humanos y los animales. (Este libro apareció primero en tres tomos diferentes).
Se me amplió tanto el conocimiento sobre la vida aquí en la tierra y en los mundos astrales.
Y constaté, estremecido, que lo que el maestro Johannes, o sea, Angélica, nos había contado una vez, estaba siendo confirmado por los libros de usted.
Entonces se me ocurrió viajar a usted; me impulsaba mi deseo de conocerlo, a quien se le concedía vivir estas cosas poderosas.
Lamentablemente, no conseguí liberarme.
Fue un mes antes del estallido de la conflagración mundial, y la tensa situación internacional nos retenía a nosotros, los militares, en los cuarteles.
Era imposible imaginarme entonces en qué circunstancias sí me encontraría algún día con usted...