Cómo aprendí a controlarme

—Me había acostado en el mismo lugar en el que había estado sentado.
Volví a soñar que estaba en la tierra y que veía a mi mujer con otra persona; mantenían una conversación.
La conversación que escuché a escondidas me fue fatal.
“Sí”, escuché que decía mi mujer, “de eso solo te enteras ahora que está muerto.
Es increíble; ¿quién se lo habría imaginado?
¡Se me hace terrible!”.
“Sí”, dijo la otra persona, “de vez en cuando uno se equivoca.
Todos tenemos nuestros secretos.
A las personas se las conoce cuando ya han muerto”.
‘Secretos’, pensé, y dentro de mí ya hervía la ira.
‘¿Qué clase de secretos?’.
Después dijo mi mujer: “¡Ay, si aún estuviera vivo!”.
Oí que dijo más cosas, pero me perdí la conversación por la ira.
Creí asfixiarme.
¿Sabía algo de mí?
¿Había hecho algo indebido?
Pero eso era imposible, ¿no?
No tenía conciencia de nada.
¿Alguien había dicho chismes de mí?
¿Qué tonterías eran esas, “Si aún estuviera vivo”?
¿Acaso no estaba vivo?
Me hirió hasta en lo más profundo del alma.
Era lo que me faltaba; como si no tuviera ya suficiente miseria.
En este estado desperté y reflexioné sobre la conversación.
Me puso nervioso y sentí cómo me estaba enrabietando.
¿Quién lo habría pensado?
¿Se creía ella los chismes?
¿No me conocía?
¿No podía creerme?
¿La engañé y fui un embustero?
Sentí que me volvía la enfermedad y que surgían de nuevo en mí todos aquellos tormentos terrenales.
Me atormentaban miles de pensamientos.
No, no podía con esto.
¿Alguna vez la había engañado?
¿Cómo era posible que pensara de mí así?
¿Quién era esa otra persona?
¿Qué quería decir con “Se me hace terrible” y “A las personas se las conoce cuando ya han muerto”?
Ay, si tan solo pudiera parar; mis propios pensamientos me mareaban.
Ya le quitaría esa costumbre; quería ver quién era capaz de hablar de mí de esta manera a mis espaldas.
Se me volvió a hinchar la garganta y me entró una sed terrible.
Luego intenté calmarme, pero sin éxito.
De nuevo regresé en pensamientos a la tierra; quería conocer la verdad.
¿Quién mancillaba mi nombre?
¿Quién me desprestigiaba después de mi muerte terrenal?
Había llegado a un estado que no había vivido antes.
A eso se sumaba esa terrible sed, porque el dolor de garganta y la fiebre estaban volviendo.
¿Sería que nunca me libraría de eso?
Sentí cómo me surgía un dolor punzante en el pecho; también me volvió ese miedo que había tenido todo ese tiempo en la tierra.
Clamé por ayuda, pero no había nadie cerca de mí.
Luego llamé a voces al hermano, pero él tampoco vino, de modo que me quedé solo con todos esos líos y esa miseria.
Quería terminar con esas habladurías; no estaba muerto, vivía y no la había engañado, ¡jamás!
Le mostraría que no tenía razones para avergonzarme ante ella, porque yo no era infame como ella pensaba.
Temía estar enloqueciendo y en mi desesperación me pegué en el pecho con el puño cerrado, de modo que por poco me desplomé.
Luego me levanté de un salto del lugar en que había estado acostado y me puse a correr de aquí para allá como un salvaje.
Casi no podía producir sonido alguno y sentía que mi cuerpo ardía, como lo había hecho en la tierra cuando la fiebre llegó a su punto más alto.
Pero tenía que guardar la calma, porque pasaba de un extremo a otro y ya no era capaz de nada.
Quería estar tranquilo y pensar, pero no lo lograba, por más que quisiera.
Ya era demasiado tarde, había perdido el control sobre mí mismo y me sentía como si estuvieran zarandeándome.
¿Dónde estaba el hermano, por qué ahora me dejaba solo?
Ya casi no lograba ver, la naturaleza y todo lo que me rodeaba iba cambiando.
La luz que había observado se fue atenuando y era como si oscureciera.
¡Sin luz, sin un alma a la que preguntarle algo!
Dios mío, ¿no sientes piedad?
¿Qué hice para tener que sufrir tanto?
“Dios”, grité, “Dios, ¡ayúdame, por favor!
Si hay un Dios, ¿cómo puedes estar de acuerdo con esto?
¿Por qué me dejan aquí tan solo?
¡Me estoy volviendo loco, me estoy volviendo loco!”.
Me forcé a recuperar la tranquilidad, cosa que pronto conseguí en cierta medida.
Quería pensar, tenía que conocer la verdad, costara lo que costara.
Me acordé del principio, cuando llegué aquí con el hermano y me contaba de todo lo que vivía aquí.
Me acordaba de cada palabra.
Después me había sorprendido ese sueño y había soñado.
‘Ahora ponte alerta’, me dije a mí mismo, ‘y mantén la calma’.
En mi sueño escuché que se hablaba, luego desperté, sentí que me enrabietaba y que volvían todos los viejos fenómenos.
Maldita enfermedad, pero ¿cuándo sanaría por fin?
Aunque ahora me ocupaba otra cosa.
Eran esos chismes, quería saber por qué hablaba de esa manera.
Sin embargo, no lograba sacudirme mi enfermedad.
De nuevo fue penetrando en mí y me sentí como en la tierra.
‘Qué horror’, pensé, ‘en qué estado me encuentro’.
Todo ese cotorreo de espiritual aquello y espiritual lo otro, esferas por aquí, esferas por allá, todo esa espiritualidad iba a terminar por volverme loco.
¿Y esas cosas tendría que asimilarlas?
¡No era yo mismo y nunca más volvería a serlo!
Todos esos pensamientos pasaban por mi cabeza muy rápido sin que pudiera retener ninguno.
Estaba en un laberinto espiritual y veía revoloteando en desorden esferas, personas, animales y la naturaleza.
Luego de repente hubo calma y escuché que se decía dentro de mí, como si alguien más hablara en mi interior: “¿Quién la incitó, quién fue quien arruinó nuestra felicidad?”.
Pero ese pensamiento tampoco lo pude retener, porque llegaron otros a suplantarlo.
En otras ocasiones clamaba por ayuda, pero sentía la garganta cerrada.
Mis gritos de auxilio eran un desagradable sonido ronco, los gritos de un demente.
Además: esas tinieblas, de las que no entendía nada.
No veía ni una estrella, ni un destello.
No había nada de donde asirme.
Maldecía el instante en que había soñado y todo lo que tuviera que ver con esta vida en la tierra.
Dentro de mí había un embrollo de problemas espirituales.
Me encontraba en medio de muchos problemas y nada me quedaba claro.
Dios no me daba respuestas.
No veía al hermano ni había ningún ser cerca.
Nuevamente grité con toda la fuerza que tenía dentro, tanto que pensé que se me desgarraría la garganta, pero el hermano no llegaba.
“Dé una voz cuando piense necesitarme”, había dicho.
Ahora gritaba y ningún ser venía.
Maldecía todos esos problemas, me maldecía a mí mismo, a mi mujer en la tierra y todo lo que había alrededor y dentro de mí.
Maldecía a todas esas personas calladas, que trabajaban en ellas mismas y soñaban y pensaban y reflexionaban sobre lo que habían vivido, que me pasaban de largo como muertos en vida, y maldecía el momento en que había llegado aquí.
¿Era esto mi cielo en la vida después de la muerte?
Estaba en un manicomio, y los que hablaban conmigo y también los que caminaban por la naturaleza, todos eran locos inteligentes.
Luego me sorprendió nuevamente un mareo, de modo que me acosté por segunda vez.
Sin embargo, no podía dormir, por más que quisiera.
A un pensamiento le seguía otro; mi estado me confundía de manera desesperante.
Pero quería dormir y no podía.
En mi cabeza enferma todo se revolvía; llegaba a tal grado que la poca capacidad de concentración que tenía por dentro quedó destruida.
Yo, que no era nada, me golpeaba contra esa nada, pensando que perdería el conocimiento.
Pero tampoco perdí eso, me mantuve consciente; solo que no podía dormir.
La locura estaba en mí y alrededor mío, y en todas estas personas, en esas fuerzas espirituales y en ese asimiladero, en todo eso veía la obra del diablo.
Ese demonio me tenía agarrado; me había perdido y había llegado a un lugar espantoso.
Ese pensamiento incidió tanto en mí que pensé que iba a estallar si no me salvaban pronto.
Si las personas que viven aquí quieren desvivirse por los demás, entonces que vengan a ayudarme, y si pueden captar los pensamientos ajenos, entonces que me escuchen ahora.
Pero ¿por qué no llegaban?
No vi ni rastro de estas personas.
Eran unos pobres diablos, unos infelices, al igual que yo, y solo se imaginaban cosas.
Sintonizaciones en el espíritu, qué risa me daba.
Todas esas sintonizaciones me estaban poniendo la cabeza como un bombo.
Jajá, ustedes con todas sus cualidades, vamos, vengan, adelante, los necesito, necesito ayuda.
Auxilio, auxilio, volví a gritar, por volver a intentarlo, pero nadie me hacía caso.
Esa oscura naturaleza gris era como llevar plomo encima.
¿Dónde había venido a parar?
Cómo me rebelaba; así no me había conocido hasta entonces.
No era yo mismo, eso lo percibía claramente.
Pero ¿por qué y por quién había llegado a encontrarme en este estado?
La sed me atormentaba intensamente, quería beber algo y me fui corriendo para encontrar la acequia que había visto.
Pero por más que buscaba, no la podía encontrar.
¡Ay, esa espantosa sed!
¿Qué me había dicho el hermano?
“¡No tiene sed ni hambre y no hay enfermedades!
No le hace falta estar enfermo, porque ¡vive en el espíritu y murió en la tierra!
Su vida es una vida en pensamientos, si tan solo quisiera aceptarlo”.
¿Acaso no aceptaba?
¿No pensaba?
¡Me volvía loco!
Además, el hermano había dicho: “Yo también estuve en la tierra como usted; yo vivía allí, pero en un estado diferente”.
Tonterías, incoherencias: así hablaban los locos; no eran más que disparates.
Aquí solo viven locos; de eso estaba convencido ahora.
“Somos hermanos y hermanas en el espíritu”, todavía se lo oía decir al que me había contado todos estos disparates.
Vivían para Dios, vivían para todos los seres humanos.
Vivían para los que se les acercaran; y a mí me dejaban solo en el estado más miserable en el que una persona pueda llegar a encontrarse.
Si yo ya no era normal, ellos tampoco lo eran.
Muy dentro de mí sentí arder el dolor.
Era una sensación extraña, que no lograba explicar con palabras.
Era como si algo me consumiera, porque me abrasaba.
Por ese ardor se me hizo aún más intensa la sed.
Sin embargo, también esos sentimientos se desvanecieron y empecé a pensar desde el principio.
Porque quería conocer la verdad.
Quería saber qué significaban esos chismes en la tierra.
No me dejaban en paz y volvía sobre lo mismo una y otra vez; era como si los pensamientos se me impusieran por sí solos.
¿Dónde podía encontrar la verdad?
Es que era muy vil hablar así de mí.
Mientras que en pensamientos me encontraba de nuevo en la tierra y volvía a escuchar esa conversación a escondidas, sentí que me serenaba.
Pensé que podía concentrarme mejor ahora, o ¿era solo mi imaginación?
No, estaba tranquilo y escuché con atención.
Pero al mismo tiempo tuve cuidado; me buscaba a mí mismo, porque quería seguir enfocado en un solo estado.
Si tan solo lograra eso, podría avanzar.
Luego me dije a mí mismo: “Gerhard, ¿qué haces? ¡Te estás volviendo loco si no mantienes la calma!
¿Por qué te enojas tanto?
Sí, ¿por qué, realmente?”.
Sentí que me calmaba, mucho, pero seguí: “¿Estás muerto o vives?”.
Sí, estaba muerto y al mismo tiempo vivía.
Ahora oí una voz como la que hace un rato habló dentro de mí y que dijo: “¿Pero es que esto no te dice nada?”.
Sí, me decía muchas cosas, pero ¿qué cosas?
¿De quién procedían esos pensamientos?
De ninguna manera eran míos, pero entonces, ¿de quién?
No recibí respuesta a esta pregunta y empecé de nuevo.
Ya que estaba muerto, ¿qué me importaban entonces esos chismes en la tierra?
De todas formas, yo ya no estaba allí, y allí hablaban detrás de las espaldas de la gente todo el tiempo, ¿o no?
La gente era vil; ¿iba a tener que enojarme por eso?
¿Seguía siendo asunto mío?
Qué extraño, ahora que me había tranquilizado un poco, no sentía sed ni dolor, y mi enfermedad se había atenuado.
Ahora que pensaba con calma, prácticamente todo había desaparecido.
También la luz cambió, porque ya no estaba tan oscuro.
“Ahora mantén la calma”, me dije, “no dejes que se te eche otra vez encima.
Tranquilo, Gerhard, vas por buen camino; el misterio se te resolverá.
Piensa, pero mantén la calma”.
Algo en mí despertó y por eso sentí cómo me brotaba una especie de felicidad.
Seguía estando tranquilo, pero apenas si me atrevía a pensar, ya que me daba miedo aquello que me podía hacer enfurecer de nuevo.
Levanté alrededor mío un muro de autoconservación, porque por nada en el mundo quería recaer en ese estado anterior.
Temblaba por todo el cuerpo.
“Siga como es ahora, Gerhard, ¡aguante!”, sin proponérmelo repetí las palabras del hermano, “Aguante, que ya no tiene nada que ver con la tierra; entonces llegará a la meta”.
Repetí estas palabras muchas veces y logré mantener la calma.
Sin embargo, tenía que pensar: si no, no avanzaría.
Quería salir de aquí, tenía que saberlo todo lo más pronto posible.
Sentía que aquí había en juego una disputa y pensé en mi mujer y en esa otra persona a la que no había visto.
Lo que habían dicho entre ellas era terrible, pero ¿acaso yo tenía algo que ver con eso?
De haber estado en la tierra, ¿qué habría hecho yo?
Se lo demostraría hablando con ella.
Exactamente, hablaría, pero ¿lograría algo con eso?
Si no me creía, no había nada que pudiera yo hacer al respecto y tenía que aceptarlo.
Y ¿por qué no hacer eso en este preciso instante?
“Despréndete, Gerhard, despréndete de todos esos pensamientos, ya no tienes nada que ver con eso; después de todo, estás muerto.
Estás lejos, muy lejos de la tierra”.
En ese mismo instante algo se quebró en mí y un rayo de luz resplandeciente perforó la oscuridad, procurándome una intensa felicidad.
Sentí y entendí que me había olvidado a mí mismo.
La vida en la tierra ya no era asunto mío, así que también tenía que soltar esa vida y empezar a pensar de otra manera y si pensaba de otra manera, me sentía feliz.
Entonces estaba librado de la enfermedad y de la sed y de todos esos otros tormentos.
Sí, eso era, había pensado erróneamente.
Yo mismo me había metido en este estado, porque no me controlaba.
Pero... ¿entonces?
No me atrevía a pensarlo, porque entonces me había burlado de muchas vidas y del amor y de todas estas personas aquí, y todo lo había maldecido.
¿Cómo había podido olvidarme a mí de esta manera?
Enterré la cabeza entre las manos y no me atreví ya a ver la luz.
¡Qué horror, me puse como un energúmeno!
Miré a mi alrededor, pero no había un solo ser cerca de mí.
¿Lo sabría Dios todo?
Luego incliné hondamente la cabeza, muy hondamente, y me sentí con el corazón muy pesado.
¡Cómo había sufrido!
Había librado una lucha espantosa.
¿Para nada?
Ay, ¿cómo podría enmendar todo esto?
¿Acaso era posible?
¿En algún momento lo lograría?
Pero había algo que me alegraba los ánimos; estaba muy dentro de mí.
Si lo escuchaba en silencio, entonces lo sentía y cuando lo sentía, lo podía oír.
¿Era algo bello?
¿Esto era la felicidad?
Estaba muerto, pero vivía; esa precisamente era la felicidad que sentía.
Sí, ay Dios, lo sentía; había vencido algo y gracias a esa lucha había depuesto mi vida terrenal.
Me sentí desprendido, desprendido por completo de la tierra, y ahora estaba liberado.
‘Qué tonto es el ser humano’, pensé, ‘que va a cambiar la vida terrenal por la espiritual’.
Qué incomprensible es el ser humano cuando no se conoce a sí mismo ni a la vida.
Reflexioné acerca de todas las cosas con las que acababa de estar conectado.
Había estado conectado con un problema y ese problema había sido resuelto dentro de mí mismo.
No creía que hubiera muerto, pero ahora que lo había aceptado, todo dentro de mí cambió y mi enfermedad y mi miseria habían desaparecido.
No había podido creer porque pensaba de manera terrenal; durante todo ese tiempo había sido un muerto en vida.
Ahora sentía mucho cariño por todos estos soñadores, los quería porque yo era uno de ellos y les pedí perdón.
Quería enmendar todo, porque ahora entendí por qué mi traje era de goma y por qué, por lo menos por ahora, seguiría siéndolo.
Ahora sentí que cobraba vida y vi luz, aunque esa luz todavía no era más que una minúscula y débil llamita.
Había entrado en esta vida y había depuesto la vida terrenal.
Así tenía que ser; no podía ser de otra manera.
Por haberme enojado, en mis sentimientos había vuelto a hacer la transición a la vida en la tierra, de modo que habían vuelto mi enfermedad y todos los demás tormentos.
Si podía permanecer en este estado nuevo, ya nada de la tierra podría molestarme.
Había sido horrible, pero lo había dejado atrás de una vez por todas, y me encargaría de que no volviera.
Muy dentro de mí había una chispa de aquello grande que poseía el hermano.
¿Quién se atreve en la tierra a decir de sí mismo que se conoce?
¡Cuánto sufrimiento me había costado!
Ay, cuando el ser humano está frente al momento decisivo, maldecirá todo, como lo hice yo, para después tener que volver a aceptarlo todo de todas formas.
Todos tenemos que vencernos a nosotros mismos y, por lo menos en parte, yo ya me había vencido a mí mismo.
Porque eso ya lo sentía, había más de esos defectos en mí, que tendría que vencer y cambiar en el espíritu.
Sin embargo, en esta lucha me había vencido a mí mismo.
Con eso había depuesto mi vida terrenal y había entrado en la espiritual.
Para vencerme me había golpeado y flagelado.
Ahora podía inclinar la cabeza y aun así estaba apenas al inicio de ese largo sendero eterno.
Tantas cosas que tendría que asimilar estaban todavía por venirme.
El sufrimiento que había vencido y con el que todo ser viviente se enfrentará es que hay que vencerse a uno mismo.
Nadie escapará de eso, ya sea aquí en esta vida, ya sea en la tierra.
Los que empiezan con eso ya en la tierra forman parte de los grandes de espíritu.
No tendrán que librar lucha alguna, al menos no esta.
Tendremos que librar esta lucha y deponer nuestros defectos de carácter, deponerlos una y otra vez, hasta que no quede nada de nosotros.
Entonces estaremos en ese gran espacio infinito donde todo el mundo nos conoce y mira a través de nosotros, pero es que entonces ya no tendremos nada que ocultar.
Así lo sentí, así se encontraba en mí, así tendría que llegar a ser yo.
Sí, mi querido hermano, ahora yo podría entenderlo a usted mejor.
Ahora sentía felicidad y ya no tenía sueño; nada me molestaba en este momento y allí estaba, apoyando la cabeza en las manos, y podía reflexionar acerca de todo.
La felicidad y la paz habían entrado en mí.
De repente escuché una voz tenue, que conocía y había aprendido a amar, que me dijo:

“Bien, hermano Gerhard, mi amigo”.
¿Gerhard?
Nunca antes el hermano había pronunciado mi nombre y era él quien me habló así, no había duda.
¿Sabía mi nombre?
Eso era muy placentero.
Me halagó y me hizo bien escuchar que se pronunciara mi nombre.
Pero no me atreví a mirar al hermano y me quedé sentado como estaba, mientras que él siguió hablando.
“En verdad, una batalla a vida o muerte; una lucha para entrar de lo terrenal a lo eterno”.
Su amor me embargó, pero permanecí inmóvil.
Después de todo, ¿no lo había maldecido hace un rato a él y todo lo que vivía aquí?
Ahora escuché que dijo: “Esa lucha la tenía que librar usted mismo, no lo podía ayudar en ello; tenía que despertar.
Todos los que entran aquí libran una y otra vez una misma lucha hasta que aceptan.
Ha depuesto dos características, ambas pertenecían a la tierra.
Una era la muerte, la otra la falta de control.
En este momento ya ha asimilado el control de usted mismo.
Dios lo recompensará por cada victoria que obtenga sobre sí mismo.
Sufrió, pero a cambio la muerte le dio la vida eterna, y el control de usted mismo le dio esa gloriosa paz, que es la paz del espíritu.
La primera lo llevó por caminos oscuros y le mostró e hizo sentir precipicios; la otra quemó su odio y sofocó todos sus sentimientos violentos.
Sin duda, por estas cosas vale mucho la pena pelear y luchar contra uno mismo.
A cambio de eso recibió la felicidad que siente ahora y se ha preservado a sí mismo.
Muchos perecen, porque no poseen las fuerzas necesarias.
Continúe así, Gerhard, mi amigo y hermano, lo ayudaré en todo.
Pensó que escuchó hablar a su mujer, pero déjeme que se lo aclare”.
Agucé los oídos; ¿qué significaba eso?
Pero el hermano prosiguió: “Quise poner fin a todo de una sola vez.
Había hecho mis cálculos y sabía que se vencería a sí mismo y yo sentía hasta dónde podía ir.
Jugué un juego, un juego sumamente peligroso, apostando su personalidad entera.
Sin embargo, no arriesgué nada, porque sabía que vencería, después de todo lo conocía.
Yo también llegué a jugar de esa manera, aunque con otras fuerzas, y a mí también me ayudaron.
Tenía que apostarse a sí mismo; depuso todo y ganó.
Yo, Gerhard, lo partí en dos, de modo que ahora ha desaparecido su pedestal terrenal.
Por medio de una visión lo volví a conectar con la tierra y deposité en usted dos fuerzas contrarias, haciéndolo escuchar falsedades.
Era yo quien le hablaba, no su mujer.
Así que lo que vivió, sí, míreme Gerhard, fue por voluntad mía, porque quería liberarlo.
Vivió algo en el espíritu, así que ahora ha luchado consigo mismo por medio de la incidencia espiritual”.
Miré al hermano y sintió en lo que yo pensaba.
“También yo”, dijo “maldije la vida”.
“Pero maldije por ignorancia”.
“Dios se lo perdonará también a usted, así como me perdonó a mí.
Venga, levántese y acompáñeme; le agradezco la fuerza de voluntad que mostró”.
Tomé las manos del hermano y las besé.
“Eso no, Gerhard, no es a mí a quien debe agradecer todo, sino a Dios, y ahora acompáñeme”.
Tomados del brazo regresamos al edificio y me sentí como el hijo pródigo que volvía.
Me había convertido en otra persona.
“Ahora es libre”, dijo el hermano, “y solo ahora podemos volver a la tierra; esa es su recompensa”.
“¿A la tierra?”, pregunté sorprendido.
“Sí, a la tierra.
¿Acaso no tiene deseos de ver a sus familiares?
¿A su mujer e hija, por ejemplo?”.
“Pues claro que tengo ganas de volver a verlas”.
“Entonces vendré a buscarlo, porque ahora lo dejo, ya que tendrá necesidad de estar solo por un momento”.
El hermano se fue.
De inmediato me arrodillé y le recé larga y fervorosamente a mi gran Padre, al que pedí perdón.
Después me entró una gloriosa paz, y me acosté para pensar y descansar.
Ahora había silencio en mi interior; nada perturbaba la paz y me sentía feliz; la primera felicidad natural desde mi muerte en la tierra.