La transición del sacerdote X y su regreso

(En una nota a pie de página de la primera edición, Jozef Rulof apuntó acerca del título de este capítulo: “A petición de los deudos, omito las iniciales de su padre, que ha hecho la transición”. El 15 de mayo de 1952, Jozef Rulof dijo en una velada de Preguntas y respuestas: “La prueba contundente de Rosanoff, ahora puedo pronunciar ese nombre, la conciencia suprema para la iglesia Ortodoxa rusa, que había tratado aquí, las hijas y los niños, las hijas, los hijitos no querían que hablara, pero ahora lo pueden saber”).
Viví muchos milagros gracias a mis dones, pero lo que experimenté en este estado con uno de mis pacientes no solo fue asombroso, sino que también me enseñó lo grandes que pueden ser las fuerzas de las personas cuando cambian lo terrenal por lo eterno y han completado una vida fructífera.
Hacer la transición representa para unos felicidad; para otros tristeza, pena, dolor y profunda oscuridad.
En cambio, aquellos que poseen amor y que están abiertos a la vida tal como les venga son los dichosos al otro lado, verán la luz y recibirán mucho amor: el que dieron a tantos a lo largo de sus vidas en la tierra.
Dios sabe cómo fue su vida, y recibirán de acuerdo a su fuerza interior.
Una paciente vino a verme con la petición de que hiciera un diagnóstico para otra persona a partir de una foto.
Tomé el retrato entre las manos y al cabo de unos minutos oí que mi líder espiritual Alcar dijo:

—Aquí ya no hay nada que hacer.
La enfermedad está en una etapa demasiado avanzada; será su muerte.
Dile que no lo podrás curar.
Pero si lo desearan, lo tratarás.

Se lo comuniqué a la señora, pero mi visitante respondió:

—Tanto trabajo que me ha costado convencerlo.
Este hombre es un sacerdote y su fe lo detiene.
Y ahora que he logrado persuadirlo, ¿me dice usted que ni siquiera lo puede ayudar?
—Puedo ayudarlo —dije—, pero no curarlo.
—Eso me defrauda completamente —retomó—, nos gustaría tanto que siguiera entre nosotros.
Oh, es un hombre tan bueno.
En cualquier caso, lo aliviará si usted lo ayuda.
—Eso desde luego —dije—.
Pero, de todo esto, por favor, no comente nada a su familia, no deben saberlo.
Y ahora quiero comentarle otra cosa.
En un mes, tendré que salir de la ciudad.
—¿Va a tardar? —me preguntó.
—Tres semanas.
—Entonces, ¿qué hacemos?
¿No será mejor que de cualquier forma se lo presente? Así habrá contacto y podrá seguir en cuanto regrese.
—Por mí está bien —le respondí.
—¿Es grave lo que tiene?
—Sí, muy grave (—concluí).
Transcurridos unos días, el enfermo vino a visitarme una tarde.
Era un hombre alto y flaco, pero bien parecido.
Había algo en su presencia que intuí de inmediato.
Tenía unos hermosos ojos azules, inocentes, radiantes de amor.
Se acostó para someterse al tratamiento y, por lo visto, tenía mucha curiosidad por saber cómo iba a ser todo esto, porque nunca antes lo habían magnetizado.
No obstante, se puso en mis manos bien dispuesto, cerró los ojos y se abrió completamente a mí.
Después del tratamiento, que le había hecho bien, dijo:

—Vea mis pantalones y mi abrigo, hay sitio para dos como yo, porque he adelgazado mucho.

Al decirlo, se rio de su propia figura.
Era de otra nacionalidad y hablaba un holandés deficiente, con un acento peculiar, pero tan bello y con una voz tan cálida, que cualquiera lo amaría al instante al oírlo.
‘De lo más simpático’, pensé, ‘qué agradable escucharlo’.
—Me he quedado tranquilo —me dijo—. Esto me ha hecho mucho bien; tiene usted mucha fuerza.
Resulta que yo había recibido una figura de Cristo de una de mis pacientes, hecha por ella misma; se fijó en la estatuilla y preguntó:

—¿Es usted creyente?
—Sí —contesté—, soy muy creyente.
—Qué escultura tan bella.
Un gran artista quien la hizo, preciosa.
—En la palabra “preciosa”, en su forma de pronunciarla, residía toda su personalidad—.
Fenomenal —añadió—, muy sensible.
—Después se marchó.
Cuando volvió por segunda vez, su primera mirada fue hacia el Cristo; la estatuilla del Hijo perfecto de Dios le interesaba mucho.
Se me hacía normal, a fin de cuentas era sacerdote.
—Me hizo bien —empezó—, mucho bien.
Me alegro de haber decidido dejarme tratar por usted.
¿Sabe que soy sacerdote?
—Ya me lo dijeron.
—Ah —sonrió—, se lo contó ella.
—Sí —dije—, fue ella.

’Qué hermosura de sonrisa’, pensé, ‘así le roba el corazón a cualquiera’.
Quien lo veía sonreír, sentía correr por las venas una oleada de amor.
—Nunca me he entregado a este tipo de cosas, pero ¡en usted confío plenamente! (—concluyó).
Le agradecí el cumplido y procedí a tratarlo.
Durante el tratamiento yo sentía que él mantenía la mirada clavada en la estatua de Cristo y que yo estaba logrando penetrar muy hondo en su ser.
Poder ayudar de esta forma a una persona es una dicha maravillosa y muy grande.
Absorbía mi irradiación y mis fuerzas magnéticas y eso lo aliviaría.
Sentía, además, que se me conectaba de una manera íntima con él.
Este tipo de personas no las veía yo todos los días.
Abrirse por completo: muy poca gente es capaz de hacerlo.
Lamentaba no poder cambiar su estado, pero se requerían otras fuerzas, más elevadas, para poder sanarlo.
Lo que mi líder espiritual me había transmitido, en eso podía confiar yo, aunque fuera una gran decepción.
Mientras, también este tratamiento le había sentado bien.
—Me ha ayudado mucho —dijo.
—Lo único que puedo hacer es esforzarme, esperemos que le siga haciendo bien.
Tendremos que esperar.

Lo sondé para sentir qué pensaba de su propio estado, pero estaba tranquilo.
—Sí —dijo—, no somos más que seres humanos. —Y mientras tanto miraba al Cristo.
Comprendí esa mirada: deberíamos hacernos como Él.
Bajó su bella mirada azul y dijo—: El Hijo del Hombre.

Sentí que irradiaba un gran amor hacia el Cristo.
Por un instante se quedó sumido en honda meditación.
Luego me dirigió la mirada —dos soles que me transmitían su brillo— y sentí cómo me inundaba su calor interior.
‘Un momento hermoso’, pensé, ‘se entrega por completo’.
Era como un sol y todo su ser irradiaba amor.
No era de extrañar que anhelaran que siguiera entre ellos; no podían sin él.
—He vivido muchas cosas —dijo.
Intuí lo que quería decir.
Pasó a hablar de su propia vida a la vida con la que estaba conectado en este momento.
—Nunca he tenido que ver con estas cosas y aun así sé mucho de ellas.
Pero ahora tengo que irme a mi casa.

Y se fue.
Después del tercer tratamiento ya nos habíamos hecho buenos amigos.
Nos intuíamos el uno al otro y poco a poco y con cautela empezó a hacer preguntas.
Todas sus preguntas se centraban en su propia vida y en el ámbito religioso.
Le importaban mucho las desgracias que ocurrían en el mundo, porque no era necesario, decía, que tanta gente tuviera que estar sufriendo.
Sentía toda esa desgracia, entristeciéndose.
Pero también entendí que podría mover montañas.
En este sacerdote había mucha fe y confianza en la justicia de Dios.
Cuando hablaba de su propia vida y de todas esas desgracias de la gente, se le llenaban los ojos de lágrimas y había también mucho amor en su voz.
Le pregunté si le gustaría ver las pinturas que había recibido como médium.

—Con mucho gusto —respondió—, pero entonces tendrá que explicármelas, quiero saber lo que significan.
Le dije que yo no sabía dibujar ni pintar, pero que las había recibido estando en trance.
Solo sonrió y se quedó callado.
Pero su admiración por este acontecimiento quedó reflejada en su hermosa sonrisa.
Se quedó mirando mis obras durante bastante tiempo, reflexionando.
—Asombroso —dijo—, pero da miedo.
—Miedo —continué la conversación—: ¿Por qué miedo?
¿Acaso no es una maravilla poder recibir algo tan bello?
Los espíritus vienen a mí con buenas intenciones.
No se ve nada malo en todas estas pinturas, ¿o sí?
Todo significa amor y fe, fe en la pervivencia eterna después de la muerte.
Lo que he recibido es amor.
Siguió sonriéndose.
Iba de una pintura a otra.
Reflexionaba mucho sobre todas las cosas, como si quisiera resolver este enigma para sí mismo.
Entonces volvía a dirigir la mirada hacia el Cristo, como si intentara recibir la verdad de Él.
No quería interrumpirle, sentía gran respeto por su personalidad.
De ninguna manera quería imponerme.
Una vez que hubo visto todo, dijo:

—Me voy, más adelante hablaremos de esto, más adelante.

Se despidió estrechándome las manos con cordialidad y se marchó.
En una siguiente ocasión me preguntó de golpe:

—¿Cree en María?
‘En María’, pensé, ‘¿qué significa esa pregunta?’.
Y contesté, después de sentir interiormente lo que quería decir:

—Pero claro que creo en María.
Creo en todos los santos.
¡Porque era mi fe!
—¿Ya no la es?
De nuevo lo sondé, sentí a donde iba y le dije:

—Se lo explicaré.
—El sacerdote miró hacia el Cristo, como si intuyera de qué le iba a hablar yo—.
He recibido otra religión, por medio de los espíritus para ser preciso, es decir, por medio de aquellos que partieron antes que nosotros.
Esta fe es más profunda que la que conocía antes y que era mía.
Pero permítame decirle de antemano que no soy yo quien llama a los espíritus, porque no se dejan llamar.
Creía en todos los santos, ¿y por qué, justo ahora que sé todo esto, iba a dejar de creer en ellos?
Todos esos santos que usted conoce poseen ahora un significado distinto y mucho mayor para mí que antes.
Ahora estoy empezando a entender sus vidas en la tierra y la misión que cumplieron.
Sí, siento lo bellas que han sido sus vidas.
Antes no era capaz, han sido los espíritus los que me lo han explicado.
Aquellos que murieron en la tierra y volvieron a nosotros conocen a todos esos santos y saben cómo debemos vivir para asimilar esa santidad.
Dicen que debemos amar la vida y que después de la muerte terrenal, si hemos vivido debidamente, seremos felices y volveremos a ver a todos los santos (—dije).
Asintió con la cabeza, diciendo que así era.

—Las lecciones que recibo del espíritu siempre tratan las cuestiones que más preocupan a la humanidad: la fe y el amor.
Me indican cómo debo vivir para poder tener felicidad y luz en la vida después de la muerte.
Esa vida la encuentro en la naturaleza, en ella descubro la vida de Dios.
La naturaleza es Dios, dicen ellos.
Sus enseñanzas son profundas y contienen mucha verdad.
Me hablan de sus vidas y más de una vez se me ha concedido contemplarlas, desdoblándome de mi cuerpo.
He visto lo devota y sagrada que es su vida.
Dicen, como ya comenté, que debemos amar toda forma de vida, porque la ha creado Dios.
Y los que dicen esas cosas no serán diablos, ¿no?
La gente no lo puede creer, aunque sea la verdad.
Créame si le digo que si recibiera alimento espiritual que me hiciera retroceder, no querría saber nada de esos espíritus.
Pero hasta ahora todo ha seguido siendo inmaculado y puro, y seguramente así continuará.
Es solo amor lo que he recibido por medio de ellos y esto se ha convertido ahora en mi fe.
Usted mismo afirma que sabe mucho de ello, de modo que podrá imaginarse mi estado, ¿verdad?
Ellos me dirigen hacia Él, el que está allí detrás de usted, hacia esa gran figura, hacia el Cristo.
Su ejemplo, dicen, lo deben seguir todas las personas.
Murió por nosotros, recibiremos Su amor si seguimos el camino que los espíritus nos indican.
Viven detrás del velo y ese velo queda levantado para mí.
¿No es una maravilla poder contemplar desde la tierra sus vidas bellas e inmaculadas?
Recibir algo así es una enorme gracia y me hace sentir muy agradecido.
Poder servir de instrumento a los espíritus elevados es un cometido grande y hermoso y llevarlo a buen término es muy difícil.
Mi vida ha cambiado después de haber entrado en comunicación con ellos.
Dicen que todas las religiones son una sola y que todas tienen razón.
Pero la conexión que poseo ahora, esta fe, es más honda que todo lo demás.
Gracias a los espíritus he conocido leyes espirituales y ninguna otra religión me puede dar eso, porque estoy en comunicación con esas leyes, ellos son la propia ley.
Me muestran y me han aclarado cómo era su vida en la tierra y en qué se ha convertido ahora.
Son felices y lo seguirán siendo eternamente.
—¿Cree realmente —preguntó repentinamente— que seguiremos viviendo y que será como ellos dicen?
—Desde luego.
Ya le dije que los veo y que conozco sus vidas.
He estado allí repetidas veces y le aseguro que el ser humano no habrá cambiado cuando entre en esa vida.
Seguiremos siendo tal como sintamos ahora.
Nada cambiará.
De nuevo se sonrió, pero no dijo nada.
—¿No puede aceptarlo?
—No —me dijo con franqueza—, es demasiado inverosímil para mí, demasiado bonito para ser verdad.
—¿Usted cree en la pervivencia y aun así piensa que todo será diferente?
—No sé, pero esperaré.
—Y sin embargo, todo es verdad.
—Usted también es un sacerdote —me dijo.
—Las personas —continué— que están en el camino espiritual, hablando de ello a otros, son sacerdotes, sin excepción.
Me miró y dijo:

—Muy bien, está muy claro.
Después de que se hubiera ido, Alcar me dijo:

—Un ser humano en el buen sentido de la palabra.
No hay muchos sacerdotes como él.
En la tierra pueden contarse estas personas.
Ya no tiene que quedarse mucho más en la tierra, pronto verá nuestra vida.
Su sentimiento está sintonizado con el espíritu.

‘Maravilloso’, pensé, ‘que Alcar hablara de él de esta manera’.
Todavía alcancé a oír que mi líder espiritual dijera:

—Ya lo conocerás más a fondo.
Una tarde, después de tratarlo, me preguntó:

—Pero ¿qué es lo que me está dando usted?
Me siento tan refrescado y animado cada vez que me trata.
Y, ¿qué es lo que hace, cuando me pone tan silenciosamente las manos en el cuerpo, allí donde me duele?
—¿Me pregunta qué hago?
Se lo voy a contar.
Cuando cierro los ojos, me pongo a rezar y le pido a Dios fuerza para poder ayudarlo y poder aliviarle los dolores.
Sin Su ayuda y fuerza no puedo conseguir nada.
Después de rezar me sintonizo con su estado y entonces percibo en mi propio cuerpo dónde le duele a usted.
A continuación, me concentro en mi líder espiritual, que me dirá lo necesario acerca de lo que tengo que hacer, y según lo que diga, actúo.
Todo está relacionado con su enfermedad, porque es Alcar quien desea transformar la pena y el dolor de la gente en felicidad.
No solo en lo corporal, sino sobre todo en lo espiritual.
Lo percibo y lo veo a mi lado, sí, oigo cómo me habla.
Ve a través de todo lo material y mis conocimientos son los suyos.
Nada soy y nada puedo sin él, me entrego a él en cuerpo y alma.
Cuando él me dice que pare, sé que lo he tratado lo suficiente.
Puedo confiar en él y contar con él para todo.
Es un maestro y un padre para mí, es gracias a él que veo, es gracias a él que he conocido la vida, y los problemas espirituales difíciles me los resolverá él.
Gracias a él aprendí a valorar el amor sagrado de Dios, en la medida en que valorarlo esté en mi poder, porque no soy más que un ser humano, ¿verdad?
En sus manos amorosas la gente se siente segura, puede entregarse a él completamente.
Mi líder espiritual, reverendo sacerdote, es un espíritu de amor y en esa calidad lo conocerá la gente que entre en comunicación conmigo.
Quien se ponga en manos de Alcar nunca se sentirá engañado.
Me miró asombrado y preguntó:

—¿De dónde sacó ese nombre?
¿Quién se lo nombró?
—Él mismo.
¿No le he dicho que soy capaz de ver y de oír hablar a los espíritus?
Él mismo me dijo su nombre espiritual.
Mientras vivió en la tierra, tuvo otro nombre.
Veo su bella figura, irradia una luz inmaculada y pura, y su doctrina es como la de Él.

Señalé el Cristo.
—¡Todo es amor!
—Qué hermoso —dijo—.
Me hace bien y me reconforta.
Ojalá que siga siendo así —añadió.
—De eso me encargaré yo.
Es una enorme gracia y no quiero ser ingrato.
Mis dones me son sagrados; vivo para ellos y en mis sentimientos ya me he despedido de la tierra.
Créame si le digo que conozco mejor la vida después de la muerte que mi vida terrenal.
—Usted tiene muchos poderes.
—Es verdad, los tengo.
Repito: estoy agradecido de tenerlos.
Soy un médium clarividente, clariaudiente, que pinta, sana y escribe, pero poder desdoblarme de mi cuerpo, ese es el don más bello de todos.
Poder estar precisamente allí y contemplar sus vidas, oh, ¡es tan maravilloso!
Es un gran don divino, como solo pocos reciben.
A las personas que desconocen estos poderes no les parecen milagros y además para ellas todo carece de valor, porque no aceptan esa verdad ni son sensibles a ella.
—Ese desdoblamiento del cuerpo, como usted lo llama, ¿es lo más bello?
—Sí, es lo más bello y lo más grandioso de todo.
Porque por hablar de ello a la gente, empezarán a vivir de otro modo y dejarán de existir las guerras y los asesinatos.
—Es usted un profeta.
—No, reverendo, no lo soy, solo soy un ser humano como los demás, pero lo que le cuento es la verdad.
¿Acaso no es maravilloso hablarle a la gente de la pervivencia, tal como la ha vivido uno mismo?
Es un asidero, porque necesitan apoyo.
—Podría contar usted muchas cosas sobre eso —dijo.
—Ya lo hice, y si le interesa conocer a mi líder espiritual, mi vida y la de los que están al otro lado, puede llevarse la primera parte de mi libro, los tengo aquí en la estantería.
Le ofrecerán una idea verdadera de la vida después de la muerte.
Pero no accedió y preguntó:

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y ocho años.
—Estupendo, entonces todavía podrá hacer mucho por la gente.
No he hecho otra cosa en mi vida y hasta el momento no me arrepiento; al contrario, siempre me ha hecho feliz.
Pero —dijo, como si de repente se acordara de mi conversación—, ¿ve usted a los espíritus como es usted mismo?
—Sí; ya le dije que los veo, oigo y siento.
Son como nosotros, pero han avanzado más por el camino espiritual, al menos los que poseen luz.
No ha dejado de existir algo así como el infierno, y los que viven allí deberán recorrer un largo camino, teniendo que deshacerse a sí mismos, pedazo a pedazo.
Y ese deshacerse no es tan sencillo, la gente no entiende de eso.
Nosotros, los seres humanos, solemos sobrestimarnos todavía.
He visto el infierno y el cielo, no, he visto varios infiernos y cielos al otro lado, pero fuego no hay.
El fuego que arde allí es el de la pasión y la violencia en sus almas, quiero decir, en las de quienes viven en las tinieblas.
De eso hablo en mis libros.

Al mismo tiempo me acerqué a la estantería y saqué la primera parte de ‘Una mirada en el más allá’ y le dije:

—Aquí tiene mi primera obra y la segunda también ya salió.
No es literaria ni científica, pero lo que contiene es la verdad sagrada.
Se asombrará y se preguntará si de verdad todo será así cuando entremos más tarde en esa vida.
Pero yo ya pude vivir todo esto.
En esta obra conocerá a mi líder espiritual y a muchos otros espíritus.
Se sorprenderá entonces cuando lea lo grandiosa que es la vida después de la muerte, que ya no existen los milagros y que todos los problemas dejan de existir cuando el hombre conozca a unos y a otros.
No se trata de una visión romántica o de una invención, es la realidad.
Le pasé el libro, lo tomó entre sus hermosas manos y preguntó:

—¿Puedo llevármelo?
—Desde luego, lléveselo, por favor, tengo suficientes ejemplares y cuando lo termine, si quiere podrá leer también la segunda parte.

Y se despidió cordialmente.
Más tarde, cuando la paciente vino a verme, dijo:

—¿Sabe que lo quiere mucho?
A usted lo llama André y Jozef, y dice que André planea por el Universo, que allí consigue su sabiduría y que habla con los espíritus.
Por el amor de Dios, ¿de dónde sacará todas esas cosas?
¿Ha hablado usted con él, contándole sus experiencias?
—Es más, he hablado muchísimo con él, pero ¿no le ha comentado que le presté la primera parte de mi libro?

Porque para mí era la prueba de que ya había estado leyéndolo, dado que yo sabía dónde estaba el fragmento que trataba del universo.
—Está progresando —dijo muy feliz—, ¿no le parece?
Todos lo estamos viendo.
Está tan contento los últimos días y lo elogia, porque le va tan bien.
No cabe la menor duda de que últimamente se siente mejor.
O sea, debe ser que va mejorando, a pesar de todo.
La dejé terminar, pero intuía adónde iba y cuando no reaccioné, me preguntó:

—¿Por qué no dice nada?
Está mejorando, ¿o no?
Pero no respondí de manera directa, sino que dije:

—Estemos agradecidos por lo que hemos conseguido y no nos adelantemos.
—Pero lo estamos viendo, ¿no?
Le dije:

—Lo que logramos ya es ganancia.
—Ganancia, dice, ay, qué horror.
—No tiene nada de horroroso —repetí—, ¿qué le podemos hacer?
Alegrémonos de que le está yendo bien y esperemos.
—Aún no podemos sin ese tesoro de hombre —dijo.
—Y sin embargo no hay nada que hacer.
Se fue triste.
Sí, era una lástima que fuera a morir.
Era imposible no echar de menos a este sacerdote, porque era muy querido, pero solo por sentirse bien ya podía estar feliz.
La mujer deseaba mucho retenerlo, pero su sacerdote y padre partiría.
Si le decepcionaba no era mi culpa, porque en lo que yo podía confiar era en lo que decía mi líder espiritual.
Tenía bastante curiosidad por saber qué diría el sacerdote de mi libro, porque demostró tener una mente abierta.
Por eso no me sorprendió que cuando volvió a verme me pidiera la segunda parte.

—Hablaremos más adelante —dijo—, y entonces le haré muchas preguntas, pero primero quiero leerlo todo.
Después del tratamiento no hablamos más y me despedí por tres semanas, pues había llegado el momento de que me fuera de la ciudad.
Se sentía de maravilla, no tenía dolor y a mi regreso volvería a verme.
Me deseó buen viaje y mucha suerte.
Añadió:

—Estaré tranquilo y leyendo.

El sacerdote se marchó.
Mi paciente, que había acordado venir a visitarme, dijo:

—Anoche estuve con él, hubo misa por la noche.
Después de misa, de repente me dijo: “Jozef sabe qué enfermedad tengo, tú y él lo saben, nadie más”.
Quise que la tierra me tragara.
¿De dónde sacaría él todo eso ahora, tan de repente?
No lo compartí con nadie.
¿Sabrá que es algo muy grave?
¿De verdad es así? ¿Tiene esa enfermedad?
¿No es curable ese mal?
No comprendo de dónde lo saca tan de repente —insistió—.
¿Usted lo entiende?
No, no lograba entenderlo y le dije que no lo sabía.
—Solo espero —continuó—, que no empeore cuando usted esté fuera.

Se fue y me preparé para ir de viaje.
Alcar me dijo:

—Siente que se le acerca el final.

Entonces me marché.
Pero a mucha distancia de él sentía cómo le iba al sacerdote.
Alcar también me dijo que había empeorado.
Cuando regresé del viaje, me mandaron llamar de inmediato.
Llevaba ya varios días en cama.
‘Ya estamos’, pensé.
‘Se avecina el principio del fin.
Ojalá que ahora ya no tome mucho tiempo’.
Esta enfermedad podía prolongarse mucho.
Todos sus amigos y seres queridos lo lamentaban mucho y pensaban que si no hubiera detenido el tratamiento, no se habría llegado a ese punto.
Pero yo sabía que no era cierto.
Un miércoles por la mañana fui a verlo.
Cuando entré en la habitación, irradiaba felicidad y se alegró de verme de nuevo.
Me agarró de ambas manos, me miró y exclamó:

—¡Mi Jozef!
No sabes cuánto te he echado de menos.
Sentía su gran amor por mí, lo que me hacía muy feliz y parecía que ya no quería soltarme.
—¡Afortunadamente está aquí!
¡Leídos todos los libros, Jozef!
Temblé un instante, ¿qué me diría?
—¡Bellísimos!
¡Bellísimos!

Cerró los ojos, no le volvió a salir ni una sola palabra.
Allí yacía, en silencio, parecía pensativo.
En ese momento sentí el silencio del espíritu que me llegaba de él, y también me quedé callado.
Me senté cerca de la cama y ambos nos quedamos absortos en nuestros pensamientos.
Pensé en la gran amistad y el gran cariño que sentía por mí.
Aceptaba complacido su cariño tan puro, me sentía muy agradecido.
Hacía tan poco que lo conocía pero parecían haber pasado muchos años.
Recé por él y procedí a tratarlo.
A mi lado vi a mi querido líder espiritual, el espíritu de amor, que me había conectado con el enfermo.
Ahora éramos uno solo y me quedé esperando a lo que tuviera que decirme, porque vi que estaba examinando al enfermo.
No tuve que esperar mucho y cuando entré en comunicación con Alcar, le oí decir:

—Aquí ya no es posible ayudar, dentro de poco hará la transición.
Te daré pruebas de ello, tan solo ten paciencia.
Me estremecí.
¿Ahora qué?
Le pedí a Dios que pudiera dejar esta vida sin dolores.
No me atreví a pedir más, ya no se le podía dar nada.
Poseería luz en la vida después de la muerte y la luz significaba felicidad.
El hombre cuyas manos estaba apretando había completado una vida bella y estaba dispuesto a morir.
Con los ojos todavía cerrados y las manos dobladas, me dijo después de un largo silencio:

—Es precioso, Jozef, bonito para la gente, pero pocos lo creerán.
Es difícil, muy difícil, aceptar todo esto.
Gran amor, Alcar.

Hablaba entrecortado, palabra por palabra, pero yo las captaba.
‘Gracias a Dios’, pensé, ‘ha comprendido mi obra’.
Había dicho pocas palabras, pero me hizo bien oírlas de su boca.
Me hizo feliz.
Sí, poca gente podía aceptarlo.
Tantas veces me decían que yo era demasiado sencillo, que me faltaba ser más literario y más sugerente, por lo que no se valoraba todo lo que contaba de la vida después de la muerte.
¡Les resultaba demasiado dulce!
Pero algún día todos serían dulces, tan dulces como la miel.
Cuando estas personas se enfrentaran al último problema, y el más grande, cuando se les cayeran las vendas de los ojos, cuando pudieran ver tras el velo, cuando estuvieran desnudas ante el santo trono de Dios, ¡entonces todo ya no sería demasiado dulce ni sencillo y desearían poseer mucha, muchísima de esta sencillez!
Solo allí se verían a sí mismas, solo entonces valorarían todo esto.
Pero es que tampoco escribía yo para esas personas.
Eran inalcanzables.
El que estaba en su lecho de muerte, él, el sacerdote, sentía el calor y la fuerza espiritual que salían de todas las cosas, pero sobre todo sentía el gran amor de Alcar.
No me podía haber esperado otra cosa.
También de parte de aquellos que vivían apenados y doloridos, que se habían quedado solos y que pertenecían a la clase más alta de la sociedad, había recibido yo cartas que decían que estaban muy, muy felices.
En las horas de la separación, Alcar les había apoyado con su gran amor.
Ahora sabían que volverían a ver a sus seres queridos.
Habían visto suceder lo grandioso; en el lecho de muerte de sus seres queridos también ellos habían percibido algo.
El propio moribundo lo había exclamado.
Para todos ellos mis libros se habían convertido en un apoyo espiritual, en la fuerza para poder continuar ahora la vida solos.
Por aquello que había dicho Alcar habían tomado sobre los hombros la cruz que Dios les había dado a cargar.
Solo cuando la gente se encontraba apenada y dolorida, resultaba alcanzable y se entregaba de manera bien dispuesta.
Ninguna ciencia terrenal los podía ayudar entonces; anhelaban el calor espiritual, un mismo sentimiento y el amor.
Entonces se les caían las vendas de los ojos y escuchaban aquella voz suave pero clara, encontrándose a sí mismos.
Pero esos otros no necesitaban alimento espiritual, tenían los pies bien firmes sobre la tierra y querían seguir así, según decían.
Se habían extraviado; la vida en la tierra los había absorbido también a ellos.
Arrojaban mis libros a la estufa y volvían a atizar el fuego, pero el frío y la pobreza espiritual los consumían por dentro.
No se les pasaba por la imaginación que también su hora podría llegar pronto.
Si solo se me hubiera concedido escribir para él, sin duda también lo habría hecho, pero por fortuna había muchos más.
Pero me reconfortaba que el sacerdote me comprendiera tan bien.
No es que me hiciera falta, nadie me molestaba, porque yo veía la vida sobre la que escribía, me desdoblaba de mi cuerpo material y se me concedía vivirla.
Todo era verdad, algún día todos lo verían cuando entraran en esa vida.
Pero mucha gente vivía en la materia (materialmente) y se reía de todo, incluso de su propia necedad.
Estas personas mayores y adultas eran como niños.
Pero los niños saben sentir más que las personas mayores y cultas.
Los que profundizaban en la vida después de la muerte y vivían de acuerdo con ella eran los felices del otro lado.
Los demás necesitarían muchos años para ver la luz, porque sus sentimientos se habían enturbiado.
La vida espiritual es difícil de alcanzar.
Pero cuando se siente, da lugar a la felicidad y a la verdad eterna, a una confianza grande y vigorosa, y a la posesión de una vida sagrada.
Trae amor: amor inmaculado y puro.
Este ser humano lo sentía.
—Jozef —dijo de repente el sacerdote—, voy a planear, muy lejos de esta tierra.
Me asusté.
Empezó a hablar justo sobre aquello en lo que estaba pensando.
Era como si otra persona le hubiera dado la fuerza para decírmelo.
Al decirlo, le brotaron las lágrimas.
El arcipreste era como un niño y yo también me sentía así.
Éramos dos adultos y, sin embargo, niños en el espíritu.
Teníamos un solo Dios y habíamos hecho la transición el uno en el otro.
Sentíamos una sola vida, un solo amor, él como sacerdote, yo como instrumento.
Ambos servíamos a un solo Dios, queríamos servir a un solo Dios, teníamos un solo Padre y conocíamos una sola verdad.
Él había sabido asimilar esa verdad y sabiduría por medio del estudio y experimentando la vida, tal como Dios quería que el ser humano hiciera.
Así es como se había desarrollado.
Yo lo recibía directamente del Más Allá y me había encontrado en conexión con la vida eterna.
Se me concedió ver a través de sus estudios y así conocí su teología al mismo tiempo que la vida detrás del velo.
Toda esta grandiosidad me cruzaba la mente; gracias a mi líder espiritual Alcar se me incorporaba al cosmos.
Ahora me sabía una partícula de esa vida formidable, grandiosa y sagrada.
Pero yo carecía de estudios y procedía de un pueblo campesino, a pesar de haber recibido una ciencia y una fe tan puras como el cristal.
Sencillamente, era la naturaleza, no podía aprenderse, era algo que había que sentir.
El sacerdote lo sentía; era suave, suave como la vida misma y estaba abierto a esa vida formidable.
La vida se reflejaba en sus bellos ojos, en el sonido de su voz, manifestaba los sentimientos suaves del alma y del corazón y así se daba a conocer su personalidad.
Esa candidez, esa pureza impregnaba todo su ser.
Al rato entraría como niño en las esferas, accediendo a esos cielos donde le esperaba una belleza sin par.
Este sacerdote amaba a la gente con todos sus defectos y pecados.
Conocía las pasiones y comprendía, porque quería comprender.
No quería ver fallos y daba, siempre daba a manos llenas.
Esas manos nunca habían estado cerradas, y abría la puerta a quien tocara en la morada de su alma.
Las bisagras de la pequeña puerta de su alma rechinaban, estaba sacada de quicio de tantos tirones, con el marco destrozado, y no la reparaba porque sabía que la destrozarían de nuevo.
Dejaba la puerta abierta y todos, jóvenes y mayores, pobres y ricos, podían entrar.
Lo consentía porque amaba y por tener mucho amor; porque de otra manera no era posible ayudarlos.
Quien tocara a su puerta podía entrar, y entraron muchos.
Pero había quien llegaba con lodo y fango en los zapatos; sin embargo, no lo notaba; no quería verlo.
Porque los amaba con todos sus errores y pecados.
“Pasen”, lo oía decir, “vamos, pasen sin miedo, mi puerta está abierta”. Y sonriendo se acercaba a la gente, tranquilizándola.
Ya lo ven, la puerta está destrozada, ya no la puedo cerrar, ni lo quiero.
Quedará abierta para todo el mundo, para siempre”.
Esto se lo había enseñado la vida y se le había acercado mucha gente.
Había quien dejaba los zuecos en la puerta, acercándose a él despacito.
Ese tipo de personas sentía veneración, una veneración sagrada por su personalidad, y honraba la morada de su alma.
No querían perturbar la paz de su alma y regresaban a sus casas con sosiego.
Las había ayudado en cuerpo y alma.
Pero también había otros que irrumpían sin más; no conocían el respeto, ni lo sentían.
A ellos los miraba sorprendido, pero sin decir nada.
El ser humano necesitaba ayuda y él quería dársela.
Aunque temblando de miedo, sintiendo al ser humano con todos sus defectos y errores, lograba tranquilizarse.
Se dominaba, solo sonreía y los calmaba.
Su sonrisa eterna hacía milagros.
Muchos entraban, lo miraban a los ojos con dureza, haciéndole temblar, pero él estaba delante de ellos como un niño y se sorprendía de tanta falta de humanidad.
Su limpia morada del alma, siempre cuidada para que pudiera entrar Dios, la ensuciaba el ser humano.
Después, cuando los seres humanos se habían ido, se quedaba a solas con todas esas cosas humanas.
Tenía que arreglárselas solo para superarlo.
Nadie podía ayudarlo, pero tampoco le hacía falta.
Sabía y tenía la fuerza, dominaba el arte y tenía los conocimientos necesarios para mantener limpia su morada espiritual, para que Dios pudiera entrar en el momento menos esperado.
Poseía esa gran fuerza, llevándola consigo, y en lo íntimo, en lo más íntimo de su ser estaba ese amor puro.
No, la gente no lograría mancillar su morada del alma.
Una marea de amor la lavaba, nada quedaba en su lugar y las llamas de su amor inagotable la secaban.
No había un alma que conociera su secreto, pero es que ni querían conocerlo.
Cargaba este tesoro en silencio y se limitaba a sonreír, conquistando a toda la gente que se le acercara.
Así vivía, así había aprendido que tenía que vivir.
Así es como yo intuía a este sacerdote.
El enfermo estaba envuelto en silencio y pensé en las palabras de Alcar: que había sido un gran sacerdote.
Sentía yo el silencio de la muerte, la partida de este mundo y la entrada en el otro lado.
Ese problema se revolvía en mí; lo sentía y lo veía y me absorbía.
Lo que me estaba pasando en este momento le tocaría vivir a cada ser humano en la tierra.
Sentía al sacerdote, sondaba su estado interior y sabía lo feliz que sería más tarde.
Había vivido como ser humano, como un hijo de Dios.
De repente abrió los ojos y preguntó:

—¿Cree en la gente?

Me asusté.
Una vez más había hecho suyos mis pensamientos, porque continuó:

—La muerte es mi amiga, Jozef.
¿Acaso ya sentía la lengua espiritual, solo conocida y usada en la vida después de la muerte?
—Creo —dije, sin saber qué otra respuesta debería haberle dado.
Entonces alzó la vista y la fijó en el Cristo, colgado encima de la cabecera.
Hacia allí dirigió su bella mirada.
Era como un niño pidiendo fuerza para ser adoptado, para adelantar su fin.
Luego, tras algunos instantes, dijo:

—Eres un bendito, Jozef.
Era como si el propio Cristo se lo hubiera dicho.

—No debes olvidarte de los santos —prosiguió, y después, de repente, dijo, tras fijar la mirada una vez más en el Cristo—: Voy a morir, Jozef; antes de que acabe este mes ya no seré.
Entonces planearé, como tú.
‘Cómo es posible’, pensé.
‘¿Se lo habría dicho Cristo?
¿Estará tan íntimamente conectado?
¿De dónde lo habría sacado tan de repente?’.
Me parecía asombroso, tan sereno como estaba.
Él percibía qué dones tenía yo y en silencio le agradecí sus escasas pero tan hondas palabras.
Recogían una advertencia para que yo mantuviera mis dones inmaculados y elevados.
Ya se había alejado mucho de mí, muchísimo.
Lo seguí interiormente y sentí que se entregaba por completo.
También ese secreto solo lo conocía él, se sentía conectado con el Hijo de Dios.
De nuevo miró al Cristo.
Las lágrimas corrían por su tierno rostro, iluminado por un rayo de luz.
‘Eres’, pensé, ‘un ángel’.
Poseía la ciencia que solo los moribundos poseen, que incluso la viven.
Ya se encontraba en ese estado inexplicable en el que las leyes y la sabiduría terrenales se disolvían, fundiéndose con él.
Él no albergaba dudas, no sentía yo el menor titubeo en él.
Esta era la sabiduría que él acababa de experimentar en completo silencio y que había recibido de una fuente más elevada.
Esta mañana estoy experimentando algo grandioso, algo antinatural.
‘Será algo sobrenatural’, pensé.
Lo sobrenatural lo iluminaba, esas fuerzas hacían la transición a él, y me lo dijo, dejando que las compartiera.
—¿Me ayudarás, Jozef? —volvió a preguntar muy inesperadamente—.
Me voy.
Cuando lo miré, temblé.
Me vibraba el cuerpo y sentí una gran felicidad.

—Desde luego —dije, y vi que lloraba otra vez.
Me sintió y dijo:

—No es porque me vaya, Jozef, no es por eso, no pienses eso.
Comprendí y sentí por qué dejaba correr las lágrimas.
Pensaba en todos sus hijos.
Le resultaba difícil tener que separarse de ellos.
No iban a poder sin él, porque ya no podrían entrar y volver a encontrar una casa abierta donde poder calentarse.
Ay, ¡tan fácil no era!
Volvió a hablar, respondiendo a mis reflexiones.
Era sorprendente.

—Es difícil separarme de ellos.

Me había intuido con mucho acierto y otra vez había adoptado todo.
Para mí eran pruebas de que en él operaba otra fuerza.
Eran pruebas de que poseía un gran amor y de que sabía captar fuerzas y verdades espirituales, por ya estar conectado en el espíritu.
No era muy común ver y experimentar algo tan bello al pie de un lecho de muerte.
Esta sin duda era una transición muy especial, una preparación para el mundo eterno.
No solo que sintiera su propia transición, sino también que ya conociera la lengua espiritual que allí se hablaba.
Ya poseía la facultad de hacer la transición de una persona a otra, a pesar de vivir todavía en la tierra.
Era grandioso lo que me tocaba vivir en ese momento.
—Ahora debe marcharse, Jozef (—concluyó).
Me despedí.
No había pasado ni media hora y cuánto me había tocado vivir ya.
De camino a casa reflexioné sobre todas estas cosas.
Qué mañana tan hermosa había sido.
Qué grande decirle adiós a esta vida de una manera tan convincente.
También era maravilloso poder ayudar de esta forma a los moribundos.
Ya había visto a muchos hacer la transición, pero a ninguno como él.
Unos tenían miedo, otros ingerían alimentos vigorizantes porque no querían morir.
Pero cuando se presentaba la muerte, ningún sabio podía ayudar ya, y tampoco las fuerzas espirituales podían cambiar nada.
Nadie se libraba; si había algo justo en esta terrible tierra, era eso.
Este sacerdote estaba familiarizado con la muerte.
Para él era una grata amiga, una amiga que lo liberaba de su sufrimiento, que le traía felicidad, luz, amor y belleza; sí, la vida eterna.
¿Qué es lo que entonces restaba de la muerte?
¿Dónde estaba su poder?
¿Dónde quedaba todo eso tan terrible, cuando a la muerte se la podía considerar una amiga?
En el caso suyo, la muerte no encontró con qué alimentarse.
Porque no tuvo miedo ni sintió pena o dolor, y eran esas las cosas con que se relamía la muerte.
Sea como fuere, con él la muerte solo sufriría penurias.
Moriría de hambre porque no se le alimentaba.
Mantuvo una formidable conversación con la muerte, le mostró una sonrisa y la muerte se la devolvió.
Se tenían confianza y se habían hecho grandes amigos, grandísimos amigos.
Es lo que la vida le había enseñado, recibiendo a todos en la morada de su alma, sin refunfuñar cuando entraban con zuecos y todo, sino recibiéndolos con cariño y saliendo a su encuentro.
De ese modo había llegado a conocer a la muerte y así había llegado a saber que esta significaba vida eterna.
Veía a través de su máscara, era clarividente y veía más allá de la cortina de perdición y horror.
Veía que la muerte no era el final, sino una continuación hacia regiones ignotas.
Para él esa mujer cruel de la guadaña había sido sustituida por un cielo de un azul celeste, un paraíso de pura felicidad.
La fatalidad dejaba de existir, para él todo consistía en la dirección sagrada de Dios.
Dios lo reclamó y la muerte se apartó y desapareció, porque no podía acercársele.
No, este sacerdote poseía todo lo que necesitaba en el país de la verdad eterna.
La muerte se sentía feliz de que entre toda esa gente hubiera algunos que no le tuvieran miedo.

—Escúchame —parecía que me dijera la muerte—, tú, hombre de la tierra, oye lo que voy a decir.
Mírame, no estoy muerta.
Tu interior arde, es Dios quien te está enviando Su amor, quien los mantiene en vida a todos.
Lo que ves, lo que eres por fuera y cuidas, eso es lo que muere.
Pero en tu interior vive algo que pervive, que pervivirá siempre y que conocerá profundidades infinitas.
A todos espera una felicidad sublime, pero solo a quienes ven en mí la vida.
Yo no me puse ese nombre de “muerte”, sino que lo hiciste, tú, ser humano, porque no me conoces.
Tú me considerabas “muerto”, pero solo lo estoy para quienes están muertos en vida.
En ti reside una chispa de vida eterna, en ti reside la verdad eterna.
No permitas, oh, hombre, que tu vida se amargue en mi nombre.
No soy muerte, soy vida, y quien me conoce será feliz.
Lo había podido seguir todo, pero ¿quién hablaba así conmigo?
¡La muerte!
Era un ser vivo, que veía más allá que nosotros, convencidos de estar viviendo.
Era fría y al mismo tiempo poseía sol, por lo que podía calentar a todos que en ella vieran la vida.
Con una sensación de gran felicidad entré en mi casa.
¡Qué mañana!
¡Cuánto había recibido y podido vivir!
Qué dicha era ser médium en esas ocasiones.
Así es como llegué a conocer la vida que vivía tras el velo.
Y esto gracias a él, a quien conocía desde hacía tan poco, pero en quien había descubierto un gran amor por el ser humano.
Al sacerdote pronto le quedaría claro el verdadero significado de la muerte y haría la transición en una luz morada.
Lo morado se asociaría con otros mil colores, que eran la irradiación de su propia vida interior.
Era su cielo, que sentía y veía.
Es allí donde estarían esperándolo.
Le esperaban una belleza imperecedera y una serenidad eterna.
No se me ocurrió en ese momento que tendría aún más experiencias bellas y elevadas con el sacerdote.
Pronto llegó el sábado.
Ya anhelaba poder ir a verlo.
Estando con él, se sentían mis fuerzas y se me comprendía.
El sacerdote ya estaba esperando.
Tomó mis manos en las suyas y dijo:

—Mi Jozef.

¡Cuánto había empezado a quererme este hombre!
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
Empeoraba a ojos vistas, la enfermedad era imparable.
Me senté a su lado, le puse la mano izquierda en la frente, la derecha en su pecho y empecé a radiarlo.
Él, el sacerdote, absorbía esa fuerza y esta le daba serenidad, que tanta falta le hacía para sus últimos días en la tierra.
Haría más fácil su partida.
Sintió el efecto benéfico del magnetismo vital.
Aquí ya no servían los medicamentos, ni yo tampoco podía cambiar nada en esta situación.
Después de rezar, oí decir a mi líder espiritual que me concentrara en el espíritu.
En el mismo instante en que me sintonicé, me pareció percibir inteligencias.
Sí, lo había visto bien.
Alrededor de la cama del sacerdote vi a varios espíritus.
Iban vestidos con hermosas túnicas e irradiaban una luz preciosa.
Miraban a quien pronto haría la transición.
Me pregunté qué significaría.
Pero pronto lo entendí, porque oí cánticos.
Eran cánticos espirituales y dos voces acaparaban toda mi atención.
Eran un tenor y un bajo y las demás voces las complementaban, fundiéndose en una sola.
¡Era celestial!
La voz del tenor era de una belleza inaudita.
Me conmovió profundamente, tan poderosa y sublime era.
Cuando terminó el canto, Alcar me dijo:

—El sacerdote forma parte de una orden y los que han acudido a su lecho de muerte quieren facilitar su transición.
Vienen a él desde el Más Allá, son espíritus de amor.
Se le transfiere la fuerza espiritual de este acontecimiento.
Aún es inconsciente de eso, aunque sentirá algo.
Descubrí que se me conectaba con la irradiación de este acontecimiento.
Veía el amor de todos esos seres en una luz y esa luz se pasaba al enfermo.
Estaba alrededor de él y permanecería allí para detener otras fuerzas.
Esto es lo que era serenidad espiritual, una bendición en el espíritu.
Era alrededor suyo donde ahora estaba la luz, como un muro espiritual, un bastión de fuerza del amor.
Era grandioso lo que se me concedía contemplar allí.
Los que ya vivían en el Más Allá y lo habían conocido en la tierra sabían que iba a morir, y él también lo sabía.
Sentí en ello una conexión, un solo saber.
El amor iba más allá de la tumba.
Todos estos seres habían sido sacerdotes en la tierra y habían completado una vida hermosa.
Lo adoptarían como uno de ellos, porque allí estaba su sitio, y que ya en la tierra estuviera conectado con esa irradiación, desde luego era algo especial, poca gente recibía algo así.
El enfermo se había quedado dormido y me alejé en silencio.
También los seres espirituales se habían disuelto para mí.
Cuando llegué abajo, su esposa me preguntó cómo había encontrado a su marido.
—¿Falta mucho todavía?
—No —le dije—, ya no falta mucho.
Pero ni yo sé exactamente cuándo será.
Si es necesario, se lo diré.
La siguiente vez me tocó vivir otros milagros.
Cuando entré, me pidieron esperar.
Había llegado un sacerdote desde París, pero el enfermo solo le concedió un minuto.
Sonreí y sentí que no quería perderse ni un segundo del tiempo que yo pasara con él.
Al cabo de un minuto ya me mandaron llamar y entré en la habitación del enfermo.
El paciente estaba muy contento y ardía en deseos de contarme algo.
Lo sentí en cuanto lo vi.
—Escucha —me dijo—, siéntate.
He planeado, Jozef, muy, pero muy alto, como tú.
Fue precioso.
He visto cosas bellas.
—Cada vez esperaba un instante para recuperar el aliento y para ver lo sorprendido que yo estaría.
Él estaba muy, muy feliz.
Después siguió hablando—.
Vi flores, oh, tan hermosas.
No aquí, no, aquí no son tan hermosas.
Estas eran diferentes.
También oí cánticos, preciosos, muy lindos.
Me asusté.
Entonces, ¿sí habría oído esos cánticos?
—Cánticos preciosos —repitió—, oh, qué delicia.
Bellas voces.
‘Asombroso’, pensé, ‘este hombre se ha convertido en un médium clariaudiente, clarividente y clarisintiente’.
Por lo visto, esos dones le habían venido en el último momento de su vida.
Lo entendí perfectamente.
Sus sentimientos estaban haciendo la transición en el espíritu.
Lógico que estuviera feliz.
Así es como yo siempre lo veía y oía conscientemente, pero cuando lo contaba, la gente no me quería creer.
Él, el sacerdote, ahora había quedado conectado con la vida eterna.
Cuando terminó de hablar, tuvo los ojos llenos de lágrimas de tan conmovido que estaba.

—He visto a mucha gente —empezó de nuevo—.
Hermosísimo, hermosísimo, bellas voces.

Al decirlo, miraba al Cristo, para dar gracias por todo al Hijo de Dios.
Como de costumbre, me senté a su lado y lo traté.
Alcar me avisó que estuviera atento, de nuevo se me iba a mostrar algo.
Sentí como el sacerdote iba hundiéndose bajo mis manos.
De repente vi un resplandor y en esa luz se manifestó un ser radiante.
Se hacía cada vez más densa, de modo que la podía percibir claramente.
Se trasladaba de la cabecera hacia el pie de la cama y me hizo entender que yo veía y sentía bien.
Ahora vi en aquella luz una aparición, un espíritu joven de una belleza radiante.
Sin querer estimé su edad y pensé que tendría entre treinta y cinco y treinta y siete años.
Luego la imagen se desvaneció y vi otra.
La propia aparición me mostró algo, vi una cuna, y en ella un niño muerto.
Sobre la cuna planeaba el número diecisiete.
El número estaba iluminado, de modo que lo apreciaba nítidamente.
‘¿Diecisiete?’, pensé.

—Meses —oí decir—, ¡fallecido!

De manera concisa pero enérgica se me dio esta verdad.
No dejaba lugar a dudas y lo comprendí al instante cuando oí decir:

—¡Mi padre!
‘¿Mi padre?’, pensé.
Dios mío, qué milagro tan grande.
¿Su padre?
¿Así que era hijo del sacerdote, un hijo que había dejado la tierra a corta edad?
Alcar dijo entonces que lo había visto bien y me dispuse a esperar qué más sucedería.
Un hijo que había dejado la tierra a los diecisiete meses de edad, ¿regresando a la edad de treinta y siete para venir a recoger a su propio padre?
¿Para ayudar a su padre a hacer la transición?
Pero qué cosa tan extraordinaria.
Era un misterio muy hondo, inescrutable para cualquier mente humana.
¡Cuánta sabiduría!
Qué grande era esta ciencia y qué problema más grandioso.
El niño había vivido, de modo que no estaba muerto; si no, le hubiera sido imposible manifestarse, y había crecido.
Pero ¿dónde?
¿Era posible?
Pero estaba viendo muy claramente a un ser bellísimo, una aparición espiritual.
¿No era esto un misterio?
Se me mostraba un misterio sobrenatural y se me conectaba con él.
Un problema del que no se sabía nada en la tierra y que no era posible comprender.
Con todo, era la verdad, porque lo estaba viendo.
Eran problemas y leyes espirituales que uno solo llegaba a conocer después de la muerte, en la vida donde vivía mi líder espiritual junto con millones de otras personas.
Precisamente allí donde se me había concedido estar ya varias veces y donde había crecido la aparición.
Representaba una prueba contundente y poderosa de la pervivencia, si uno estuviera dispuesto a aceptarla.
¡Qué tesoro de verdad estaban poniendo en mis manos!
Sentí que me venían a la cabeza centenares de preguntas y que a todas era capaz de responder yo mismo.
¿Y adónde fue a parar ahora la muerte con su poder?
El ser humano se engañaba.
¿Y quién iba a seguir ahora creyendo todavía en la muerte?
He aquí la vida joven, el niño dado por muerto, regresando a la tierra como un ángel para ayudar a su padre en la materia y para venir a buscarlo.
¿Qué hondura tenía ese problema y de dónde sacaba ese ser esta verdad?
¿Cómo sabía que su padre moriría?
¿Cómo es que tenía nociones de padre o madre si cuando partió no sabía qué significaba padre o madre?
Aun así regresó, justo en este momento, ahora que su padre iba a morir y a hacer la transición a esa otra vida donde vivía su hijo.
Mi líder espiritual estaba diciéndome ahora que escuchara y oí decir a la hermosa criatura:
—He venido a recogerlo: se me ha permitido.
Es la voluntad de Dios.
Pregúntele a quien es mi madre si fallecí a esa edad, lo confirmará.
El vínculo de amor me ha mantenido conectado con ellos.
Un eterno vínculo de amor nos une, conecta a todas las personas con sus seres queridos que viven de este lado y que estarán esperándolos cuando también ellos hagan la transición.
Se me concedió dejar la tierra a corta edad.
Esto ya es una enorme gracia.
Como ve, estoy vivo y me oye hablarle.
Todo es la verdad sagrada.
Convénzase y pregúntele a ella.
Había estado escuchado a esta aparición con admiración, profundamente conmovido por este acontecimiento.
Todavía alcancé a oír decir:
—Crecí en las esferas de luz, porque debe saber que la vida es eterna.
Pienso como piensa usted y vivo en el espíritu.
A usted lo veo y lo oigo, y puedo conectarme con su vida.
Sé que quien yace allí es mi padre, mi padre en la materia.
Sin embargo, tenemos y conocemos a un solo Padre y ese es Dios.
Le agradezco que haya querido escucharme y abrir para mí sus ojos interiores.
También le agradezco el amor que le ha dado.
Dele las gracias también a quien es mi madre por todo su amor.
Siento y recibo su amor, porque estoy vivo y porque siempre seguiré estando conectado con ellos.
Sé que me aman y que algún día volveremos a vernos, para siempre, para siempre.
Este momento es sagrado para mí, no lo olvide nunca.
¿Podría decírselo también a ellos, a todos mis seres queridos?
Vivo en las esferas de luz y también mi padre poseerá luz y felicidad.
Luego estará conmigo y todo esto es la voluntad sagrada de Dios, ¡que se haga Su voluntad!
Es la verdad y por ser verdad es sagrada, y la gente inclinará la cabeza ante Él, que es el Padre de todos nosotros.
Para usted es una enorme gracia poder vivir esto.
Desde este lado exclamo, a usted y a toda la gente: no teman la muerte, vivimos en una belleza celestial.
Usted verá luz cuando en su interior haya luz.
Todo esto es amor, amor sagrado.
Permaneceré junto a él hasta el final.
Se va a enterrar su vestidura terrenal, pero su cuerpo espiritual regresará a la vida, la vida que es Dios.
No hay ser humano que pueda cambiar esto.
Váyase ahora, yo lo velaré, nada perturbará su serenidad.
Le doy las gracias.
Vi que a continuación la aparición se retiró, disolviéndose.
Me sentí planeando, ya no me sentía a mí mismo, porque había vivido algo sagrado.
Antes de irme le di las gracias a Dios por todo lo que había recibido.
Después me despedí de mi querido amigo, hermano y padre.
Llegado abajo, le pregunté a la madre de la aparición, la esposa del sacerdote, por la verdad de este problema.
—¿Tuvo un hijo —le pregunté—, que murió a la edad de diecisiete meses?
¿Un varón?
¿Es posible que el niño, de haber seguido viviendo, tuviera ahora treinta y siete años?
No había razones para dudar de la verdad, porque rompió a llorar.
—Sí —dijo—, nuestro pequeño murió así de joven.
‘Mira’, pensé, ‘qué milagro’.
Qué grande era esta verdad, qué sagrado era todo.
Entonces oí decir a Alcar:

—Dile que has hablado con su hijo, debe saberlo.
Y entonces proseguí:

—Acabo de experimentar algo hermoso.
Su hijo se manifestó ante su padre.
Pero me di cuenta de que no sabía o no comprendía lo que era manifestarse, y que no debía continuar, esto era demasiado hondo, demasiado irreal.
La gente no podía aceptar cosas sobrenaturales, así que me despedí de ella.
En toda la mañana no tuve el valor de seguir reflexionando sobre este problema.
Para eso tenía que estar tranquilo, también a mí me había conmovido.
Me rondaban por la cabeza muchos problemas, veía profundidades y panoramas en el aún tan desconocido horizonte humano.
Algo terrible enturbiaba todo este esplendor, toda esta belleza, y esto era la muerte.
Esta imagen lo destruía todo, impidiéndole al ser humano aceptar la vida eterna.
La gente se encogía de hombros y regresaba a sus preocupaciones cotidianas.
La muerte destruía la felicidad de la gente, traía pena y dolor, a pesar de que solo podía significar una gran dicha.
Colocaba su velo mortuorio delante de la luz eterna y hacía borrosa la verdad sagrada, y solo porque la propia gente lo quería.
La gente la amaba y no quería ver la luz.
Pero aquí se hacía patente la verdad de que la muerte significaba la vida.
Un niño de diecisiete meses regresaba ya de mayor y decía haber crecido en las esferas de luz, en la vida eterna.
Ese niño vivía en una belleza celestial.
Ay, muerte, desaparece de la tierra y no destruyas la felicidad de la gente.
Vete y guarda tu guadaña, porque eres amor.
Radia hacia la gente tu luz eterna, tu ardor solar, y esparce flores en su sendero iluminando sus caminos donde antes sembrabas perdición.
Oh, muerte, ¿dónde están ahora tu poder, vejez y horror?
Usted es como el niño, el niño que dejó la tierra y que regresó como un joven.
En ustedes, seres humanos de la tierra, radica esta verdad.
Ustedes viven en la materia y poseen la sintonización eterna.
La vida eterna arde en sus almas, la muerte se derrite y se evapora, incluso se disuelve y continúa, siempre más alto, hasta que la vida haya llegado a las alturas más elevadas y sienta a Dios.
Justo allí donde creció el hijo del sacerdote.
Guarda tu vestidura negra, no es más que apariencia.
Nosotros conocemos la verdad de la vida eterna, porque nos la acaban de mostrar.
Es imposible cambiar nada en esto.
Sentía yo que se acercaba un tiempo en que el ser humano ya no querría conocer a la muerte, en que decaería su existencia y se alteraría su ser.
Su reino de tenebrosidad estaba viniéndose abajo; no podía existir más tiempo.
El propio ser humano la estaba destronando.
Ya era hora de que dejara de amargar la vida terrenal.
El ser humano iba a saber que no había muerte y que solo la vida era realidad.
Por fin, la pena y el dolor se estaban transformando en felicidad y en una convivencia eterna al otro lado.
Eran llamativas todas las pruebas de ello, y qué grande era esta sabiduría.
Qué asombrosamente hondo, qué poderoso resultaba ser todo.
Regresaba un niño que había dejado la tierra a temprana edad, porque sabía que iba a morir su padre.
Los diecisiete meses y los treinta y siete años abarcaban una sola vida.
Para el ser humano en la tierra, todo eso tan grandioso lo cubría un velo, pero yo veía a través de él y lo comprendía todo.
Gracias a Dios que ahora podemos exclamarlo con aquellos que nos precedieron, que regresaron a nosotros para decírnoslo.
Gritan muy fuerte: “¡No hay muerte, no hay más que vida!”.
Oh Dios, qué verdad tan inmensa y qué felicidad tan grande le das a los seres humanos.
Pero no aceptarán esa verdad hasta no ver con sus propios ojos.
No quieren ni pueden aceptar y temen que su propia construcción de ciencia se desplome.
Prefieren creer en ese ser preanimal, en una muerte que los hace miedosos y que les trae pena y dolor, cuando podría reinar la felicidad.
Duermen su profundo sueño espiritual y seguirán durmiendo.
No oyen esa voz tenue pero clara; no quieren oírla y la pequeña morada de su alma está y seguirá cerrada.
¿Tiene que seguir existiendo la muerte? ¿Tiene que seguir amargando la felicidad de la gente?
¿No es entonces algo feliz poder recibir la verdad ya en la tierra y precisamente por mediación de aquellos que partieron antes que nosotros?
Vamos, abre tu casa y recibe la vida.
Puede que sea tu hijo, hermana, hermano, padre o madre quien pida poder entrar.
¿No nos da esta certeza la fuerza para echarnos al hombro todo lo que Dios nos hace cargar?
¿No nos responde a nuestra pregunta de dónde están nuestros difuntos?
¿Están vivos?
¿Desde cuándo no lleva preguntándoselo el ser humano?
Ahora recibimos noticias de ellos, de nuestros seres queridos.
¿No nos dice eso que el amor nos conecta y que nos dejará conectados así eternamente?
La cabeza del sacerdote estaba rodeada de un halo de verdad espiritual, tejido por su propio hijo.
Gracias a él estábamos descubriendo la vida eterna.
Cuando alguno de los que lo aman acepte ese mensaje y la muerte se disuelva, habrá valido la pena el esfuerzo, quedará compensado el regreso de su hijo.
Había descubierto yo en el sacerdote un gran espiritista, aunque él no se considerara así.
Pero lo era en cuerpo y alma, porque era espíritu y además estaba vivo.
Precisamente esto es el espiritualismo.
Y esto es lo que el ser humano llama obra del diablo y a lo que se le tiene miedo.
La gente no entendía el espiritualismo ni la muerte, pero ambos significaban espíritu y vida.
Por todo esto, el ser humano descubría un espiritualismo sagrado.
Todas las desgracias se disolvían en él y la muerte se convertía en “vida”, sonriendo levemente, como la dulce sonrisa de un niño.
El diablo que se escondía tras el espiritualismo se había transformado en un ser celestial.
La muerte se fundía con él, ambos eran uno solo, hermanos en el espíritu.
Podría haber seguido reflexionando horas y horas, no parecían tener final, porque el final de este asombroso acontecimiento, de este problema, estaba en la eternidad.
Allí es donde estaba; el problema era el ser humano, el hijo de Dios.
Aún no había recibido todo; aún ignoraba verdades y milagros cada vez más grandes que los que había recibido hasta el momento.
Pero pronto experimentaría también estos.
Llegó la mañana del sábado y como de costumbre fui a ver al enfermo.
Ahora tenía en los ojos un brillo que yo había observado en las esferas de luz, donde los ángeles que permanecían allí.
Este brillo se observaba también en los niños; estos pequeños seres irradiaban la pureza del alma.
Me encontraba delante de su cama cuando el sacerdote abrió los ojos.
Me inundó una oleada de amor: dos ojos que sondaban, dos ojos que sentían, dos ojos que me enviaban amor y que hablaban de partir.
Se fueron cerrando muy suavemente, muy despacio y supe: estaban cerrándose a esta tierra.
Me estremecí.
¿No volverían a abrirse para mí?
‘Cómo has cambiado’, pensé, ‘mi querido amigo y padre’.
Ahora ya será rápido.
Me acordé de los inicios, cuando mi paciente vino a verme y mi líder espiritual Alcar me transmitió el mensaje del inminente fin.
Qué verdadero todo.
Qué puro, y qué poder se escondía en este acontecimiento.
Cuando querían, los espíritus lo sabían todo y eran capaces de saberlo todo del ser humano.
¿Volverían a hablar sus labios?
¿Volverían a mirarme alguna vez esos dulces ojos azules?
En realidad, ¿ya no volverían a abrirse?
Los pocos pasos desde detrás de la cama, donde me encontraba de pie, hasta el lugar donde siempre me sentaba, me parecían una eternidad.
Lo sentía, algo surgía en mí que me decía que ya no volvería a hablar o mirar.
En él yacía la paz eterna y esa paz me era transmitida.
A su lado seguía velando el joven ser celestial, su hijo, que la gente creía muerto.
Yo veía y sentía al ser, que había posado sus bellas manos en la cabeza de su padre.
Una gran luz radiaba hacia el sacerdote.
Con esta luz, que le rodeaba y llenaba, haría la transición.
Amanecería y viviría en las esferas de felicidad y amor.
Sentía yo el silencio del espíritu y en este estado sólo se podía sentir; la palabra hablada perturbaría la serenidad.
Recé con fervor para que ya no durara mucho.
¡Qué sublime era este lecho de muerte!
La aparición emanaba la paciencia de la eternidad.
Sus limpias manos irradiaban esa luz.
El sacerdote estaba sumido en un profundo sueño; el magnetismo sanador lo había arrullado.
Habían transcurrido algunos minutos cuando ya oí que tenía que parar.
Era mi líder espiritual quien me transmitía este mensaje.
También oí: “Despídete de él, Jozef”.
Pensé: ‘¿hará la transición entonces?’.
“Pronto lo sabrás, ¡márchate ya!”.
Miré por última vez a quien había sido un amigo y un padre para mí.

—Adiós, honrado sacerdote, muchos lo echarán de menos.
Me detuve en la puerta.
¿Volverían a abrírsele los ojos?
¿Ya no dirán nada esos labios? ¿Ya no tienen nada que decir?
Yacía allí como una escultura de mármol.
Pareciera que se le hubiera dormido hasta la respiración.
Me veía obligado a abandonar algo hermoso, pero a cambio recibiría algo aún más hermoso.
Aunque de eso todavía no sabía nada; todo eso lo experimentaría más tarde.
Allí yacía un ser humano, digno de llevar ese nombre.
Qué hermoso era entonces un ser humano; así estaba radiante, habiéndose despertado al cosmos.
Miren, entonces el ser humano era hijo de Dios, tal como Dios quería ver a todos Sus hijos.
Qué maravilloso sería el mundo si todos los seres humanos fueran así.
En ese momento sentí necesidad de marcharme; Alcar me mandó salir de la habitación.
Abajo volvieron a preguntarme si todavía faltaba mucho, pero seguía sin saber nada; les deseé fuerza y ánimo, y me fui.
Poder vivir todo esto era sin duda una enorme gracia.
Sentirlo suponía felicidad espiritual, poder verlo era aún más asombroso.
El sacerdote era como un niño, era padre, pastor de almas y amigo para todo aquel que necesitara su ayuda.
Como niño entraría en las esferas de luz, como padre y pastor de almas era la fuerza motriz y el ángel salvador.
En él vi el símbolo de la felicidad y de la verdadera humanidad.
Los rayos de la vida eterna alimentaban su conciencia diurna, en ella había vivido.
El domingo y el lunes pasaron volando, sin que supiera nada de él.
El lunes por la noche, como de costumbre, atendería a otro paciente.
El hombre llegó muy puntual.
Pero durante el tratamiento experimenté las cosas más asombrosas, como no las había vivido antes a través de mi mediumnidad.
Sentí una incidencia diferente, también intensa.
Esa incidencia no era la habitual y me puse a pensar qué era lo que podría significar.
El hombre al que estaba tratando no sintió nada, era algo solo para mí.
Me concentré en mi líder espiritual y oí decir a Alcar:

—Mira a tu alrededor, Jozef, mira quién está allí.
‘¿Que quién está aquí?’, pensé.
—Mira quién ha llegado —oí de nuevo—.
¡Mira quién tienes a tu lado!
Me sintonicé espiritualmente, observé y me asusté mucho.
¿Estaba viendo bien?
A mi lado estaba el sacerdote.
¡Estaba radiante!
‘Dios mío’, pensé, ‘¿y ahora qué me va a tocar vivir?’.
‘¿Será posible?’.

—¿Ya falleciste?
¿Estaré viendo bien? —pregunté.
Entonces oí una voz suave, que reconocí y que había llegado a querer tanto, que me dijo:

—¿Me ves, Jozef?
—Sí —respondí— lo veo; qué asombroso.
—¿Me estás oyendo, Jozef?
—¡Lo oigo, sí, lo oigo!
¿Ya falleció?
Entonces oí decirle claramente:

—No, todavía no.
‘Oh, qué problema’, pensé.
El espíritu del sacerdote X estaba allí delante de mí.
Era un acontecimiento poco común, porque los que saben manifestarse de manera directa sin duda poseen un bien interior grande.
Las personas así entran muy conscientemente en la vida eterna.
—Jozef —dijo—, ¡estoy planeando, estoy planeando!
Ahora voy a morir, oh, qué hermoso es esto, Jozef.
¿Me ayudarás?
—Por supuesto que lo ayudaré.
Pensé que me tragaba la tierra.
Lo vi sonreírse, con su peculiar sonrisa hermosa.
No la había perdido ni en esa otra vida.
Qué asombroso era todo; no encontraba palabras.
Me revoloteaban los pensamientos por la mente, ya apenas conseguía concentrarme.
En ese momento sentí que me estaba ayudando Alcar.
¡Qué bello era él!
A su lado vi a un ser joven y precioso, al que yo conocía.
‘Lo que faltaba’, pensé, ‘ese es su hijo, cómo es posible’.
El sacerdote parecía ya haber rejuvenecido y aun así seguía conectado con su vestidura material.
Padre e hijo ya estaban unidos.
Este momento era inolvidable.
Mucho le habría gustado mostrarse a todos sus seres queridos, pero no era posible.
Aquí, a mi lado, estaba el sacerdote junto a su propio hijo.
Sin embargo, tendría que regresar de nuevo, pero ya no faltaba mucho para que quedara libre de los lazos terrenales, pudiendo irse a donde quisiera.
El ser humano moribundo se había desdoblado de su cuerpo.
¿No era asombroso?
—Alcar —oí que dijo—, Alcar está aquí, lo he visto.
Precioso, Jozef.
Todavía seguía a mi lado, estaba más vivo que nunca.
Nunca antes había vivido yo semejante milagro.
Había visto a muchos hacer la transición, pero ninguno poseía el bien que él resultó poseer.
Irradiaba la paz eterna.
Sentí que el corazón me palpitaba mucho.
No había cambiado en nada, solo había rejuvenecido.
El sacerdote me miró y dijo:

— Los libros, Jozef, ¡todo es la verdad!
¡Estupendo!
Esto era demasiado para mí; aún no había pensado en eso.
¡Que desde el Más Allá vinieran a contarme de ello!

—Todavía no puedo decir mucho, Jozef —prosiguió el sacerdote—, todo lo que contienen es la verdad, Jozef.
—Le corrían gruesas lágrimas de felicidad por las mejillas, por poder comunicarme todo esto—.
Ahora tengo que irme —oí que dijo—, pero volveré.

Las apariciones del sacerdote X y de su hijo se disolvieron ante mis ojos y supe adónde iban.
Otra vez a su vestidura material para vivir sus últimas horas en la tierra.
Cómo le estaba agradecido a Dios por que se me hubiera concedido contemplar algo tan bello y elevado.
Cómo debemos agradecer todos a Dios que se nos concedan esas pruebas de la pervivencia.
Gracias a Él recibía pruebas en las que jamás habría pensado, y todo esto servía para convencer a la humanidad de una vida después de la muerte.
Todo esto ocurrió al mismo tiempo que trataba a mi paciente, que no notó nada, ni sintió o vio nada.
Todo sucedió sin que se diera cuenta, porque no estaba “conectado”.
‘¿Me creería’, pensé, ‘si le dijera lo que hace un instante se me concedió experimentar?’.
El hombre se lo pensaría dos veces, para al final no ser capaz de decir nada, dada su incapacidad de resolver este misterio.
Todo esto era demasiado profundo para él.
Había estado yo conectado con tres seres: atendía a un ser humano, quitándole los dolores con los que había llegado, y hablaba con seres en el espíritu, de los cuales uno estaba muriéndose.
¡Qué milagro de la fuerza de la naturaleza!
Pero todo era sencillo al conocer y ver esas fuerzas, al oírlas y sentirlas, cuando se quería aceptar.
Si se poseía la vista para ver, el oído para oír, para poder captar sus voces claras pero tenues, entonces todos estos problemas dejaban de ser problemas y el milagro un milagro, y eran, en cambio, fuerzas humanas del espíritu, entonces era el amor que poseía el ser.
Para mí, este problema se había resuelto, convirtiéndose en un acontecimiento natural.
Pero quien no pueda verlo o sentirlo se reirá de todo.
Quien no posea esta sintonización se reirá, pero se reirá de su propia necedad.
Seres humanos en la tierra, ¿no les dice nada esto?
¿No los hace felices?
¿Aceptan que tienen la vida eterna?
¿Aceptan que avanzaremos cada vez más y que seguiremos nuestro camino, que evolucionarán de un planeta al otro?
¿Sienten que la vida en la tierra ya es la eternidad?
¿Sienten que la vida eterna está en nosotros?
¿No les demuestran estas pruebas que aquellos que murieron en la tierra viven en otro estado?
Depende de nosotros que puedan darnos esas pruebas.
Tenemos que abrirnos, tenemos que abrir las puertas de nuestra morada del alma.
Entonces recibiremos, recibiremos mucho, muchísima belleza.
Nuestros seres queridos volverán para asistirnos en nuestras últimas horas.
Nos ofrecen pruebas de que nos están esperando.
No se rían, entonces, de un conocimiento que no sienten en su interior, ni conocen.
No se rían de otra religión ni maldigan a otro ser humano, porque así maldicen su propia sintonización eterna.
Vivan una vida en el espíritu y les caerán encima los tesoros del espíritu.
Entonces las puertas del infierno no se abrirán para ustedes, porque están esperándoles las esferas de luz.
Pero el ser humano se maldice a sí mismo cuando solo piensa en su vida material, dejando morir su ser interior, ese cuerpo eterno, de hambre espiritual.
Sucumbir espiritualmente equivale a entrar en andrajos en la tierra de la paz eterna.
Ya han pasado miles de años y el ser humano sigue riéndose de todos estos milagros.
Sigue burlándose de esos milagros y los eruditos siguen sintiéndose “eruditos”.
¿Oyen a los espíritus llamando a la puerta?
Llaman a la puerta de su morada, pero ustedes no quieren dejarlos entrar y aun así ellos les piden que la abran.
Unos llaman con suavidad, otros con mucha fuerza.
Todos llaman, pero el ser humano mantiene cerrada la puerta de su morada espiritual.
No deja entrar a nadie.
Oh, ser humano, no tengas miedo, no destruirán nada, no traen más que amor, entran con delicadeza y traen sabiduría espiritual.
Te traen luz, mucha, muchísima luz y saludos de tus seres queridos, que partieron antes que tú.
Pero la gente dice: no quiero tener nada que ver con todo eso.
Atrancan sus puertas y no quieren hablar de eso.
Las llamadas a la puerta empiezan a aburrirles, viven en una época moderna y no necesitan ese amor, porque tienen su propio amor.
Pero ¿cuál?
¡El amor propio!
Entonces se cierra la puerta y desaparece el espíritu.
Y los pocos que la abrieron, pronto se olvidaron, o se decepcionaron, porque el amor que trae el espíritu sobrepasa su entendimiento.
Esa vida no la quieren; no pueden comprender aquel amor, porque se paga caro y requiere demasiada lucha.
Para el amor espiritual uno tiene que perderse a sí mismo, tiene que deponer su personalidad entera.
Pero la gente sigue siendo sorda y dura; no quieren sentir aquel amor ni quieren oír esas llamadas en la puerta.
No es posible convencerlos.
Ven en los espíritus a “extraños” y no quieren tener nada que ver con ellos.
Pero si quieren ver bien y claro, entonces tendrán delante de ellos a su madre o padre, a su hermana o hermano.
Son ellos los que regresan, con el corazón colmado de amor para que también reciban calor, pero a un muerto así no se le quiere conocer.
Aun así, todos regresarán, una y otra vez, hasta que las puertas permanezcan abiertas para la eternidad.
Solo entonces el espíritu podrá descansar y estarán todos unidos.
Entonces la iglesia y el espiritualismo serán uno solo y la muerte se habrá transformado en “vida”.
¿Acaso no son entrañables quienes vuelven con nosotros?
¿Acaso no merece la pena reflexionar alguna vez sobre todo esto?
Aquí es un niño el que llamaba a la puerta, y gracias a Dios fue escuchado.
Todo esto hay que sentirlo intensamente.
Saquen sus antenas espirituales y palpen esa vida invisible; hay miles que les ayudarán.
Si sienten, verán y esta forma de ver es como saber.
Solo entonces se rompe el corazón humano y solo entonces el hombre inclina la cabeza.
Muchos dan media vuelta a tiempo, otros llegan tarde.
En sus vidas oscuras todo esto podría ser alimento espiritual, para llevar la luz.
‘Qué cierto es todo’, pensé, ‘tan cierto como que el ser humano posee un corazón y sabe que es un ser humano’.
Pero al hombre como ser humano realmente vivo no se le conoce; ¿no es terrible?
El ser humano realmente vivo tiene que contarle al que está cerrado que está muerto en vida.
Esa profundidad del alma es insondable para el ser humano.
No puede aceptar la vida invisible y aun así esta vive en él, en realidad él mismo es ese gran problema.
Y sin embargo maldice y sigue maldiciendo todo lo que no entiende, y por tanto también a sí mismo.
Cuando regresan con nosotros los espíritus que han llegado a conocer esa vida eterna, ¿debemos cerrar entonces los ojos a ello?
¿Podemos soltarles: “No llamen a nuestra puerta”?
¿No podemos dejarlos entrar un momento?
Nos llevarán a regiones ignotas y nos mostrarán panoramas hermosos y nuevos, en todo su esplendor.
Hablarán del esplendor de la naturaleza y de la belleza, y nos guiarán por los mares, salvando peligrosos escollos, y sabrán evitar las tempestades.
Después de que se marchara mi paciente, Alcar me dijo que tenía que dejar constancia escrita de las pruebas recibidas.
Le conté a un amigo y a mi esposa lo que había vivido y que el sacerdote moriría esa noche.
A la mañana siguiente, después de vestirme, lo vi.
Caminé a la sala de estar y sentí que me empezaba a incidir la influencia.
Cuando entré en la sala, vi el espíritu del sacerdote X junto a la figura de Cristo.
Me asusté y me quedé tieso.
Lo tenía delante de mí en una túnica radiante y me miraba con esa gloriosa sonrisa suya en el rostro.
Me dejé caer en el sofá y sentí que se me conectaba con él.
Allí estaba mi amigo, ¡había fallecido en la tierra!
Había dicho adiós a la vida terrenal.
¡Ahora era espíritu para siempre!

—Ya fallecí —oí que dijo—, anoche.
Oh, ¡qué hermoso es esto!

Lloré, profundamente conmovido por tanta belleza y santidad, y asentí con la cabeza, pero no pude pronunciar palabra, me sentía desbordado.
—He muerto y estoy vivo, —dijo otra vez—.
Jozef, ¡estoy planeando!
Jozef, ¡vine planeando hasta aquí! —repitió—.
Nadie lo sabe, salvo tú.
Hablar poco todavía.
Había hablado entrecortado, palabra por palabra.
Vi que alzó la mirada.
El sacerdote contemplaba el cosmos infinito; allí iría al encuentro de su paz eterna, al encuentro de lo que poseía en la vida después de la muerte.
Ya se había alejado mucho de la tierra.
La luz que irradiaba era el amor que llevaba dentro.
¡Hacia el amor, la luz y la felicidad!
—¿Adónde va ahora? —pregunté después de un rato.

—Voy a dormir deliciosamente —respondió—, estoy cansado.

Entonces vi que le hablaba mi líder espiritual; el sacerdote le dirigió la mirada y se fue.
—Adiós, mi Jozef —le oí decir todavía—, volveré. —

Y se disolvió ante mis ojos.
Todo esto era indescriptiblemente bello.
Esa misma tarde, en todos los periódicos abundaban las noticias sobre su partida.
Todo el mundo que lo había conocido lo elogiaba por la nobleza de sus sentimientos humanos.
Había partido un gran sacerdote, padre y amigo; era irreemplazable.
Había sentido su propia muerte con anticipación; yo nunca antes había vivido un lecho de muerte que se pareciera.
Algo así no me volvería a suceder pronto.
Pasaron dos semanas.
Una tarde, estando tranquilamente en mi habitación, vi de pronto al sacerdote.
Me advirtió Alcar y me conectó con él.
Se me acercó sonriendo.
—Ya pasó todo —dijo—, estoy despierto, despierto para la eternidad.

Me pasó el brazo por los hombros sin decir nada.
Muy sumido en sus pensamientos estaba ahí, y sentí en lo que pensaba.
Me iba pasando por delante la película de toda una vida.
Entonces vi llegar el momento de nuestra conexión: contenía partes bellas, demasiado bellas para ser olvidadas nunca.
Luego vi su fallecimiento y la entrada en el mundo espiritual.
Todo era grandioso, formidable y profundo.
Estaba como un filósofo a mi lado.
Había obtenido esa sabiduría en la vida y ahora era su posesión.
Me mostró muchos estados en el espíritu donde ya había estado.
Desvinculado de la tierra vivía en la tercera esfera.
Solo faltaba una esfera para que entrara en la Tierra Estival.
Después me mostró otra imagen.
Era la imagen de la mujer que me lo había presentado.
—Dale las gracias y saluda a todos los demás.
Vivo y soy feliz.
Hasta la vista, Jozef, volveré.
Estaba llegando el momento de que me pusiera a describir todo esto.
Después de recibir el mensaje de Alcar, vi al sacerdote junto a mi líder espiritual.
Estaba contento de poder regresar a mí y de poder vivir todo eso desde el otro lado.
Se sentó junto a mi escritorio y cuando terminó volvió a marcharse.
Todavía no tenía mucho que contar.

—Más tarde —dijo—, primero tengo que asimilar muchas cosas; ¡primero hay que ver todo!

No podía describirme su esfera.
No era hombre de muchas palabras y le quedaba por conocer a fondo la vida espiritual.
Pero yo conocía la tercera esfera, había estado allí con mi líder espiritual, y también conocía la felicidad que poseen quienes viven allí.
Todos son espíritus de la luz y poseen amor, amor limpio.
¿Qué más debo añadir?
Las pruebas hablan por sí solas.
A todos los amigos y parientes les digo en voz alta desde este lugar:

—Su sacerdote querido vive y es feliz.
Lo volverán a ver, porque no los olvidará.
Si esto pudiera convencer a uno solo de ustedes, entonces él y su hijo serán felices.
Los espera y les agradece su amor.
He transmitido todo esto en verdad, tal como se me concedió vivirlo.
 
Quien se llama maestro en la tierra
Es el discípulo al otro lado.
Alcar