El final de mi padre

Tenía yo casi diecinueve años cuando mi padre hizo la transición.
Desde hacía tiempo se había estado preparando para morir.
En esos años habíamos llegado a tener una hermosa relación.
Nos bastaban unas pocas palabras para entendernos.
Hablaba con frecuencia de la muerte y entonces se parecía a un filósofo para quien la muerte ya carecía de misterio alguno.
Los libros y el maestro Johannes le habían revelado muchas cosas sobre la vida después de la muerte; reflexionaba profundamente y eso le daba una serenidad que lo hacía pensar sin temor en la proximidad de su final.
Una noche dijo:

—Antes de que me muera, Theo, hijo mío, tenemos que acordar algo.
Tiene que ser posible que te alcance desde ese mundo, te querré contar entonces muchas cosas de lo que vea y viva allí.
—Pero ¿cómo piensa alcanzarme, papá?
—Pues tú tienes un don mediúmnico.
Me encogí de hombros.
En los años desde que había permitido que escribiera mi mano, había empezado a sospechar de mis supuestos dones de médium.
Había leído un libro, uno que me había parecido de plena confianza, en el que se concedía escaso valor a esta manera de escribir.
“Lo que se anota viene directamente, en la mayoría de los casos, del subconsciente de quien presta su mano”, había sido el dictamen.
Lo acepté de buen grado.
—Cuando esté allí y venga a verte —prosiguió papá—, escribiré por medio de tu mano.
Nuestro contacto ya es muy hermoso, así que allí seguro que también cuajará.
En cualquier caso, rezaré allí para que se me conceda ir a donde estés.
Ya tenemos que anotar algo.
Entonces te podré mostrar desde allí que soy yo.
Ya me encargaré yo, Theo.
—¿Y si resultara que el que se muere antes soy yo?
—No te morirás antes.
Yo iré antes que tú, eso lo sé —respondió papá con decisión.
—¿Cómo estás tan seguro de eso? —pregunté.
—No sabría decírtelo, pero lo siento.
Lo verás.
Estoy cansado últimamente, Theo, terriblemente cansado.
—¿No será mejor que llame a un médico?
Papá accedió, aunque argumentaba que ya no había quien lo pudiera ayudar.
Ya no le quedaba mucho tiempo.
Llegó el médico y examinó a papá.
Le pareció que tenía el corazón algo débil, pero no creía que hubiera un peligro grave.

—Es usted todavía demasiado joven para abandonarnos —dijo en broma.
Hacía algún tiempo ya que yo había contratado a un dependiente a petición de papá.
Como era hábil y honesto, podía dejar el negocio en sus manos durante una parte del día.
Esas horas las pasaba con papá.
Nuestro contacto se hizo aún más intenso, muchas veces se me hacían sagrados los momentos cuando estábamos juntos y me hablaba de sus queridos libros.
‘Qué profundo su pensamiento’, solía yo pensar entonces, ‘y qué carácter tan agradable y sincero tiene’.
A veces me parecía que ya vivía en ese otro mundo de lo quieto que yacía, reflexionando, con una sonrisa en la boca.
Una vez, después de que se marchara el médico y de que este le insistiera en que iba a mejorar y en que el cansancio se le iría desapareciendo, volvió a estar muy quieto, tumbado.
De pronto empezó a hablar:
—La de cosas que un ser humano puede vivir, Theo.
Escucha.
Hace un momento estaba en un mundo completamente diferente.
Mientras el médico me examinaba, me entró la sensación de que alguien me llevaba de aquí.
No puedo describirlo claramente.
En cualquier caso, estaba muy lejos de aquí.
Estabas conmigo, y mamá también.
Pero ahora viene lo que te quiero contar.
Cuando el médico casi había concluido su examen y me dijo que con toda seguridad iba a mejorar, una voz me dijo de golpe: “No te vas a mejorar, pronto vendrás aquí, donde la vida es eterna”.
Esa voz la conocía, tan familiar me resultaba.
Después regresé de nuevo aquí.
Quería abrir los ojos, pero no lo lograba.
Tú pensabas que yo dormía.
Te estuve llamando.
Pero aún así no era yo quien te llamaba.
¿Te parece extraño? —añadió papá con voz tenue.
Había estado escuchando a papá con preocupación.

—Si yo fuera tú, ahora me iría a dormir un poco.
Necesitas mucho descanso —insistí—.
Todavía no te vas, eres demasiado joven para morir.
—¿No te crees lo que viví, Theo?
¿No será que tienes miedo de que parta?
Tenemos que prepararnos para ello.
Todavía hablaremos mucho.
Te contaré todo lo que piense y viva.
Me siento agradecido por lo que me dio mi breve vida.
—Padre, el médico...
Entonces se sonrió, como alguien que sabe.

—Dios es amor, Theo.
No tengo miedo a morir, ahora que se me concede entrar en breve a Su Eternidad.
Tengo paz en mi interior, hijo, y todo eso se lo debo a mis libros.
¿Tú también los leerás, Theo?
¿Y estarás abierto para mí luego, cuando yo esté allí?
Se lo prometí, con un nudo en la garganta, pero a la vez le insistí en que ahora fuera a dormir.
Cuánto lo quería.
Los últimos meses, desde que hablábamos de esta manera tan íntima, me había sentido muchísimo mayor.
No creas que siempre hablábamos en serio, para nada, teníamos un carácter animado y podíamos reírnos de corazón y divertirnos como niños alegres.
Pero me sentía más maduro que los jóvenes de mi edad con los que trataba, me sentía preparado para las facetas graves que la vida sin duda me mostraría también a mí.
Sentía ahora una creciente necesidad de leer, en esto también me parecía a mi padre.
No tenía amigos, no los buscaba, aunque papá insistiera en que lo hiciera; no me hacían falta.
Papá lo era todo para mí, seguro que jamás me encontraría con un amigo mejor.
Era un padre y una madre para mí.
Incluso me enseñó a amar a mi madre que se había ido.
Papá era grande, y la idea de tener que echarlo en falta y quedarme sin padre ni madre ni amigo me atemorizaba y me causaba mucha tristeza.
Porque igual que él yo sabía que moriría.
El médico no estaba en lo cierto.
Esta sabiduría vivía bajo mi corazón, igual que le pasaba a papá.
¿Son más sensibles los moribundos que las personas sanas?
Es lo que me preguntaba en esos días en los que papá una y otra vez me daba las pruebas de esa idea.
Sonó su campanilla y cuando acudí buscaba mi mirada.
Me tomó de la mano, sin apartar su mirada ni un segundo.
—Me echarás de menos, Theo, así lo siento.
¿No es cierto?
—Es algo que quiero apartar de mí, Papá, que te vayas de mí.
Pero ese pensamiento vuelve una y otra vez.
—Incluso quiero pedirte que pienses en ello, hijo mío.
Piensa mucho sobre el hecho de morir, porque así es como te reconciliarás con ello.
Nosotros no somos como la mayoría de las personas.
No son imaginaciones mías, tú lo sabes.
Pero nosotros no tememos a la muerte, ¿verdad?
Tienen miedo a entrar en la vida eterna, en sus adentros lo aborrecen.
Nosotros sabemos que es lo más poderoso que Dios pueda dar al ser humano.
¿O lo ves de otra manera, Theo?
—No, padre.
—Me salió de lo más hondo del corazón, porque yo también estaba convencido de la eternidad de la vida.
—Pero todavía no quieres perderme; esos sentimientos no dejan de llegarme.
—¿De modo que lo sentías?
—¿Sentir?
¿Qué es sentir, Theo?
Es algo más, es saber, es como si se estuviera diciendo en mi interior.
Ahora reflexiono mucho, regreso a mi juventud, y repaso todo lo que vino después.
Ahora sé que fue bueno que mamá eligiera su propio camino, de todas formas yo no habría sabido enseñarle nada.
Se hará mucho daño a sí misma, pero solo así aprenderá.
Irá cometiendo error tras error, pero algún día sentirá remordimientos, y ella misma se detendrá.
Siento que me hago más viejo a cada segundo que pasa.
¿Es porque esta vez sí estoy bien enfermo?
¿Es que la enfermedad sacude y despierta el interior del hombre?
Parece que así es.
Todo en nuestra vida tiene un significado.
En mí sientes a tu padre y a tu madre, soy los dos para ti.
¿Cómo es que somos tan uno en pensamiento y sentimiento, que podemos significar tanto el uno para el otro?
También eso ha de tener un significado.
Creo que sé cuál.
Lo que es decir: aún no lo puedo.
Quizá más tarde.
—Ahora de verdad que tiene que descansar, padre.
Se está cansando demasiado.
Esa noche me entregó un sobre cerrado.
Tenía que dejárselo en depósito al médico, dijo.

—Cuando me encuentre allí, en ese lugar, espero transmitirte su contenido.
Nadie sabe lo que contiene, solo yo lo sé.
Será una prueba muy hermosa.
Ahora ponla en otro sitio y mañana dásela al médico.
—¿Quiere que le lea un poco todavía, padre?
—En este momento prefiero hablar, hijo mío.
Tengo tantas cosas que contar.
Ya podremos leer más tarde (—dijo).

Pero no habló más y cerró los ojos.
Me asaltó un fuerte temor.
‘Ahora va a morir’, pensé.
Sin saber qué hacer, posé mis manos en su frente, como si de esa manera iba a poder retenerlo conmigo.
Pero de pronto abrió los ojos y me sonrió.
Muy tranquilamente, con una voz clara y firme, pero como si, no obstante, me hablara desde muy lejos, dijo, mientras yo sostenía su mano:
—Ya vivo allí, hijo mío, y aún así sigo aquí.
Ahora sé que soy viejo, muy, muy viejo.
No se trata de quién seas, o de lo que hagas, sino de lo que sientas.
Esto me ha llegado con mucha claridad.
Poseer sentimientos te hace inmensamente rico.
No se pueden adquirir estudiando.
No hace falta hacer nada.
Solo hay que pensar —lo que es pensar— y entonces te entran.
Pensando es como se despierta tu espíritu.
Aquí en la tierra lo único que cuenta son los conocimientos.
Pero ahora sé, que solo los sentimientos nos abren los cielos, el espacio.
Siento —así que ahora puedo decir: sé—, siento lo que harás después de mi muerte.
Nadie te podrá impedir hacerlo, pero de lo contrario te aconsejaría que sobre todo no lo hicieras.
No te sirve de nada, no conseguirás nada con eso.
Porque ahora sé que nos es imposible vivir la vida de los demás.
La tienen que construir ellas mismas.
Todo esto me entra así, Theo.
¿Que si es mío propio?
Todavía no he llegado a ese punto.
Cuánto me gustaría conseguir ser algo.
No me malentiendas.
Para ser grande en sentimientos, quiero decir.
Estos días pienso en muchas cosas.
Cómo me habría gustado hacerme médico.
Pero mis padres no tenían dinero.
Bueno, no, no fue así realmente.
Eso no habría sido el mayor obstáculo.
No era muy buen alumno.
No podía dedicarme a estudiar, porque era incapaz de pensar.
Ahora sí sé hacerlo, y me vuelven todos los pensamientos al respecto.
Es extraño: me hubiera gustado ser médico, pero ahora sé que también eso no es del todo así.
Ese deseo no es de este mundo, vive allí: en la vida eterna (—dijo).
Mientras había estado hablando, papá había cerrado los ojos; yo ya no tenía miedo de que se me muriera ahora en mis brazos.
Había una gran paz en nosotros dos.
Seguía sujetando su mano en la mía.
—Es ahora cuando empiezo a vivir —prosiguió papá, todavía con la voz firme—.
Otros dicen que se me agotó el tiempo, pero no es cierto.
Solo ahora es cuando comienza mi vida.
Mi cuerpo está debilitándose, cierto.
Cada día más, ya lo verás.
Pero mi espíritu está ganando fuerza y hondura.
Y es de eso de lo que se trata.
Ya lo dijo entonces el maestro Johannes, sus lecciones me vuelven una y otra vez, no me he olvidado de ni una sola.
Quien viva sin el conocimiento de la vida eterna está muerto en vida.
Por eso dije que es solo ahora que empiezo a vivir.
Aquí es donde papá guardó silencio, pero por poco tiempo.
Me parecía que tenía el espíritu incansable, más activo que nunca.
—Es una gracia, Theo, que a ti, desde tan temprana edad, ya se te haya concedido saber.
Te ha hecho mayor, más maduro, más consciente, más serio.
Muchos padres dirán que no es bueno involucrarte, con lo joven que eres, en estos difíciles problemas.
Pero les digo que es bueno, justamente.
Eres joven y sin embargo adulto, y eso es bueno.
Así, luego tampoco te quedarás tan solo.
La gente joven necesita mucha ayuda.
Tú te podrás ayudar a ti mismo.
Serás fuerte, ¿no es así, hijo?
Me apretó la mano con fuerza.

—Ahora tienes que ir a dormir, hijo mío.
Mañana seguiremos hablando.

Con los ojos cerrados y una expresión fina, casi distinguida en el rostro, así lo dejé.
Al parecer había vuelto a entrar en ese lejano mundo, aquel mundo donde más tarde viviría eternamente.
El médico visitaba a papá con frecuencia y hablaba mucho con él.

—Es es un hombre especial. —opinó el médico—.
Y con mucha fe.
Se me hace que es inmensamente rico.

Cuando le pregunté por el estado de papá, me respondió que aunque estaba sufriendo un bajón, pronto se recuperaría.
Me prometió que guardaría la carta, papá ya le había hablado de ella.
La sensibilidad de papá aún iba aumentando.
Una tarde, me dijo de pronto:
—¿Sabías, Theo, que tú puedes curar a personas?
—¿Cómo se te ocurre eso, papá?

Me sorprendí mucho.

—Sabes hacerlo.
Con las manos.
Tus manos irradian una fuerza que cura.
Toda persona la irradia, incluso cada animal se dice aquí donde viven los maestros.
Pero en tu caso se ha desarrollado excepcionalmente.
—Me gustaría mucho.
Por supuesto que me gustaría ser un buen médium.
Así podría hacer algo por las personas.
Pero para eso me faltan las fuerzas.
Las suficientes, al menos, como para que al mundo le sirva de algo.
—Tienes dones, créeme.
Te puedes hacer médium escritor, puedes sanar, y quién sabe cuántas más cosas.
Lo sentí mientras me sujetabas la mano.
Me entró paz.
Me sentí fuerte y capaz de muchas cosas, pero la fuerza era tuya.
Aún tenía dudas.

—Primero tendré que verlo, padre.
Me encantaría, pero entonces que no sean medias tintas.
La mediumnidad a medias no me dice nada.
Cómo pensaba papá sobre las cosas se me volvió a manifestar en lo siguiente.
Iba siendo hora, decía, de que recurriéramos a la ayuda de un notario.

—Porque luego, cuando yo ya no esté, vendrá a verte mamá.
Entonces te podría complicar las cosas, y eso lo quiero evitar.
Mamá te preguntará si la dejas que venga a vivir contigo.
Pero tienes que oponerte a eso, Theo.
Te insisto en ello.
Porque a partir de entonces serás vivida por ella.
Porque, acuérdate, todavía no ha cambiado en nada.
—¿Cómo lo sabes, papá? Ya no tienes noticias de ella, ¿no?
—Obtuve estos sentimientos desde el mismo lugar de donde obtuve los demás.
Créeme, mamá vendrá.
Y no ha cambiado; al contrario, se ha hundido aún más.
Intentará persuadirte.
¿Te negarás, Theo?
—Sí, papá, si le parece mejor.
Y ya siento que así será mejor.
—También te pedirá dinero.
Pero no se lo tienes que dar, solo la hundirá aún más en la miseria.
Así que no se lo des.
Además, ya tuvo su parte.
Esto no es cuestión de dureza, hijo mío, ni sed de venganza.
He sopesado todo.
Tu mamá no es lo que es una mamá: aún tiene que despertar en el amor maternal.
La compasión no la beneficiará en nada.
Necesita lucha.
Más tarde, cuando sea consciente, nos estará agradecida.
Nunca te olvides de que se trata de su alma inmortal (—dijo).
El estado de papá iba empeorando tanto que daba miedo.
La evolución tomó por sorpresa al médico.
Siempre estaba examinando a papá, no se saltaba ni un solo día, muchas veces incluso venía dos veces al día.
Papá le pidió que le dijera sin rodeos lo que pensaba.
Y sonrió cuando el médico dijo:

—Su estado es mucho más grave que lo que pensaba inicialmente.
Ya no puedo ocultarle más tiempo que...
—... que tengo los días contados, no se preocupe por decirme lo que piensa —le complementó papá—.
Solo que se vuelve a equivocar.
Me está dando a lo sumo una semana, pero me quedaré un poco más por aquí...

Esa noche, papá me pidió que me sentara muy cerca de él.
Cómo había adelgazado estos días y qué mal aspecto tenía.
También su voz era más débil que de costumbre.
—Todavía no me piro, Theo, aunque es lo que se piense el médico.
Tengo que vivir como mínimo un mes más.
Quizá te pueda decir mañana cuánto exactamente.
Tal vez se me diga en sueños, es cuando vivo más cerca de ese mundo.
—¿Y de quién es que lo quieres oír, pues?
—De alguien de ese mundo que me conoce.
Anoche soñé y viví lo siguiente: estaba paseando allí, por la eternidad, y me encontré con alguien, una mujer, que me sonrió.
Pensé que la conocía.
Me dijo: “Me necesitarás, ya te diré cuándo”.
“¿Decirme qué?”, pregunté sorprendido.
Me respondió: “Cuándo vengas por aquí”.
“¿Y usted qué hace aquí?”, pregunté.
“Pero ¿es que no lo ves?
Tengo que cuidar aquí mis hierbas aromáticas.
Allí también las tenía, ¿sabes?
Ahora no las debo olvidar, porque tienen que ver con mi propia vida.
Allí, más de una vez no se actuaba con mucho juicio; aquí ya no, porque en esta vida te conoces, y conoces el fin de Él, aquí arriba”.
Cuando la pregunté si me conocía, me desperté al instante.
¿No te extraña todo esto, Theo? (—preguntó).
No sabía qué pensar de esto.
Por lo demás, tampoco esperó mi respuesta, y continuó:
—Se me hace que me conoce.
No sé quién es, pero eso da igual.
Lo principal es que por lo tanto hay alguien que vela por mí.
La siento cerca de mí.
Tengo sospechas, pero no me atrevo a pensar en ellas.
Allí hay alguien que me está esperando, Theo.
Si Dios es tan bueno conmigo, espero poder decírtelo después de mi muerte.
Su voz se había ido debilitando progresivamente, las últimas palabras apenas habían sido audibles.
Tenía que inclinarme hacia él para poder captarlas.
Ahora yacía inmóvil, completamente agotado.
Le quedaba un mes, según decía él mismo.
Miré su cara consumida, sus manos huesudas.
No era más que una sombra de quien había sido.
¿Todavía un mes completo?
Empecé a dudar de la verdad de sus palabras.
Pero ya a la siguiente mañana había recuperado la vitalidad y la fuerza.
Me hizo una seña, animado, para que me acercara.
—Tengo noticias, Theo.
Te las voy a contar.
Anoche la volví a ver.
Ahora estaba junto a mi cama y me ayudó a que me durmiera.
Cuando le pregunté quién era no me respondió, pero me hizo sentir que eso yo ya lo sabría más tarde.
Sí dijo: “Cuando haya transcurrido el mes, estarás cinco días conmigo”.
Theo, saca la cuenta conmigo, hoy es el día 7, restas siete días de treinta y uno, sobran veinticuatro, restas cinco, quedan: diecinueve días.
Así que me quedan diecinueve días de vida.
¿Qué te perece, Theo? (—preguntó).
Diecinueve días.
Por tanto, aún se quedaría diecinueve días conmigo.
Se me encogió el corazón.
Mascullé algo, dije que tenía cosas que hacer y salí de la habitación.
Pero no tardé en regresar a él, me maldije por mi debilidad.
—Tienes que ser fuerte, hijo mío.
Me gustaría mucho quedarme contigo, créeme.
Pero tendré que partir.
Frente a ello no podemos oponer nada de nada.
¿Serás fuerte?
Algún día estaremos eternamente juntos.
Y me sentirás en todas partes, cuando esté allí; te ayudaré con todo, si Dios me lo permite.
Un poco más tarde dijo:
—A ti también te vi anoche, Theo, andabas fuera.
Portabas un fusil.
Muy raro, porque no estás haciendo el servicio militar.
Pero de todas formas ha de significar algo.
Ya lo averiguaré (—dijo).
Cuando papá le contó también al médico que le restaban diecinueve días de vida, surgió una interesante conversación entre ellos.
Dado que sabía con cuánta serenidad papá encaraba la muerte, incluso casi con alegría, podía hablar con franqueza.

—Veamos —dijo el médico.
Esbozó de manera objetiva y clara cómo creía que evolucionaría la enfermedad, y a continuación expresó su convicción de que papá no tendría más de cinco días de vida, como mucho seis.
Y basó sus afirmaciones en enumeraciones de algunos casos destacados de su larga carrera.
Papá lo oyó con una sonrisa y su voz sonó al menos tan decidida como la del médico, cuando dijo:

—Créame, doctor, aquí está fallando su sabiduría.
Aunque su ciencia le diga cien veces que en este estado mi corazón tendrá que colapsar muy pronto, mis sentimientos me dicen que se equivoca, y que aguantará más tiempo.
¡No será antes de diecinueve días que deje de latir!
Cuando el médico alegó con irritación que él como médico desde luego que sabía muy bien lo que decía, y que sus afirmaciones única y exclusivamente se dejaban guiar por su sólida ciencia, sometida a la práctica, papá respondió:
—¿Qué es lo que sabe su ciencia de las leyes que gobiernan el universo de Dios?
Mi corazón no dejará de latir antes de que se lo permitan esas leyes.
Y para latir extraerá fuerzas del espacio, que está lleno de poderes que aún no conocemos.

En este punto el médico lo interrumpió.
Volvió a decir que él como médico era el responsable aquí, simplemente le prohibió que dijera una sola palabra más.
Se temía que, de lo contrario, papá se quedaría agotado, lo que en este estado podría ser fatal.
Y una vez más, papá sonrió.
—¿No está usted demasiado seguro, padre? —le pregunté cuando el médico se hubo marchado—.
Antes...
—Antes también nos tomaron el pelo alguna vez, querrás decir, hijo.
Oh, ahora todo es muy distinto.
Entonces teníamos que obtenerlo, ahora lo que hago es vivirlo.
Tan seguro como estoy de que mi final llegará a primera hora de la mañana, tan seguro estoy de que es la verdad la que vivo.
La mujer que ahora está siempre a mi lado dice que es una gran gracia que a uno se le conceda saber, y lo reconozco y le doy gracias a Dios por ello (—dijo).
Después de las graves palabras del médico, y tan expertas, sobre el estado de papá, me habían vuelto a surgir las dudas.
Cuántas veces no nos habían engañado antes en las sesiones, y ahora papá recibía su sabiduría de nuevo desde ese mundo: ¿Quién podría decir que no lo estaban engañando también ahora?
Papá tiene que haber sentido mis dudas.

—Los hechos demostrarán quién tiene razón, Theo: el médico con toda su erudición o yo con mi intuición.
Hasta entonces es mejor que aplaces tu juicio.
Así quizá tu fe se haga más fuerte (—dijo).
Quise levantarme y le dije que ahora tenía que volver a descansar, pero me retuvo con la mirada y me pidió con insistencia que me quedara.

—Créeme, Theo, sé lo que hago.
Sé la fuerza que me queda.
Los días que me quedan por delante los quiero usar para hablar contigo.
Dame esa oportunidad, Theo, escúchame, es lo único que te pido.
Tengo tanto que decirte todavía, ella me cuenta tantísimas cosas y te afectan igualmente a ti.
—¿Quién es ella? —pregunté, demostrándole a mi padre con esta pregunta que había decidido creerlo.
Me dio las gracias con una media sonrisa.
Entonces prosiguió con seriedad:

—Me alegro de que quieras escuchar y no sigas el consejo del médico de dejarme tumbado.
¿Que quién es?
Ahora te lo puedo decir, pero ¿dónde encontraré las palabras para explicarte los sentimientos que me recorren ahora?
Vive del otro lado, en las esferas de luz, es muy joven y hermosa, y sobre todo muy cariñosa.
Al verla me siento a mí mismo.
¿Lo que eso quiere decir, Theo?
Ser uno en todo, ser completamente uno con otro ser en tus pensamientos y sentimientos.
Es lo más poderoso que Dios nos puede dar.
Ella es mi alma gemela, Theo.
Soy como es ella y debemos estar juntos para la eternidad.
Ahora también podrás comprender por qué sigo queriendo a mamá, y por qué la quiero de verdad, por qué le estoy agradecido.
Mamá me hizo mucho daño, no ahorró esfuerzos para lastimarme, pero ahora me alegro de ello, porque me trajo el despertar.
Por medio de ella he podido prepararme para mi alma gemela.
A eso se añade que tenía que enmendar cosas ante mamá; los libros te han enseñado que en la tierra hemos vivido varias vidas.
En esas vidas le hice mal a mamá, por lo que desperté leyes, y son estas mismas las que ahora me vuelven a colocar junto a ella.
Me enmendé ante ella.
Amor, lo que es amor verdadero, no hubo entre nosotros; aun así decidimos casarnos; esas fueron las leyes que nos juntaron.
Mamá escogió su propio camino, sin mí, ya que no estaba atada a mí por sentimientos más elevados.
Cuando hube pagado mis errores con mi sufrimiento, ella me abandonó, las leyes se habían disuelto.
Ahora le estoy agradecido por todo.
Me abrió el alma con los palos que me dio.
Y después de que se marchara y me dejara libre, obtuve tiempo para trabajar en mí mismo, para prepararme para ese mundo, que mi alma ya anhelaba.
Si no me hubiera abandonado, mi vida habría sido un infierno y no se habría tomado en consideración esta preparación.
Todos esos años aquella que es mi alma estuvo junto a mí.
Me ayudó a cargar las cosas y me despertó.
Fue también ella quien nos trajo sabiduría en calidad del maestro Johannes.
Aun así, no movió un dedo para hacernos desistir de suspender las sesiones cuando nos sentimos engañados.
Consideraba que nos bastaba lo que nos había transmitido.
Todo lo tenía en cuenta.
Imagínate que en todos esos años ella hubiera estado elevándome más y más: mi deseo por ese mundo, por amor, por calor y conocimiento entonces habrían sido insoportables.
Ese peligro era menor para ti, la duda te blindaba.
Ahora, en los últimos días de mi vida, se manifiesta, sin embargo, en todo su amor, y ahora puedo cargarlo todo, porque mi espíritu ya vive en ese mundo, y en breve, en pocos días, viviré allí siempre.
Dios mío, Theo, todo es tan poderoso; ¡ojalá pudiera dejártelo tan solo entrever, a ti y a la humanidad! (—dijo).
Había cerrado los ojos y yacía casi sin moverse, se había agotado visiblemente hablando.
Me quedé sentado quieto junto a su cama y reflexioné sobre todas las cosas que había dicho.
Mi duda, sí, mi duda, rara vez me abandonaba.
Sencillamente, no lograba creer con tanta profundidad como papá.
Me sorprendía la facilidad con la que aceptaba todo de ese lado.
Por muy creíbles que sonaran sus palabras, a mí no me convencían al instante.
El libro en el que leía, que dudaba del valor de los fenómenos, no había dejado de impactarme.
Seguí sintiéndome escéptico, y así fue como los libros que papá me daba a leer despertaron en mí una avalancha de preguntas, y ni todas las palabras de papá me las resolvieron.
Alcé la mirada con sorpresa cuando volvió a sonar la voz de papá y dio muestras de que me había seguido en mis reflexiones.

—Si pudieras creer, vivirías en el paraíso, Theo, justo como yo.
Pero no debes seguir arrastrando tus preguntas, hijo, porque entonces estarás muy equivocado.
Apártalas de ti y aún menos te las lleves a la cama, porque entonces no descansarás; haces preguntas que han de seguir sin responderse, porque tu duda te blinda (—dijo).
Desde que el médico comunicara que a papá le quedaban como mucho cinco o seis días de vida, ya habían transcurrido doce.
Su sorpresa y la mía aumentaban cada día.
El pulso cardíaco de papá prácticamente había desaparecido, pero vivía y hasta hablaba, muchas veces largamente, y siempre con la misma claridad.
—Todo es tan sencillo —me explicó—.
Mi corazón tiene la obligación de seguir latiendo, porque así lo mandan las leyes.
Y ella, mi alma, vive en mí, me alimenta con su fuerza y su conocimiento.
Así es como sé, por tanto, que podré alcanzarte después de esta vida.
Solo hace falta que te abras a mí, hijo mío, porque de lo contrario no podré hacer nada.
Yo me abro a ella, y mi sentimiento me dice, al instante y de manera infalible, que es ella.
Todo esto lo tendrás que conocer para saber que digo la verdad.
Ella dice que toda persona puede vivir esto; cualquiera que se abra con sagrado respeto, con humildad, recibirá ayuda, sabiduría y amor.
Y si esto no ocurriera, eso a su vez tiene su significado.
No dudes, Theo: los hechos —ya lo verás— me darán la razón.
Inclina pues la cabeza y retén el sentimiento que entonces vivas, y ya no te resultará difícil creer más (—dijo).
Una tarde, cinco días antes de su transición, me sorprendió mucho con estas palabras:
—Qué tiempos, vaya, qué tiempos, ¿no crees, Jack?
‘Está delirando’, pensé.
‘¿Jack?
¿De dónde saca de repente ese nombre?’.
Antes de poder decir yo nada, ya prosiguió:
—¿Te acuerdas de que antes los dos buscábamos lo mismo?
Ambos queríamos saber.
Tú intentabas indagar sobre lo que siente un ser humano, lo que vive su alma en el momento en que es hecho trizas y entra a la muerte.
Y yo quería saber con exactitud por qué el hombre está sobre la tierra, de dónde viene y a dónde va.
Puedo decir ahora que sé, pero tú aún estás averiguándolo.
Me quedé escuchando con la boca abierta, muy preocupado, ¿qué disparates soltaba ahora?
Estaba delirando.
Pero... realmente ¿eran disparates, era así como hablaba una persona que deliraba?
—¿O ya no estás buscando?
Pero, no, eso es imposible, la búsqueda ha de seguir estando en ti.
Esos sentimientos no se pierden así como así.
Eso lo hemos llegado a conocer, ciertamente.
Solo tu suegro no se lo creía.
Tu hermano es un buen tipo, solo que tiene que perseverar un poco más.
Esa holgazanería suya no vale.
El tiempo apremia, ¿cierto o no?
Bastante corta ya es la vida.
Aun así, Jack, yo abandonaría esa idea.
¿Qué te aporta saber o no lo que vive el alma cuando el cuerpo estalla en mil pedazos?
¿Conocer la vida, acaso?
Claro que no.
Aun así, veo que lo estás viviendo, qué extraño (—dijo).
Después se calló.
Me lo quedé mirando y sentí que se había dormido.
Media hora después regresé y lo encontré despierto.
Me saludó con las siguientes palabras:
—¿No le tuviste cariño a Angélica?
¿No era una niña encantadora?
Qué ojos tenía, ¿verdad?
Le habían puesto como nombre el de esa planta del bosque, ¿te acuerdas?
Su sabiduría era conocida en todas partes.
Empecé a quererla.
Y ahora me está esperando.
¿Que cómo puede ser que Angélica esté esperando?
¿Angélica, la del huerto de las hierbas aromáticas?
Y sin embargo, así es, y me espera nada menos que en nuestro propio sendero del bosque.
Iremos a buscar hierbas para llevarlas a los enfermos.
Le diré que eres un buen amigo, Jack.
Tiene que recibirte, porque yo lo quiero.
Y lo hará, Jack, porque me quiere, mucho.
Sus padres se oponían a que nos viéramos, pero de todas formas nos encontrábamos, con sigilo y muy en secreto (—dijo).
De nuevo se le asomó esa sonrisa, que tantas veces le había visto los pasados días.
Allí siguió la sonrisa, mientras, sumido en pensamientos, tenía la mirada perdida, los ojos puestos en lejanías desconocidas para mí.
El médico volvió y examinó a papá esa misma noche, ya tarde.
Agitaba la cabeza de tan débil que latía el corazón, apenas audible ya.
Cómo era posible que este cuerpo debilitado, agotado, aún pudiera vivir, se preguntaba por lo visto el buen hombre.
Un poco más tarde, cuando estábamos en el pasillo, me miró mientras se encogía de hombros.
No decía ni palabra, pero en sus ojos podía leer con nitidez: ¿Será que al final tendrá razón?
Según sus propias palabras, a papá le quedaban tres días de vida.
Como si viviendo en ese otro mundo no se hubiera percatado de la visita del médico, continuó diciéndome, sin dedicar ni una sola palabra al hombre, y con su mano en la mía:
—¿Sabes, Jack, que es Angélica quien ha extendido sus alas sobre mí?
¿Sabes que es igual que una niña y que también ahora cuida todavía de sus hierbas?
Pero no la molestes cuando esté ocupada y tan concentrada.
No lo soporta, y con razón.
Acercarme a ella solo se me concede a mí y a quienes estuvieran dispuestos a empequeñecerse para sobre todo no llamar la atención, por respeto a su trabajo.
Eso es lo que le falta a la gente, Jack, respeto por los demás.
No tienen respeto por quien esté enfrascado en una tarea.
Su egoísmo o curiosidad les hace pisotear los sentimientos más sagrados de los demás.
Créeme, Jack, no es una nimiedad saber cómo acercarse al prójimo.
Solo le resultará más fácil a quien tenga respeto (—dijo).
Después hubo un largo silencio.
Me sentí invadido por extraños sentimientos.
¿Qué valor debía conceder a las palabras de papá? Pero ¿qué cosas se le estaban pasando por la cabeza?
Así, con las ideas confusas, estaba sentado junto a la cama de mi padre, con mis manos siempre en las suyas.
Sobre su rostro yacía una expresión de intensa felicidad.
Más suavemente que de costumbre, pero con un tono alegre, dijo de pronto:
—Es una gloria, Angélica, que me sujetes las manos.
Es hermoso el vestido que te pusiste para mí.
Me estoy imaginado tu amor.
¿Volveremos una vez más a ser separados a tirones?
No, no quiero pensar en eso ni me hace falta hacerlo.
A partir de ahora siempre estaré contigo, eternamente.
Dios mío, ¿puede un ser humano sobrellevar tanta felicidad? Casi duele, pero es un dolor dulce.
Me hace ilusión, Angélica, pasear contigo por los jardines.
¿Y Jack? ¿Vino?
¿No fue él quien tocó la puerta?
Jack es curioso, siempre tiene algo.
Algún día seguramente que me causará preocupaciones.
Pero entonces no lo podré ayudar.
Angélica, mi Angélica: eres hermosa y cariñosa, tú me lo das todo.
¿Querrías cantarme tu canción?
Hazlo, escucharé y seré feliz (—dijo).
Papá me soltó las manos y cerró los ojos.
¿Seguía siendo este mi padre?
Cuánta distinción irradiaba su cara, que al parecer escuchaba una hermosa música.
Yo no oía nada, pero aún así participaba en una vivencia; era gracias a la cara de felicidad de papá, jamás podría olvidar su expresión.
Esa noche, igual que las anteriores, dormí en un sofá que había trasladado a la habitación del enfermo.
En contra de lo esperado, dormí toda la noche sin que ni un solo ruido o temor ni sueños desagradables interfirieran en mi sueño.
Mi padre me saludó con una risa cuando abrí los ojos.

—Dormiste bien, ¿verdad, Theo?
Normal, Angélica te dio de beber de sus néctares de hierbas.
Esos no fallan nunca, ¿sabías?
Esa mañana, un poco más tarde, me dijo que debía yo contratar ahora una enfermera en casa.
Y esas palabras me volvieron a recordar de manera dolorosa la fecha fatídica, que ahora se acercaba a pasos agigantados.
—Cuando luego venga el médico, a ver si le preguntas, me refiero a los cocimientos de hierbas.
Él ya los conocerá.
Solo que no sabrá cómo se preparan.
Jack sí lo sabe.
Jack vendrá mañana y entonces lo verás (—dijo).
De pronto sentí que estaba confundiendo a dos personas.
A Jack, como de hecho estaba llamándome todo el tiempo, y a otro.
No tardó en corregir el error, porque prosiguió:
—Es lo que pasa, Jack, cuando se envejece.
Me equivoco al pensar.
Te confundo con otro, ¿no?
Es que tengo la cabeza tan llena de cosas ahora.
Angélica ha sido promocionada.
¿Te imaginas?
Venga, di algo (—dijo).
Justo al decir esas palabras había entrado el médico en la habitación.
Agité la cabeza mostrándole mi preocupación, ahora estaba claro que papá estaba delirando.
Inmediatamente, el médico le tomó el pulso al enfermo.
Papá abrió los ojos y preguntó en tono vital:
—¿Qué, doctor?
¡Que el que va a acertar soy yo!
¿Ya se cree ahora que no me equivoqué al indicar el momento de mi transición?
Por cierto, no es sabiduría mía, sino la de Angélica (—dijo).
Aquí ya no pude escuchar más, me sentía desbordado de tristeza.
Me apresuré a salir de la habitación, por temor a que los demás vieran mis lágrimas.
Pero la campanilla de papá me llamó de vuelta.
Me sobrepuse y volví a entrar.
—Theo, Angélica quiere que te quedes aquí.
Cree que tienes que saberlo todo.
Me senté en el borde de la cama, preso de sentimientos confusos.
Pero como si al instante se hubiera olvidado de mí, se dirigió al médico con las palabras:
—Le diré cómo es, colega.
Sabemos demasiado poco del cuerpo humano y del alma, lo esencial de nuestra existencia, no sabemos absolutamente nada.
Pero ¿cómo podremos curar a la gente si no conocemos el alma?
Quien conozca el alma también conocerá el cuerpo.
Es el alma: el hombre no se para a pensarlo, se obceca con el cuerpo.
Las causas de la enfermedad, esas no las conoce.
La naturaleza y la evolución de la enfermedad: ¿En cuántos casos las conoce con precisión?
El hombre confía en sus conocimientos, en sus estudios, pero yo le pregunto: ¿Es posible que un médico confíe en ellos?
Esta enfermedad es mortal, le dicen sus conocimientos, pero el enfermo hace caso omiso y sigue viviendo.
“Bah, es un caso de poca monta, insignificante, muy frecuente, nada grave, hágame caso, en dos días estará bien otra vez”. Es el diagnóstico del médico en otro caso, y menos de un día después el paciente ha muerto.
En ambos casos los conocimientos resultaron insuficientes.
Pero ¿qué hombre conoce las leyes que intervinieron aquí?
¿Qué erudito, qué religión puede decirnos cómo funcionan las leyes que rigen la vida y la muerte?
Angélica pregunta con razón: Pero ¿qué es lo que el hombre sí sabe realmente de la vida aquí en la tierra y en el más allá?
¿Existe un solo ser humano en la tierra que no se mueva buscando y tanteando, desamparado, ignorante, pequeño y asustado en medio de los misterios insondables que abarcan la vida y la muerte?
Son miles y más, dice ella, y algún día el hombre los conocerá, pero solo cuando se dé cuenta de lo relativos e incompletos que son sus conocimientos terrenales, y quiera escuchar, humildemente y completamente entregado, no con su razón, sino con sus sentimientos a quienes viven donde Angélica, al otro lado de la tumba.
Porque son ellos quienes han vencido la vida y la muerte, y conocen y viven las leyes que gobiernan el universo de Dios, para ellos el espacio, el hombre y el alma ya no contienen misterios.
Usted, colega —le llamo colega, porque ahora sé que lo soy—, se encoge de hombros ante mi palabrería.
Usted concede más valor a sus conocimientos terrenales que a mi intuición, a mis sentimientos.
Pero... sus conocimientos afirmaban que me quedaban cinco días de vida, como mucho seis, aunque mis sentimientos me decían que eran diecinueve...
También dicen que haré la transición a primera hora del alba.
Resultará que mis sentimientos, que recibieron esta sabiduría de ese mundo, hicieron un dictamen más preciso que el que fueron capaces de hacer sus conocimientos terrenales.
¿Eso lo convencerá?
No, ni siquiera pruebas más convincentes lo conseguirían.
¿Es entonces de sorprender que Dios no manifieste de inmediato a Sus Hijos en la tierra el tremendo poder de todas Sus Leyes?
¡Porque se extraviarían irremediablemente en ellas!
Angélica dice que pasito a pasito iremos comprendiendo, nosotros la gente terrenal, el enorme universo.
Y los sensibles lo sabrán los primeros, porque a ellos los pueden alcanzar los maestros del otro lado; los eruditos, en cambio, se resistirán durante mucho tiempo, lastrados por sus conocimientos, que son humanos, y por tanto terrenales, y por tanto incompletos.
Angélica dice que ahora tengo que parar, me he cansado mucho hablando.
Pasado mañana veremos, colega (—dijo).
El médico, pensativo, se fue de la habitación del enfermo.
Pero en el pasillo, mientras se ponía el abrigo, se encogió de hombros.

—Sí que es curioso lo que dice.
De todas formas, se me hace que no son más que los delirios de un moribundo.
En ese estado pueden llegar a decir cosas muy peculiares.
Al día siguiente, papá estaba tendido casi sin moverse, no decía ni palabra, solo abría de vez en cuando los ojos.
Me buscaban y me irradiaban un gran amor.
De vez en cuando susurraba el nombre de Angélica.
Empecé a tener la indudable sensación de que ya no hablaría mucho y de que se estaba preparando en silencio para su partida.
Muy para mis adentros sentía gratitud de que no hablara.
Se me hacía imposible despojarme de la sensación de que papá estaba siendo víctima de alucinaciones, a pesar de todas las palabras hermosas y biensonantes...
¿No podría ser también que en sus delirios contara jirones de los muchos libros que había leído, no una vez, sino hasta diez veces?
¿Captaba mis pensamientos?
Tenía que ser así, porque ahora, por primera vez ese día, abrió la boca y dijo con voz tenue:

—Estuve muy lejos, Theo, hijo mío, pero ahora estoy otra vez cerca de ti.
Pero no te preocupes, ya no hablaré tanto.
Angélica dice que ahora sabes suficiente.
Te pide que retengas todo lo que te dije estos días, ¡algún día lo aceptarás todo!
¿Te quedarás ahora cerca de mí, Theo?
Las horas fueron pasando lentamente, papá dejó de prestar atención a lo que lo rodeaba.
Allí estaba tendido, con los ojos cerrados, a veces se le movían los labios, pero me era imposible captar lo que decía.
No le quitaba ojo de la cara; sus rasgos, buenos y suaves, se grababan en mi memoria, jamás podría olvidarlos.
La afilada y desesperada tristeza que sentí cuando quedó claro que papá ya no se levantaría del lecho de su enfermedad había ido disminuyendo para hacer sitio a un dolor suave pero agudo por la inminente despedida.
Echaría de menos a mi padre, cada hora de mi vida, pero gracias al conocimiento —porque de eso no dudaba— de que algún día volvería a verlo, mi tristeza había perdido sus aristas más cortantes.
Nunca antes había asistido a un lecho de muerte.
Poder morir así me parecía una gracia, no tenía nada de terrible.
Serio, preparado, en paz consigo mismo después de haber finiquitado todos los problemas con que la vida le había sembrado el camino, rebosante de amor por Dios y las personas, papá estaba preparado para entrar en la nueva vida, a la eterna.
Cayó la noche y la actitud de papá no cambió en nada.
El médico se había quedado; estábamos sentados en silencio junto a la cama de papá, sin sueño, entregados a nuestros pensamientos.
De repente, papá abrió los ojos y dijo con un hilo de voz:

—Theo, mi querido querido hijo, ahora tengo que partir.
Me viene a buscar Angélica, me llevará a nuestra propia casa.
¿No es una gloria?
Sé fuerte, hijo mío, y alégrate conmigo (—dijo).
Y al médico dijo:

—Colega, ha llegado mi momento.
Angélica tendrá razón.
Reflexione un poco más sobre mis palabras.
Entonces, algún día, también a usted le llegará el momento en que conocerá a Dios y Sus leyes.
Cuando Theo se ponga a dibujar, deberá darle el sobre.
Dibujaré y escribiré por medio de él.
Ay, qué cansado estoy...
Muy conmovidos nos arrodillamos el médico y yo, y cuando la luz del nuevo día fue desterrando la noche, el alma de papá se desprendió de su cuerpo extenuado para entrar en la vida eterna.
La última palabra que le oímos decir fue el nombre de Angélica.
¡Su vaticinio se había cumplido enteramente!